Por GISELA KOZAK ROVERO
La Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela es el lugar que cobijó mi vida adulta desde 1982 hasta 2017. La joven de dieciocho años que había fracasado en su aspiración de convertirse en científica siguió, por fortuna, su verdadera vocación y se inscribió en la Escuela de Letras, al precio, siempre hay uno, de interrogarse por el sentido de una carrera que exigía poco en comparación con los rigurosos estudios tecno-científicos. Disfrutaba mucho mis cursos, en los términos de un maravilloso camino personal sin pretensión alguna en terrenos profesionales, aunque sin duda preocupada por mi futuro. El amor no busca justificaciones, incluso en el caso de una joven sin dinero ni relaciones, y yo amaba la escuela así se me dijera que me iba a morir de hambre. En este contexto, entre estimulante y preocupante, tomé un seminario sobre Antonio Gramsci con quien llegaría a ser una figura central en mi vida: Judith Gerendas (1940-2024). A partir de este seminario, mi carrera empezó a ser carrera profesional.
Tenía familiaridad con el marxismo por mis lecturas de los textos más populares de Marx, el manifiesto en especial, y por los inefables y ramplones manuales de Martha Harnecker. Por fortuna, Judith sí conocía en serio el pensamiento del alemán, bastante útil como gimnasia del pensamiento porque invitaba a pensar el mundo estableciendo relaciones que no parecían evidentes en primera instancia. Además, Marx, central en pensamiento contemporáneo, es imposible de esquivar (lo cual es muy diferente a ser marxista o creerse las exaltaciones panfletarias del manifiesto). El marxismo enseñado por Gerendas me libró de Marx; ella siempre insistía en que las teorías morían al ahorcar la literatura y, por sobre todo, al ahorcar la vida. En aquel seminario, leí a Gramsci desde una mirada juvenil fascinada con el redescubrimiento de lo que en aquella época se denominaba subliteratura. Por supuesto, la vasta cultura literaria de Judith impedía complacencia alguna: una lectora de Proust como ella jamás calificó la literatura de ideología porque estaba convencida del valor del arte y la literatura de cara a la sociedad. Desde el presente me llama la atención que prefiriera a teóricos como Pierre Macherey, cuya prosa agreste todavía me causa impresión, que a Walter Benjamin, el más perdurable de los teóricos inspirados en el marxismo, además de Gramsci, hoy leído, valga la digresión, por la derecha francesa ansiosa de construir una nueva hegemonía. Es que, a pesar de su vena crítica y revisionista, vocabulario del marxismo al uso, Judith prefería en los años ochenta el rigor (demasiado rigor) de gente como Louis Althusser, Edmond Cross y Karel Kosik, por no hablar de su connacional Georgy Lukács.
Los seminarios de Judith Gerendas convocaban a un gran número de alumnos en el contexto de radicales diferencias entre profesores y estudiantes sobre la literatura, la crítica y la enseñanza en la Escuela de Letras. Hoy veo aquellas diferencias con el afecto de quien descubre que le daba una enorme importancia a algo que el tiempo borró para siempre. En estos momentos, en los que la Escuela funciona —como el resto de la Universidad Central de Venezuela— con la donación del trabajo profesoral, la antigua rivalidad entre Judith Gerendas y María Fernanda Palacios, en la que tomé partido por la primera, demuestra que hace cuarenta años la vida permitía estos juegos de poder con tintes intelectuales reales y profundos. Se trataba de maneras de ver el mundo y su relación con la literatura de una riqueza que honra a todas las partes involucradas —en especial a Judith y a María Fernanda— más allá de las pequeñeces del día a día universitario.
