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Simonófobos

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Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

Está de moda injuriar a Bolívar, y la modita dura ya lo que la destrucción del país, iniciada en forma hace ya 24 años. Todos los gobiernos se han apropiado de su imagen, para presentar sus intereses o mimetizarse con lo nacional, y esto resulta previsible en una cultura nominalista. Desde los bárbaros hasta los ilustrados, todos hacen de él una apelación provechosa. Desde el gobernador de Maracaibo, este celebra su muerte y anuncia una liberación, hasta la ceremonia paecista de la traída de sus restos.

Pero hasta la llegada del chavismo, en esos usos y retención no mediaba la justificación intelectual, nadie asociaba los buenos o malos gobiernos con una doctrina o personalidad llamada bolivariana. Lo que fuera valoración o revisión del Padre de la patria no estaba teñido del presentismo afortunado o infortunado, pero ahora las miserias del día son interrogadas y explicadas desde la biografía de quien ejecutó la saga mítica de la emancipación política de cinco naciones. Se lo aísla y convertido en evocación de todos los vicios y errores de la vida pública de una nación, apenas existente, se hace recaer sobre su legado culpas y denuestos. En un acto de arqueología policiaca se va a buscar en sus maneras e ideario un conjunto de síntomas donde verificar los males de una sociedad a lo largo de procesos y generaciones. Los historiadores de estos días parecen constatar una especie de herencia maldita. El procedimiento sería ridículo sino mediara la intención de ver en los horrores de hoy un efecto de aquella genealogía, diagnosticada como quien busca el pariente tarado: como en la lección de anatomía, el médico señala el chancro.

Bolívar se convierte, en la expectación de un conjunto de intelectuales, en expresión de todo lo arbitrario y errátil en los orígenes de la nacionalidad, se le niega capacidad ordenadora en medio del caos, y reducen la compleja personalidad de un visionario a una biografía de caprichos y pequeñas vanidades. La vida política venezolana y aún el ethos de una población va a buscar el testimonio de sus veleidades y perturbaciones en el inventario de errores y fracasos de un hombre, quedan excusados en un acto de minoridad y tutelaje psiquiátrico. Nadie está interesado en reivindicar no solo sus virtudes, menos su programa triunfante y liberador. Los momentos felices, en cambio, no tienen origen en la percepción de un legado donde abundan gestos personales enaltecedores y decisiones solventes. No deja de asombrar cómo estos historiadores hacen remontar un conjunto de estilos de hace 200 años hasta el estado y la condición del país de hoy para explicar carencias y evasiones que no son sino resultado del fracaso de una comunidad delegativa y sumida en la indolencia. En alarde de verificación de un mundo metafísico llegan a proclamar que el bolivarianismo es un peligro para la democracia, es una de las alarmas del “corro de rebeldes”, al parecer es más cómodo rebelarse contra una abstracción. Y como resulta una fuente de amenaza de la libertad, es preciso entonces desbolivarizar la sociedad. La asunción institucional de un símbolo, nunca un legado, es casi un acto personal de los gobernantes, restregarse con una presencia que quieren hacer casi material, desde Guzmán Blanco y su acopio de objetos hasta  aspirar el olor de sus huesos, compulsiva necrofilia en un episodio todavía cercano. La “divinización” sería así práctica inocua, una liturgia que se agota en el espectáculo de la sola apelación al santo, la simulación abarcaría tanto a los oficiantes como a los devotos. En la línea programática tendríamos la creación de la Sociedad Bolivariana en 1938 por el gobierno de López Contreras como el punto inicial de cuanto resume la acción del chavismo: la reivindicación de un prospecto público en su extrema eficacia. Ya no serían la defección de la clase media ni el fraude del empresariado, por ejemplo, los responsables de la puesta en escena del horror actual. Así, la agenda secreta de algún Congreso de la Sociedad Bolivariana de 1940 se conectaría judicialmente con el juramento del Samán de Güere del MBR-200, 17 de diciembre de 1982.

Para hacerse luces en la relación de intercambio entre la muchedumbre desconcertada de hoy y el Estado ineficiente, solo se les ocurre apelar al “centralismo asfixiante” diagnosticado en Bolívar. La centralización del poder ejecutivo debía ser la única posibilidad real de conjurar la disolución de la naciente república, el orden previo no había sido destruido sino negado, y era preciso constituir un eje de ascendencia. Caos, anarquía, el florecer de los caudillos municipales, secesionismo de parroquia, los héroes que se reparten el país, la abulia demográfica, el territorio de nadie (cuando concluye el siglo XIX la extensión heredada de la Capitanía General de Venezuela ha disminuido en casi 40%: Tratado Michelena-Pombo, Laudo Arbitral de Paris, Protocolo de Madrid.) La concentración del poder político era una necesidad, a fin de evitar la atomización de la nación constituida pero desarticulada, salida de la Colonia; el federalismo de entonces intentaba repartirse algo que todavía no existía. Como el socialismo de hoy, repartidor de lo que no produce, allá se vaciaba un territorio de sus escasas instituciones, aquí se reparte miseria. Argumentos y urgencias de entonces no parecen muy distintos a los de hoy: cuanto se pueda esgrimir como alegato para la unidad pasa por la razón y estructura de un prospecto, la necesidad de acopiar, sumar y proyectar desde un frente común.

