Por LUIS MORENO VILLAMEDIANA
El título del libro de Daniel Arella sugiere de inmediato —tal vez sin proponérselo— una genealogía excesiva que, sin embargo, le puede convenir. En 1621, el inglés Robert Burton publicó La anatomía de la melancolía, una rabelesiana enciclopedia médica que se propone agotar el tema del humor saturnino: la tristeza, la acedía, la depresión, la locura, el afecto sombrío… El siglo diecisiete exigía para esa obra una compilación de referencias que diera cuenta del rigor con el que se examinaba el tópico elegido; en su libro, nos dicen, Burton reunió más de trece mil citas de casi mil seiscientos autores, y el rango de estudios va de la ciencia médica al mito, de la observación naturalista al comentario teológico. Como se lee en la carta al lector: “En cuanto a las faltas que resultan de los solecismos, del dialecto dórico, del estilo extemporáneo, de las tautologías, de la imitación simiesca, toda una rapsodia de trapos viejos entresacados de un estercolero, heces de autores, juguetes y manierismos (…) las confieso todas”. Quien firma esa líneas despreciativas no es el mismo Robert Burton, sino un tal Democritus Junior. El nombre es apenas una fórmula culta, una apelación a otra autoridad que, a pesar de todo, no descataloga al autor “real”, por mucha discreción que éste buscara. Cierto: todo ocultamiento de ese tipo es deliberadamente imperfecto, como una máscara translúcida.
La propuesta de Arella no es en el fondo demasiado distinta. Su Anatomía es menos una enciclopedia que una antología de heterónimos —al cabo, una reunión de citas sin recortes—, pero los asuntos son semejantes a los incluidos en el tratado inglés. El poemario sigue la lógica de lo narrativo: los textos compilados, nos dice la última página, son la obra de un tal Carlos Arana, quien se los pasó a Daniel Arella durante un taller literario en el Hospital de Salud Mental San Juan de Dios. El locus alude de modo indiscreto a las patologías psiquiátricas y, de paso, agrega una verosimilitud identitaria y una autoridad al índice onomástico: Ese Carlos Arana es la penúltima persona sobre aquel lote de nombres de pluma. Ese rizo compromete la estabilidad de lo individual y hasta la pertinencia de la lírica como discurso de lo subjetivo. Lo que parece implicar ese relato es una teoría de la poesía como esquizofrenia: no hay escritura que no sea un mosaico de apariciones, voces, coautorías, delirios, presencias dudosas. Visto así, este poemario puede explorarse como el proyecto fundador de una poética que se asienta sobre la insania sin convertirla en fábula, pues Arella busca alejarse de la estilización del cuerpo torturado y del horror del sueño, y más bien procura certificar una experiencia alterna que vindica ese cuerpo y ese sueño, con toda su informidad y su miedo. La comunidad discursiva que aquí se establece nos propone que el grito—esa articulación orgánica capaz de prescindir de la gramática o de retorcerla— se analice como una construcción grupal.
Daniel Arella sabe que la escritura automática es una aspiración institucional a un estado de la lengua que sólo aceptan algunos médicos y algunos burgueses, que ese fondo edénico de la comunicación donde se aúnan la verdad, la curación y la pureza es sobre todo un objeto mitómano. Sus textos son un cruce de ficción, tesis y arrebato; entre cada página y el libro completo hay una relación dialéctica que valida la interacción de lo metafórico —hallado e irreprimible— y lo voluntarista. A las voces exaltadas, en ocasiones hasta farmacológicas, de Andrés K., Ricarda Rebol, Leonardo Lumen y el resto, se añade la intervención de las ninfas Molly, Dudu, Zuleika, Phyllis y otras más. Este último reparto estaba incluido en el epígrafe de la primera sección del volumen, sacado de El loco impuro, de Roberto Calasso.
El dato no es trivial: revela la forma en que Arella utiliza la intertextualidad como estrategia de composición. Esa obra de Calasso recuenta el caso de Daniel Paul Schreber, presidente del Tribunal de Apelaciones de Dresde a finales del siglo XIX y autor de unas memorias que Freud habría de utilizar como base de su ensayo “Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides) autobiográficamente descrito” (1911). A pesar del mecanicismo interpretativo que rige ese artículo, allí Freud se refiere al trabajo de formación delirante [Wahnbildungsarbeit] como modalidad de creación y recuperación de lo humano por parte del paciente paranoico. Acaso los poemas de Anatomía del grito ejecuten una acción semejante, como lo sugiere una sutil estrategia practicada por su autor. En italiano, una parte de las líneas de Roberto Calasso dice lo siguiente: “Residui di vestiboli del cielo in disfacimento, venivano gettati in avanscoperta su Schreber da Ormuzd e Ariman”; la versión que inscribe Arella sigue casi al pie la de Teresa Ramírez Vadillo (Madrid: Editorial Sexto Piso, 2008): “En avanzada, Ormuz y Arimán echaban residuos de vestíbulos del cielo en descomposición sobre Daniel”. Donde Calasso escribe el apellido, Arella pone el nombre de pila —el del juez y el suyo—. El cambio es significativo, inserta la figura del poeta en el lugar del enfermo. El movimiento hace más compleja la red de apelativos, porque sitúa el concepto de autor en una dimensión clínica. Ahora, Daniel Arella es la última persona sobre aquel lote de nombres de pluma, una especie de heterónimo al cuadrado, una etiqueta que nos fuerza a aceptar el fin de la reciprocidad entre sujeto y discurso.
Los textos de Anatomía del grito quizá no puedan leerse como meros poemas, fuera de la trama que convierte su contigüidad en una estructura narrativa; por algo, al final de cada uno se certifica quién escribió esas páginas, dónde lo hizo y a qué hora: esos detalles son nada más que la ilusión de una claridad imposible pero verosímil. Cuando hallamos que alguna fecha todavía está en el futuro, descubrimos que la utopía es un rasgo tan espectral como las actuales certezas. La poesía como esquizofrenia se constituye en un retrato de nuestra surrealidad, simultáneamente de nuestra desesperanza y nuestra impulsividad. Anatomía del grito: el título y lo que resume nos llevan a una pregunta básica: ¿gritamos nosotros o somos el grito de alguien triste o eufórico o sombrío o del todo, también, inexistente?
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