A diferencia de otros cursos de Letras, centrados en la palabra del docente, en los de Judith se consideraba vital e irrenunciable la participación; era emocionante verla anotar lo que decíamos con observaciones el margen que señalaban la (im)pertinencia de nuestras palabras. Aquellos intercambios, que luego ella recapitulaba con cierres iluminadores y definitorios, cuentan entre las mejores experiencias intelectuales de mi vida. Judith me formó en el interés por la teoría literaria y cultural, lo cual le agradezco, menos por las implicaciones políticas del latinoamericanismo orientado hacia la izquierda antiliberal, que por la fascinante aventura de leer a pensadores que me abrieron una escala de visión que incluía la literatura, el mercado editorial, la historia, la política y la economía, como en el caso de Ángel Rama. Mi tesis de grado, en coautoría con Marianela Tovar, Aproximaciones a la crítica literaria latinoamericana actual (1986), contó con su dirección; me reía de sus observaciones, de los signos de admiración e interrogación con las que señalaba nuestras metidas de pata. Aprendí con la tesis un modo de trabajar y pensar, la marca de una verdadera maestra. También compartimos el interés en participar en la transformación del pensum de Letras, la cual tomó veinte años para que finalmente llegase a puerto en 2006.
Su libro El fósforo cautivo. Literatura latinoamericana y autodeterminación (1992) atestigua que seguía la utopía con el entusiasmo de quien se sabe al margen de las tendencias de su entorno, pero participa de un ámbito cultural que trasciende el propio trayecto vital. Este libro está impregnado de las clases de Judith, de su interés en escritores vinculados con la tradición emancipatoria de la modernidad en versión latinoamericana (César Vallejo, Rodolfo Walsh, José María Arguedas, João Guimarães Rosa, José Martí). A despecho de ella misma, esta visión tan política de la crítica literaria, en su caso atravesada por una verdadera preocupación estética, ganó la partida con Estudios Culturales, entre otras tendencias críticas. Judith no recibió bien la emergencia de estos y la caída del mundo socialista, eventos que convergieron en una decepción que la llevó al ensayismo de una gran lectora de literatura, despegada de cualquier corsé teórico, y también a los terrenos de la ficción, punto que tocaré más adelante.
Resultaba curioso que mi maestra fuese comunista a pesar de lo ocurrido en su país natal, Hungría, invadido por la Unión Soviética en 1956. La apasionada lectora de Kafka y Proust siempre fue crítica con la burocracia del llamado “socialismo real” y nos advertía respecto al afán policial del estalinismo. Resuenan en mis oídos las carcajadas con las que celebrábamos la narración de su fracasado intento de asentarse en Hungría con sus hijos Eduardo e Iván: la comunista no se avino con el comunismo, típica circunstancia de los marxistas críticos que viven en democracias liberales. Por qué una mujer tan amante de la belleza, la justicia y el placer admiraba a la Unión Soviética es una incógnita que se despeja en los noventa durante las largas conversaciones entre copas y comida en las tascas de la avenida Solano. Me advertía sobre el fascismo húngaro y sobre un mundo en el que la injusticia podría imponerse sin ningún contrapeso. No obstante, Judith entendía por qué el comunismo había sido barrido con una rapidez que dejó con la boca abierta hasta a sus más enconados enemigos: había incumplido su promesa emancipatoria. Sus tías en Hungría eran unas muchachas cuando el país se hizo socialista y unas mujeres mayores cuando cayó en pedazos. Nada más duro y triste.
Judith siempre fue una apasionada del pensamiento de Freud, como tanta gente de su generación que mezcló el marxismo con el psicoanálisis. Ella misma comentaba, no sin ironía, que sus contradicciones respondían a la lógica freudiana, manifestaciones de una psique que tuvo que reconstruirse a partir de la experiencia migratoria, dejando muy modernamente atrás cualquier atisbo de convencionalismo e incluso un origen judío con un apelllido “impronunciable”, según decía una hablante impecable del húngaro como ella. Participó en el movimiento de guerrilla urbana de los años sesenta; nunca se casó y tuvo una relación de convivencia de décadas con Carlos Maiza, el padre de sus hijos; no se sometió a la disciplina partidista luego de su experiencia juvenil aunque siguió siendo marxista hasta los noventa, sin abandonarlo del todo el resto de su vida; tenía una gran apertura respecto a estilos de vida, entre ellos el mío, el de una joven lesbiana; su lealtad con sus amigos era absoluta y sin declararse feminista lo era de corazón. Sus alumnas fuimos aupadas para que llegáramos lejos; de hecho, me quiso de un modo que hacía decir a mi madre que Judith era su socia en el nada fácil proyecto de sacarme adelante en mi juventud.