La Gran Colombia —Colombia— era la congregación de lo vasto imposible, pero significaba la afirmación moral de la integración, y esta debía ser ejercitada en la realidad de las repúblicas huidizas, la única posibilidad de conciliar una herencia mezcla de la difamada Colonia y la novedad política que deja la guerra de liberación. Nuestra Guerra Federal es la consecuencia de la magnificación del orden social construido sobre las ruinas de la Colonia. Algo había desaparecido y su sustituto no terminaba de llegar. Ni economía ni instituciones susceptibles de aglutinar el tejido social, solo teníamos el subproducto de relaciones patriarcales cuya expresión comunitaria es el gamonalismo. Cuanto quedaba solo disponía para acopiar y acorazar, nunca para devaneos de diseño, mucho menos disputar un orden público frágil y vaciado de entidades de representación y clases sociales. La célebre entrevista entre Páez y Antonio Leocadio Guzmán (septiembre de 1846), concebida por Guzmán para avenir a los Partidos, se frustra en buena medida por el miedo a los caminos infestados de bandidos. El último acto de aquella concordia pudiera ser ese de la presentación de la cabeza en salmuera de uno de los pretores. “Le cortan la cabeza y la envían a Caracas para ser llevada al presidente el día de su santo… Monagas apartó la vista con repugnancia de aquella cabeza” (Enrique Bernardo Núñez: “La estatua de El Venezolano”.) Para 1841 Venezuela tenía una población de 900 mil habitantes, y “se hallaba dispersa en un inmenso territorio con escasas vías de comunicación, la mayoría de las cuales apenas merece este nombre”. Es el año de aparición de “El Venezolano”, frontera de la disputa política en un marco de partidos y ciudadanía. En la geografía que recorre Castro hasta el capitolio en 1899 apenas hay caminos. Pero el país real sí existía en la figuración y el prospecto, la genealogía verificable y el territorio: la Historia de Baralt y la Geografía de Codazzi. En la discutida carta de Páez (1825) donde le sugiere a Bolívar hacerse monarca hay dos razones olvidadas o mal evaluadas, una de ellas es la languidez demográfica: “Este país en lo general de sus escasa población no tiene más que los restos de una colonia española, de consiguiente, falto de todo elemento para montar una república”. La otra califica a la masa militante sujeto del consenso y cuando describe el espíritu de facción, así dice que “es absolutamente indiferente a todo lo que se llame acto de gobierno, y que se dejaría imponer cualquiera que se le quisiese dar”.

Relaciones de subordinación evolucionando al amparo, o la sombra, de un Estado inexistente pero invocado, deseado como pura ecología, o escenografía, pero para quienes se hacen matar es una representación verificable: lo público santificante. Me pregunto cómo deberíamos definir aquello sofocado por el “centralismo asfixiante” denunciado por los historiadores simonófobos de hoy, como si Venezuela fuera entonces un promisorio horizonte de libertades y un país efectivo. Si alguna urgencia había al finalizar la Independencia era ceñir un territorio, combatir la dispersión demográfica, fomentar el espíritu de adscripción en la necesidad de fundar lo nacional funcional. Ante ese panorama lo menos indicado debían ser las disputas cantonales, cómo reunir siete provincias autónomas durante más de dos siglos y recién congregadas bajo un solo organismo en 1777. Pero los coleccionistas de razones prête-a-porter insisten en su obsesivo presentismo en hallar en la voluntad de centralización de Bolívar el origen de las fragilidades de una nación autorizada desde los puros decretos. En el fondo su elección del modelo político administrativo no representaba solo la solución de problemas estratégicos de la unificación, debe verse antes un balance cultural: el legislador busca ajustar su modelo a una idiosincrasia. El Bolívar comparatista nos ha dejado sus juicios y valoraciones del par sociedades-constituciones en más de un ejemplo. En 1858, en la Convención de Valencia, Fermín Toro vuelve sobre este debate y todavía tiene prevenciones con el modelo federal.

Será en 1947 cuando la opinión pública organizada se plantee la discusión federalismo-centralismo y con miras a sustentar un patrón de gestión eficiente. Allí sí había expectaciones en medio de un renacer y cuando las instituciones ya debían responder por alcances distintos a los vacíos protocolos jurídicos. Y sin embargo, en ese avanzado tiempo las propuestas federalistas de Caldera debían lucir como novelería populista en un país urgido de actualizarse materialmente mediante la profesionalización del Estado y la renta petrolera, como bien lo entendía la contraparte, Rómulo Betancourt.

En la abigarrada frase “absolutismo presidencialista” los detractores quieren concentrar una tradición de ejercicio del poder público en la cual Bolívar les parece el modelo acabado. Ya aclaró Sánchez Albornoz que el absolutismo ni siquiera es español, más propiamente oriental y al menos ruso. Pero ellos lo regionalizan y al combinarlo con un estilo sí muy sudamericano, ese de la exaltación del gobernante autosuficiente, entonces tienen la razón de todos los males. Pero el absolutista clama por programas de gobierno a sus compañeros de campaña, Ustáriz y Miguel José Sanz (1913). También podían haberlo sindicado de déspota presidencialista, pero debió parecerles exagerado y dado que las pruebas de la vida rutinaria del señalado no encajaban. Tal presidencialismo sí constituye un modelo durante el fracasado Proyecto Nacional encarnado en personalidades variopintas, desde Páez a Guzmán Blanco. A Bolívar podría llamársele el delegador; carente de funcionariado aquel Estado requería de un desarrollo burocrático. La correspondencia muestra cómo el presidente de Colombia consultaba a sus amigos y asistentes en busca de personal, aunque casi siempre le remitieran solo favoritos. Renuncia al mando, en el que en puridad es su único tiempo de gobierno (1828-30) en la república emancipada y sin guerra, aunque ya en marcha el fratricidio. Supongo que no lo acusan de nepotismo porque su escasa familia se dispersa fuera del país, y si alguna hermana le queda, pues la señora es realista —María Antonia debía ser para Bolívar la amarga ternura, la protege sin enmendarla, tan distinto de ese Arismendi, cuidador del pellejo.

Pretorianismo es otra calificación al uso de los historiadores presentistas, animados por una comparación, de la cual son incapaces de distinguir su novedad. Proyectan en el pasado el puro disgusto del presente sin discernir la particularidad de cómo es retenido el poder hoy en Venezuela: no es un Estado militar sino policiaco, el primero no comparte el monopolio de la fuerza, el segundo involucra a toda la sociedad en una modalidad de retención casi consensual, desde delincuencia común hasta sectores corporativos de la vida civil. La presencia de las Fuerzas Armadas en todas las instituciones y su control en la conducción del Estado no requiere de pretores ni cancerberos, una demografía permisiva e incapaz de distinguir entre errores y aciertos es suficiente. Es un acuerdo de la misma sociedad, entregó la potestad de autodeterminarse mediante un acto consensual cuyo protocolo es incapaz de denunciar, y esto ocurre cuando en el mundo se invoca el prestigio de la sociedad civil y se exalta la separación de poderes. Es la singular devastación de un país sin guerra y miembro ordinario de los acuerdos de Naciones, formalmente una democracia, aunque tutelada por el ejército y administrada desde un esquema policial. Aquello parece haberse producido como por generación espontánea, actores despertando de un sueño, sin remordimientos ni memoria: yo no fui. Pero el venezolanaje desprevenido encuentra siempre quien le cuente su historia sin salpicarlo.

Y sin embargo, el proyecto de Bolívar no se sostenía sin un entorno pretoriano —dicen. Magnifican el chavismo cuando van a buscar en el pasado legendario un nombre y un hombre para calificar lo que no es sino un Estado policiaco-delincuencial. “El caudillismo (bolivariano) ha cercenado la posibilidad de una madurez política coherente”, (Rodríguez Iturbe) —la indicación no sanciona sino que ampara. Hace recaer en unas maneras del poder personalista el origen de unas carencias, justifica la evasión de las masas modeladas por el carisma imponiendo su modelo de felicidad. Y más allá del momento y condiciones de una relación, la ascendencia persiste como una elección, desde Boves y Páez hasta Chávez y cualquier funcionario municipal de estos días. Alguna perturbación debe obrar más allá del puro agente inficionador-condicionador: el caudillo. Pero el representante característico, el actor ideal de este tipo dominante de la vida pública venezolana es, para los infamadores, Simón Bolívar, el hombre que invocó las virtudes más opuestas a los caudillos en su determinación de fundar la república en sus límites institucionales. Con documentos o sin ellos, en el primer caso los remodelan o ignoran, en el segundo cualquier tesis cabe, se trata de buscar el rastro de los cargos elegidos. La valoración del Proyecto de Constitución de Bolivia (1826) resulta un golpe de mano característico de ese estilo heurístico; hacen remontar el caudillismo (¿?) venezolano de hoy hasta los síntomas de aquella Constitución. “Era un diseño de alguien poseído de una mentalidad caudillista. Será la misma (o casi idéntica) mentalidad que luego, a lo largo de la historia venezolana, exhibirá el caudillismo”. Qué manera de tensar una cuerda, además una falsa cuerda. En Bolívar el personalismo se instrumentaliza en lo que llaman “caudillismo militarista”, es un estigma que los historiadores cargan sobre la gestión de la Independencia, no importa que mengüen los militares, sin Academia hasta bien entrado el siglo XX, y florezcan sus tutores civiles, y hasta hoy. Si Augusto Mijares lo considera un subproducto de la guerra, para otros es un producto, determina así un ciclo simplista del poder, en otra excusa de los procesos societarios: “Más que subproducto, fue producto. Y su proceso de cristalización negativa en nuestra historia encuentra en Bolívar su paradigma y fuente”.

El afán de identificar las perversiones de hoy con un así llamado “mito de origen”, no solo es un mecanicismo irresponsable, impregna, como las virutas en el imán, los vicios de la acción pública en una personalidad hecha símbolo y estos no se remodelan, se cancelan. En 1830, en su renuncia y al borde del último acto, Bolívar insistirá por enésima vez en cómo la República había sido despedazada por sus propios ciudadanos. También en ese “Mensaje al Congreso” parece estar escribiendo una nota para sus jueces de hoy: “Todos mis conciudadanos gozan de la fortuna inestimable de parecer inocentes a los ojos de la sospecha, solo yo estoy tildado de aspirar a la tiranía”. Así quedaba dicho, los exploradores forenses solo a aquel “mito de origen” remiten “la gestación de la patria criolla”, allí cabe todo lo irregular, desde el modelo de gestión hasta un temperamento. En sus doscientos años de vida republicana (y el adjetivo es solo un alias) la sociedad es excusada de sus fracasos y decisiones.

Tal vez la suma de todas nuestras personalidades públicas retorcidas nos hubiera dado el tipo del gobernante fracasado y artero, y en consecuencia el del ciudadano inercial, acechante, sin adscripción ni sentido de patria. Pero se ha elegido solo una. Y no está mal que se vaya a buscar en unos orígenes programáticos cuánto y cómo se ha hecho, pero deben sumarse esos hallazgos, no para el regocijo de profetas retrospectivos, sino para dar con la huidiza enmienda. En cambio, los simonófobos parecen concentrados en un actor, este les aporta en la anatomía de una sociedad naciente, sus desatinos y venalidades. Para ellos el resto de la escenografía desaparece y se hacen analistas de un caso de trastorno, de una personalidad atascada en su vanidad e incompetencia. Parecen frenólogos, aunque el análisis freudiano sea más elegante, ellos nada quieren saber de voluntades remotas ni sublimaciones, juzgan desde el  instante cumplido de una realidad policiaca. Presente, prospecto y pasado es para ellos una escueta fórmula cuyos datos circulares están contenidos en la vida de un hombre. Creen tener las claves de aquel tiempo y tan solo se muestran como difamadores de quien sí interpretó su circunstancia y nos dejó programas abiertos, y sobre todo actos conclusos de una tragedia personal para ser interrogada desde la ontología de un país abrumado, siempre recomenzando. Entiendo que la figura de Bolívar en su resonancia mítica sea más provechosa para la representación. Y sin embargo, el fraude civil, malos gobiernos y conductas indeseables las encontramos en un catálogo de nombres pocas veces elegidos para ejemplificar la tortuosa fisiología de lo público, porque sus cualidades sí impregnan unas maneras y aptitudes de hoy, fondo tenebroso de nuestra agonía, pongamos algunos nombres: Antonio Fernández de León, el Marqués del Toro, Antonio Leocadio Guzmán. En ellos se moviliza un sustrato moral de aleccionamiento, y nos llega hasta hoy, más devastador que las indicaciones vitalicias de la Constitución de Bolivia, digamos.