Retraída y excesivamente cautelosa, podía equivocarse en la apreciación de las circunstancias que la rodeaban. El espíritu antisistema la hacía sospechar de todo poder e institución y su carácter imbuido de una subjetividad moderna —soberanísima— la hizo tomar decisiones tal vez inadecuadas a la larga como jubilarse temprano o desconfiar siempre de quienes no eran débiles, marginados o iconoclastas. Quería el éxito tanto como lo despreciaba, por lo que la falta de respuesta ante su trabajo crítico y literario la afectó. Su libro de cuentos Volando libremente y su novela La balada del bajista son estupendos textos, pero Judith olvidaba que vivíamos en un entorno displicente con la producción literaria de las mujeres y que su postura equidistante entre chavistas y opositores no la ayudaba para nada. Nunca fue chavista aunque votó por Hugo Chávez, como la mitad del profesorado de la Escuela de Letras; tampoco comulgó con las acciones opositoras, una equivocación política de mi maestra. Sus principios y valores eran compatibles con la lucha por la democracia, pero ya había dejado atrás demasiadas cosas como para despedirse para siempre de las ideas que la acompañaron tanto tiempo. Además, su familia apoyaba la revolución y ella era demasiado leal a su gente. La política nos separó sin pelea, apenas con la discreción del afecto del pasado que siempre perduró, a pesar de todo.
La lucidez nunca la abandonó, siempre impaciente con la realidad, siempre leal a su clan, del que formé parte mucho tiempo. Le debo a mi maestra el haber ganado premios literarios y de investigación siguiendo su rigor y su cuidado en la escritura; la pasión literaria sin fronteras geográficas; el haber sido fiel a mí misma con todos los innumerables inconvenientes que me ha traído. Soy una loba esteparia al igual que ella, aunque las exigencias que me ha puesto la vida me han obligado a transitar por caminos que tal vez hubiese evitado de haber tenido una existencia más favorable material, psíquica y políticamente. Comparto con Florence Montero, la actual directora de la Escuela de Letras, el haber sido señalada con la guía de Judith Gerendas, siempre a contracorriente, con una honestidad y un desprendimiento del que sabemos sus numerosos tesistas, su familia y sus amistades. La crítica le debe su estudio detenido de la literatura venezolana; la Escuela de Letras el haber formado como tutora de tesis a varios de sus docentes destacados, llevar a buen puerto a decenas de tesistas, sus cursos con innovaciones teóricas y la preocupación por el rigor y la formación del estudiantado; la narrativa venezolana, textos con un agudo sentido de la forma literaria. Ojalá vengan tiempos mejores para el ejercicio de la gratitud intelectual que permitan la compilación de tantas páginas regadas en publicaciones periódicas.
Esto no es una despedida, de los verdaderos maestros nadie se despide. Estamos otra vez oyendo a Daniel Barenboim en la sala Ríos Reyna, en el Complejo Cultural Teresa Carreño; felices en un montaje de Carmen con plaza de toros incluida en un Festival Internacional de Teatro; comiendo esa maravilla llamada repollo húngaro; paseando por las calles de Salamanca; llamándonos por teléfono de madrugada en los golpes de Estado. Hasta su disgusto conmigo por mis críticas despiadadas a la izquierda me acompañarán siempre, como sus lecturas de Todas las lunas y de Latidos de Caracas, con signos de admiración y de interrogación en los márgenes de las páginas, señales de mis metidas de pata.