La representación de la república recién escindida pondrá como condición para reconocer a su par la expulsión del Libertador de aquel territorio. Pero Bolívar está casi agonizando y ha ido a morirse justo en el lugar donde en 1812, derrotado, reinicia su cruzada liberadora hasta su conclusión. La inquina de los odiantes queda bien retratada en la comunicación del Gobernador de la provincia de Maracaibo a su gobierno, ya no eran rumores y la noticia llega a la ciudad el 21 de enero: “Un acontecimiento de tanta magnitud y que debe producir bienes innumerables a la causa de la libertad y al bien de los pueblos, es el que me apresuro a comunicar al Gobierno por el conducto de US., y por medio de un oficial que solo lleva esta misión. Bolívar, el genio del mal, la tea de la discordia, o mejor diré, el opresor de  su patria ya dejó de existir y de promover males  que refluían siempre  sobre sus conciudadanos.” El anuncio se explaya sobre los beneficios del acontecimiento y como la disolución de un hechizo.

La historia de la Venezuela republicana, con su exceso de consensos de escritorio, su civilismo de simulación, con su carencia de sentido de lo trágico, parece un folletín de melodrama. En ella nada hay de la biografía de Bolívar, de su destino transfigurado, su orfandad fecunda, su solemnidad romántica. Desde el momento en que sanitariamente se denuncia “el culto a Bolívar” se engendra un error que ya luego fue difícil de revisar: el hallazgo que quería ser enmienda escolar se proyectó en la institucionalidad y de allí a la venezolanidad del país fracasado. Así, hasta hoy el país tiene una explicación subliminal de su fracaso. Era un oportunismo que se revestía de rigor revisionista, ese culto se asociaba sobre todo a legitimaciones del poder público, la validación que ataba los desmanes a una tradición heroica. La certificación académica de los intelectuales solo habría servido para estimular una nada difícil indiferencia de la sociedad por el héroe, y una desinformación escolar creciente. Quienes nos revelan a este Bolívar incompetente, vanidoso y obsesionado con el poder estaban escribiendo para los gobernantes en trance de ser puestos en evidencia, digo, y también para su propia vanidad de tutores de lo real. Nunca para ahondar en las complejidades de un gentilicio o en la tragedia social de nuestro fracaso, mucho menos para hacer luz en una sociología de procesos penumbrosos. Se puede elegir el objeto de la inquina y convertirlo en representación para mostrar luego la fisiología del mal, pero un énfasis así está obligado a entenderse con un horizonte amplio de variables, sino se habrá planteado un falso problema. La destrucción del país de estos días no se originó en la economía y en consecuencia no será restaurado desde allí.

Y aunque la identificación del culto y sus consecuencias censurables en un imaginario conformista ya era un diagnóstico previo, hecho por Briceño Iragorry —y en alguna medida también por Key Ayala—, no se incorporó su deslinde entre representación y usos: culto paralizante de la responsabilidad de la gens. Aquella sociedad se aprestaba a entregarse a la redención venida del petróleo casi sin sentido de alteridad. Y aquí toca hacer juicio de la muchedumbre organizada y asumida en su exculpadora minoridad. “El pueblo se ha hecho abúlico de tanto contemplar la epopeya bolivariana porque la considera suficiente para habitar en el paraíso”. La sentencia rebosa comprensión de la epifanía de Briceño Iragorry: en ella están la fuente, la elección y la conducta, resulta un balance actualísimo. Pero el autor agudo, en posesión de todos los elementos y en plena capacidad de ajuste, no pudo o no quiso amparar un prospecto donde las culpas serían más gregarias y menos inductivas —véase El divino Bolívar (2003), de Elías Pino Iturrieta. Con Briceño Iragorry se ha sido al menos mezquino, su conferencia de 1942 es una revisión del mito, hace la crítica de los usos y despliega los elementos necesarios donde caben tanto mea culpa como resituación del héroe. El propio Pino Iturrieta parece impresionado con su requisitoria, es una irrupción contra las aspiraciones y los beneficios del ritual, y de eso se trataba. Y sin embargo, alguna cicatería le hace exigirle más a quien había ido hasta el fondo en un orden sacrosanto, y su alegato descubría las venalidades de una práctica popular, pero exponía a la vindicta a los actores del poder público, nada menos. “Solo busca el denunciante un nexo diverso con Bolívar que lo convierta en una herramienta más productiva, en un acicate realmente beneficioso del futuro y en el tratamiento de una ceguera provocado por su propia brillantez”. “Solo”, dice el autor de El divino Bolívar, y como si fuera poca cosa aquella aspiración. Identificación y diagnóstico del culto es un momento distinguido de nuestra disidencia intelectual, y como vemos no es mérito solitario de un grupo de hoy. El pequeño problema, o la infamia, aparece con la voluntad impositiva no ya de un diagnóstico sino de una sanción. Briceño Iragorry va a buscar en sus recuerdos de infancia escenas de ese fervor dispuesto desde los altares, el niño retiene la igualación de Gómez y Bolívar en una indicación de pleitesía y sumisión. Y aquella relación se vuelve devoción cuando los adultos hacen votos por la salud de los rectores bárbaros en una acción donde se confunden virtudes cándidas y franca veneración del poder. “Ha sido el voto del pueblo que mira la Providencia en el brazo del señor de turno, cuando no tiene conciencia de que ese hombre gobierne en nombre suyo. Cree en función providencial de los hombres que mandan, porque no cree en sí mismo”. Y a fin de cuentas, pareciera tratarse solo de elegir como en un concurso de belleza, así los hacedores de discursos hoy dicen preferir a Andrés Bello como padre de la patria. Hasta actualizan razones biológicas: Bello tuvo familia y Bolívar no, oigo en estos días (Rodolfo Izaguirre). Contraponen lo real de una identidad mal escrutada a lo imaginario ajeno de un destino cumplido. Bello en Caracas en 1830, a lo mejor se hubiera visto obligado a ganarse la vida como corrector de pruebas de imprenta.

El cargo de antihispánico no resiste un análisis de coyuntura, menos una evaluación del prospecto. Los historiadores-electores que hoy, en la plenitud del desastre, se envanecen de querer justicia y no venganza, afirman sus buenos modales en la existencia de un ADN republicano en la sangre de los venezolanos. Pretenden que Bolívar hiciera el elogio de la nación imperial contra la cual luchaba para producir una nación independiente y particularizar una cultura. Se trataba de negar políticamente el estatuto moral del enemigo, esto no es sino un axioma de toda guerra, es una conducta en el horizonte de la mera propaganda y no puede entenderse como tentativa de valoración. Pero no, quieren que como Popper, en su Miseria del historicismo, Bolívar primero fortalezca y encumbre unos argumentos para luego mejor demolerlos, digo yo. La necesidad de una ruptura cultural en medio de la guerra suponía la extrema propaganda de la diferenciación, unidad y arraigo frente al caos de la disolución identitaria. Lo programático de este modelaje se encuentra tanto en el Manifiesto de Cartagena como en el Decreto de Guerra Muerte, y quienes ven el fusilamiento de Piar como un desquite del celoso parecen estar pensando en una historia doméstica. Para Rodríguez Iturbe el Libertador es incapaz de comprender la lealtad de los pardos a la Corona. “Junto a un cierto sentido mesiánico y la obsesión libertaria que siempre lo acompañó, Bolívar no parece calar en toda su hondura el fenómeno del lealismo de las mayoría pardas”. No solo lo entendía en todo su alcance societario, buscaba las artes para debilitarlo. Los documentos que hoy podemos leer como doctrinarios eran en realidad revisiones de la coyuntura cambiante, ajustes sobre la marcha donde estrategia y certidumbres étnicas debían aliarse para producir la arenga eficiente. ”Los razonamiento de Bolívar resultan en el Manifiesto de Carúpano poco conciliables con su visión crítica del Manifiesto de Cartagena”: pero cómo, cuánto no había cambiado el teatro de gestión entre 1812 y la remodelación que introduce Boves. Y así siguen: si es consecuente, entonces es porque resulta incapaz de adaptarse a la realidad, si cambia e introduce novedades, entonces es el pensamiento de la incertidumbre.

En un lenguaje aséptico y casi metafísico, Bolívar llama monstruos a los oponentes españoles del campo de batalla; es claro, se trata de una apelación a la vindicta sentimental, nunca es una sentencia sobre España. En un alarde de contrastación táctica exagera la servidumbre de la clase mantuana respecto al funcionariado imperial. Niega para afirmar en la necesidad de argumentar la justicia de la rebelión de un sector de la sociedad, el cual ha llegado a ese trance en virtud del alcance de su presencia civil, nunca de la abyecta servidumbre. Niega lo inmediato y enaltece lo remoto, la constitución de un tejido donde lo societario es más estable. “Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada…” (Carta de Jamaica). El comparatista sabe hasta dónde puede llegar en su propaganda de integración, pues de inmediato ajusta la verdad en una síntesis sin contradicción: “Pretender que un país felizmente constituido, extenso, rico y populoso sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?”. No hace falta resaltar las cursivas para saber que está hablando de la venezolana comunidad colonial. Y sin embargo, al juzgar los destrozos de la lucha pondrá en primer término aquello construido desde la tradición de la gens ibérica.

Con frecuencia Bolívar nombra y califica aquellos trescientos años, tiene claro el precio que se ha pagado por la Emancipación. “Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido al precio de los demás”. Más que impresión es todo un juicio de valoración, aquel tiempo y civilización no son solo el legado indígena ni el mestizaje sintético. Pero la asunción de la herencia de la Colonia es todo un tópico en la obra escrita de Bolívar: “Hemos perdido las garantías individuales, cuando por obtenerlas perfectas habíamos sacrificado nuestra sangre y de lo más precioso que poseíamos antes de la guerra; y si volvemos la vista a aquel tiempo, ¿quién negará que eran más respetados nuestros derechos?” (1829).

Su jacobinismo funcionaba como un catalizador, nunca como un programa, lejos todo empecinamiento. Baralt mismo era consciente del uso inmediato de su Historia, por eso disminuye la cultura colonial —corresponde a los pensadores del centenario hacer la enmienda, y así tenemos en la historiografía venezolana una de las hipótesis más fecundas: la continuidad de la cultura civil de la Colonia (Vallenilla Lanz, Ángel César Rivas, Parra León). Luego se sumarán Augusto Mijares, Briceño Iragorry, también habrá un abominador insigne: Enrique Bernardo Núñez. Sorprende que los simonófobos no encuentren méritos en la gestión civil de la Colonia, se acusa a Bolívar de odiar lo hispánico, pero ellos son de una cicatería escandalosa a la hora de evaluar el legado colonial. Uno de estos autores le exige ciudadanos a aquel saludable bullir cuando ni la Revolución francesa todavía los había sustentado. “Ahora bien, es el vecino y no el ciudadano el que conformaba el ayuntamiento. Segundo —y a eso es a lo que vamos— esa sociedad civil colonial por la que suspira Augusto Mijares, era más un mecanismo de exclusión que de inclusión…”. (Tomás Straka.) De inmediato, el autor verifica el fin de la exclusión y sugiere cómo será el caudillismo, “quien logra romperla”. Y aquí se parece estar ya en una escabrosa conciliación con la novedad actual. Al diagnosticado antihispanismo los sociólogos de vodevil le asignan consecuencias de largo alcance, desde “la imposibilidad de construir repúblicas que respondieran a las realidades de los pueblos”, hasta la dilución de una identidad, nada menos.

Antihispánico sería Sarmiento, detestaba encomiendas y reducciones y expurga indios, abomina de las instituciones españoles, y desde la comodidad del gobierno de la nación sudamericana mejor asentada de su tiempo. Así, la más reciente aparición en sociedad de la simonofobia parece ser el libro de J. Rodríguez Iturbe, Simón Bolívar y la gestación de la patria criolla, Editorial Alfa, 2022. (Véase Papel Literario, 23 de octubre de 2022). Uno de sus recensores dice que “con notable valentía José Rodríguez Iturbe nos presenta un análisis desmitificador”. Me pregunto, frente a qué se planta esa valentía, dónde está su distinción y agonía. Ni siquiera en los días de Lecuna o Mijares se jugaba nadie un lance de discordia, a lo sumo una polémica de periódico. O acaso se requiere valentía para denigrar a quien el chavismo (Estado policiaco sin pretores) ha expoliado, profanado su tumba, expuesto como emblema de sus crímenes. Reconocerle virtudes, cívicas y personales, no es posible pues eso sería conciliar con quienes se lo han apropiado, y más allá: para ellos el programa de destrucción que comenzó en 1998 estaría inspirado en un ideario bolivariano. Sería una posición cándida y hasta pueril sino supusiera todo un diagnóstico sobre el hundimiento de una nación, las culpas que hacen de un genocidio suicidio, donde ya no es posible distinguir entre víctimas y victimarios. Denuestan un bolivarianismo identificado a su medida, uno donde pueden ver reflejado un gobierno genocida que quizás apenas les disgusta y que aspiran a sacar con votos, dado que Bolívar “solo quería súbditos, no ciudadanos”, pues era un obseso del poder, “el cual nunca pensó seriamente en dejar mientras pudiera y viviera”, prosigue Rodríguez Iturbe. Ya Simón Rodríguez ridiculizaba este cargo, sospecha de simulación, cuando hace la lista de “pruebas jenerales, pruebas particulares y cuerpo del delito”, reúne todas las acusaciones posibles: “2da. que finje renunciar al poder para asegurase mejor de él; 3ra. que protestando no querer mandar, hace cuanto puede para perpetuarse en el mando”. Key Ayala nos recuerda la lista de agravios: “Aún queda un cargo por aventar. Su amor del poder. La presidencia vitalicia. La monarquía sin corona: el mismo historiador reconoce en otra parte que las cosas marchaban mal cuando se prescindía de Bolívar…” En un horizonte de reflujo para Rodriguez Iturbe el Libertador es la fuente de conflicto de unas nacionalidades empeñadas en fundar su civilismo en una devoción pacífica y desde lo que llama la intelligentsia. El civilismo mantuano es la fuente de la ruptura, pero insisten en retener sus privilegios, al punto que la familia Toro a una sola voz busca una especie de reconciliación o perdón cuando la causa parece perdida en 1815, nada digamos del Marqués de Casa León, cuya causa era el beneficio acomodaticio. Contra esta tendencia, históricamente desvaída, insurge la gestión casi instintiva de Bolívar, pensador y resguardador de la herencia del 19 de Abril. Disolución, anarquía, demagogia ahogaban la novedad, vistos en perspectiva Manifiesto de Cartagena, Decreto de Guerra a muerte y el fusilamiento de Piar son momentos de retención de lo real cuando destrucción y escepticismo arrollan. El civilismo mantuano sí resplandece desde la elocución y el prospecto, son los pensadores sin conflicto con la acción de los hombres de armas. Roscio, Miguel José Sanz, Palacio Fajardo, Revenga ya pertenecen a otro mundo, no son señores de heredades ni mayorazgos. “En el nacimiento de la república, la intelligentsia fue alérgica tanto al militarismo como al caudillismo. Puso el énfasis en el civismo y la colegialidad…”. Es una idealización, aunque resulte perversa desde su determinación: la realidad de hoy. El encarecimiento de unas tensiones morales que no existen y unos protocolos vacíos, insuficientes para incidir en el cambio político y la animación ciudadana.

No podía faltar en este resumen del fracaso bolivariano la negación de la existencia de la Segunda República. Así como los simonófobos minimizan una doctrina contenida en documentos que nos muestran a un pensador, a su vez la república no existe si no hay constituyentes ni electores, constitución ni instalación de congresos. Esa república reactiva, salida de la más dramática proeza, tiene su punto de partida en el exilio de un acosado, y se hace real con su entrada a Caracas en agosto de 1813, episodio sin el cual no habría habido continuidad ni liberación de América. Para ellos, la Segunda República nace en Angostura en 1819. La Campaña Admirable, obra del tesón y momento crucial de la emancipación americana es solo una campaña más.

Cuando empecé a ordenar las ideas de este ensayo no conocía la existencia de otro libro sobre Bolívar de José Rodríguez Iturbe. Publicado en 1973, Génesis y desarrollado de la ideología bolivariana parece obra de otro autor, o sobre otro personaje, es una indagación de la evolución del pensamiento del Libertador en consonancia con los episodios de una vida y donde la secuencia de los hechos engranan en un todo armonioso con el imaginario intelectual. Por lo demás, el libro es una investigación modélica donde fuentes y modelos teóricos ilustran de manera concluyente el período de formulación de nuestra Independencia. La descripción, valoración e inserción del personaje Bolívar en el horizonte del drama venezolano y continental se sostiene desde la unidad de una constante, definida y sustentada por el autor desde el examen de toda una categoría definida al uso, auctoritas hipostatizada. “Será Bolívar, a lo largo del primer tercio de siglo XIX, quien generando y desarrollando su ideología americanista, haciendo libre a casi todo el continente sudamericano por obra de su espada hipostatizará el nuevo poder, la nueva auctoritas y la conjunción entre ambos”. Tal vez no haya en la bibliografía venezolana otro estudio como este, donde la figura de Bolívar es explicada en su singularidad de complejo pensador y hombre de acción. Renuncio, pues, a la tentación de poner aquí otras citas y encomios. El libro probaría la hipótesis de la invención de un Bolívar ad hoc para explicar ideológicamente el chavismo, y en una especie de deconstrucción.  En el Prólogo de su libro de 2022, Rodríguez Iturbe confiesa que su perspectiva del Libertador ha variado, lo que pudiera ser solo un dato del escritor ansioso de ilustrarnos se convierte en la puesta en escena de las razones de un intelectual oportunista. “No en vano la escuela de Cambridge señala que hay que leer el texto en el contexto. Eso vale para personas y documentos estudiados; y también para quien los estudia”. El contexto sería la realidad venezolana de hoy, en este caso se elige para explicarla no tanto un antecedente como un agente asociado, prestigiado y útil para la argumentación ruidosa. Tenemos al inquisidor urgido de mostrarle a los venezolanos de dónde vienen sus males, cuál es el agente inficionador. “La tragedia que supone para Venezuela la antipatria de las últimas décadas, y la realidad personal de tener más de quince años de exilio…”  Aquí deberíamos hacer una pausa, algunas preguntas elementales salen al paso, cómo alguien exiliado por la destrucción de su país —desde economía hasta instituciones—, todo conducido desde un genocidio, va a buscar en la arqueología síntomas o razones de cuanto no corresponde sino a la defección y la irresponsabilidad de una ciudadanía y su identidad perturbada. Pero, además, elige el cadáver equivocado. El profesor nos recuerda las razones de ese exilio, son políticas, pero a estas alturas la migración venezolana  anda por los siete millones, huyen de la devastación, las restricciones políticas poco les interesa. Dice en algún lugar que esos motivos, la “antipatria” y las “razones políticas” han sido “los factores que han pesado en el esfuerzo de revisión que suponen estas páginas y en la reflexión crítica sobre nuestro accidentado y doloroso proceso de pueblo”. Lo que menos hay, o no hay, en las 567 páginas de su libro es justamente revisión y análisis del proceso de identidad y conducta de ese pueblo.

Pero se trata de todo un conjunto de libros cuya recensión colectiva corre por cuenta de Tomás Straka, historiador de la UCAB; en 2008 publica en el Boletín de la Academia Nacional de la Historia su ensayo “¿Hartos de Bolívar?. La rebelión de los historiadores contra el culto fundacional”. Allí se ocupa de emplazar cuatro libros aparecidos entre 2003 y 2007 (Pino Iturrieta, Carrera Damas, Guillermo Morón, Manuel Caballero), los considera “un hecho sin precedente en la historia republicana de Venezuela». Habla de una “rebelión” intelectual, pero pronto podemos deducir otro énfasis y la caracterización pasa a “revolución historiográfica”. Esta revolución estaría atada a la “profesionalización y modernización del oficio del historiador”, en su dimensión universitaria, se entiende; por supuesto, tenemos un contexto, este sería el avance de la democracia, a mediados del siglo XX, y en un clima de tolerancia. En relación a la función docente de esta nueva emergencia de la denuncia del culto, para Straka no es otra sino una especie de reeducación con miras a garantizar el futuro: “el de la redefinición de nuestro proyecto como país, el del modelo de democracia que en cuanto tal queremos”. Queda claro, la refundación de la sociedad y el fin del chavismo pasan por la extinción de una así llamada ideología bolivariana.

Una fuerza sublimadora moviliza los actos de Bolívar tras la muerte de su esposa, esta representaba un proyecto idealizado, se hace añicos y lo sustituye por la Emancipación, pero la egoísta felicidad conyugal es a su vez una reacción frente al dolor: la muerte de sus padres y la de su abuelo materno —la muerte de su hermano en 1811 será sólo como un recordatorio. Ramón Díaz Sánchez se ha detenido en un episodio apenas perceptible para identificar un momento crucial de naturaleza freudiana. Es cuando Bolívar en su escape de 1812 duda en Curazao: “…es psicológicamente el instante en que va a desaparecer de su psique un complejo de inferioridad documentalmente evidente, para surgir, por obra de un extremo desgarramiento, un complejo nuevo, el de la superioridad…” En la elucubración según la cual nunca pensó en dejar el poder no hay espacio para entender la transmutación de una voluntad: hacer cada vez más trascendente su realización y felicidad. Me pregunto por el sentido de un afán donde solo puede verse la fácil impunidad de una adjetivación, la insistencia en hacer de un nombre más allá del bien y el mal objeto de juicios salidos de una certificación prevista.

El chavismo sería entonces la constatación extrema de los efectos del culto bolivariano, sería su programa y genéticamente queda excusado, aquel tuvo un agitador espiritual. No se ampara en un legado, es su producto natural. El mal denunciado por los profesores se encontraba así con su apoteosis. Pero el vilipendiado no está desgajado en el tiempo, sus defectos no concluyen con él, es preciso construirle una escenografía, una que pruebe cómo él era el obstáculo. Tenemos entonces la tesis de la beatitud de la sociedad venezolana durante la segunda mitad del siglo XIX, cuya génesis sería la consumación electoral de 1834. Ya sin la presencia perturbadora de Bolívar, se entiende. El socorrido Proyecto Nacional es solo un nombre que quiere ser pomposo. Sobrestimar la sociedad de la postindependencia podría entenderse como la necesidad psíquica de conjurar el fantasma de la violencia, introducir una perspectiva donde la muerte y su marasmo pierdan su brillo. Pero cuanto se desee y se construya debería contrastarse con la dimensión de lo desplazado y la naturaleza de la gesta misma. No seré yo quien haga la lista de los imaginarios dones de ese tiempo desarticulado. A la guerra voceada de los próceres oponen una arcadia de acuerdos y convivencia racional, desde allí fluyen los ciudadanos erigiendo instituciones políticas y económicas, como esa nominalista Sociedad económica de amigos del país. La historia del período se reduce casi a una lista cronológica de los presidentes que se hicieron con el mando, pero es allí donde hay que ir a buscar la génesis de la patria moderna —dicen. Júzguese el volumen de la riqueza material y la diversidad institucional que la destrucción dimensional del chavismo ha ejecutado, y compárese con el entorno que fue impactado por la guerra de Emancipación, la Guerra Federal y la esterilidad de la gestión pública que termina en 1899. Si tal ha ocurrido hoy con una riqueza miliunanochesca y un orden reproducible, el fracaso administrativo y la Guerra Federal en una estructura de indigencia, frágil, ha debido tener un impacto concluyente. Aunque la estructura colonial sí era un orden, solo quedan hábitos instintivos y recursos manuales. Pero los otros momentos son casi puro espejismo. La herencia real de aquella sociedad magnificada puede verificarse sin polémica en los 35 años de atasco del siglo XX. La violencia liberadora de 15 años deja un escenario para ser ordenado, un terreno que ha probado ser feraz; la guerra es un proyecto terminado, exitoso. Lo por venir se dará su tiempo, como gestión cumplida, como prospecto de una nueva sociedad está abrumada de fracasos. El periodo, no obstante, florece en sus pensadores, hombres solitarios que concentran la mirada, nos dejan variedad y rigor, y sobre todo la tensión creadora de quienes se obligan a la ausencia de referencias. Desde Baralt hasta ese ansioso Luis López Méndez, tenemos una ilustración sin espacio para mostrarse y modelar. De alguna manera ocurre lo mismo con el tiempo intelectual del gomecismo: luces e interrogación en una escenografía cancelada, sin eco.

Por lo demás, el aducido culto se nutre más de lo pintoresco popular que de propaganda elaborada, más bien escasa; a su vez la rutina  escolar apenas ayuda a retener un nombre. El texto de Defensa de Bolívar (1830), de Simón Rodríguez, durante el siglo XX apenas es reproducido en tres oportunidades en Venezuela, no se conoce ninguna edición del siglo XIX: la edición de 1916, cuidada por Pedro Emilio Coll y en las Obras Completas de la Universidad Simón Rodríguez (1975), y la edición de la Presidencia de la República (1971). No parece excesivo para el culto, tres ediciones en más de 170 años. Bolívar, el caraqueño de Díaz Sánchez apenas conoce dos ediciones; El Libertador, de Augusto Mijares, populoso, cuatro (en este libro, a pesar del título, domina el fondo de las repúblicas como relato). En la Biblioteca Biográfica de El Nacional la de Bolívar corresponde al número 100, al parecer nadie estaba interesado en hacerse cargo de aquella tarea. El libro de Leopoldo Zea, cotejo programático deducido línea por línea, se publica en Venezuela trece años después, y hasta hoy es edición única. Se combate, pues, un culto arraigado en un imaginario de cierta orfandad documental, casi oral, “culto palabrero” lo llama Santiago Key Ayala y “ante los alarmados pidiendo que se entierre a Bolívar”, él invita a que “libertemos al Libertador”. “Entre la sincera admiración y el odio sincero, frente a la crítica proba y capacitada se extiende una zona de indecible chatura. Es el culto palabrero. Responde si no en el tiempo, sí en la calidad y el significado al periodo de decadencia de los ideales literarios, artísticos, políticos y religiosos”. Los enterradores que ofician desde la academia universitaria no requieren de agudas fórmulas, han debido exagerar y magnificar una feligresía y sus alegatos callejeros, digo, a fin de justificar su privilegiada posición.

En 1980, cuando se conmemoran 150 años de la muerte de Bolívar, en la UNAM se aprueba como Año de la Integración Latinoamericana para la Libertad. En ese homenaje será Leopoldo Zea quien sorprenda con una revisión de Bolívar que es actualización de un ideario. Lo propone como el anti-héroe hegeliano y acto seguido se sumerge en una hermenéutica iluminadora. Despliega toda la documentación ilustrativa de un pensamiento, consignada en textos únicos, inexistentes en el resto del procerato del continente. Simón Bolívar, integración en la libertad (1980), es un antes y después en la exposición de sus ideas, me pregunto cómo se habrá entendido nuestro quehacer académico con este libro, y si algún pudor habrán mostrado ante la promoción de un Bolívar tan distinto al que ellos han definido: ilustrado, agudo, consistente. Identidad de los pueblos, problemas del Estado y la vida pública, “los vicios de la servidumbre”, ciudadanía y gentilicio, la libertad en el orden, la herencia de los caudillos, la impugnación del federalismo; la verdadera vanidad: lo que él llama su gloria; el realismo político vs. la demagogia, conciencia de la dependencia, la dominación interna, el peso de los hábitos de la sumisión… El catálogo de conflictos e intereses intelectuales desborda el sumario, todo lo recrea Leopoldo Zea desde unos cinco documentos y un escueto conjunto de cartas: “Manifiesto de Cartagena” (1812), “Manifiesto de Carúpano” (1814), “Carta de Jamaica” (1815), “Discurso de Angostura” (1819), “Discurso al Congreso Constituyente de Bolivia” (1825).

En la etapa más degradada de nuestra vida social, cuando es imperativo dar con etiologías útiles en la explicación de un crimen pocas veces visto —la evaporación de una sociedad—, a los intelectuales no se les ocurre sino inventar un culpable a su medida. En el día de la infamia, cuando la intelligentzia venezolana debiera hacer su mejor esfuerzo para ver más allá de lo fenoménico, mirar en el abismo, encontramos el rebuscado conflicto que encubre urgencias y cuyos examinadores ventilan desde un presuntuoso rigor.

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