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Simone Veil: estadía y regreso del otro mundo

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Por NELSON RIVERA 

Todos los infiernos tienen varios círculos

Monika Sznajderman

“Judíos, patriotas, republicanos y laicos”: así resume Simone Veil (1927-2017) el espíritu predominante en las dos ramas de su familia: los Jacobs, a la que pertenecía su padre, arquitecto; los Steinmetz, a la que pertenecía su madre, estudiante de Química que dejó inconclusos sus estudios.

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Simone Annie Jacob nace el 13 de julio de 1927, en Niza. Es la menor. Le han precedido Madeleine, nacida en 1923; Denise en 1924; y Jean en 1925. Se han trasladado de París a Niza buscando clientes para el pequeño estudio de arquitectura de André Jacob. Eran familias asimiladas por generaciones. La vida se hace en un entorno laico. Son tiempos en que la secuela del caso Dreyfus -una extendida opinión que rechaza el antisemitismo- todavía está vigente.

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En 1929 el transcurrir de la familia sufre un vuelco: la crisis financiera mundial los alcanza. Se empobrecen. Van a vivir a un edificio sin calefacción ni ascensor.

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“Mamá siempre cuidaba de quienes la rodeaban. Nunca la vi hacer nada solo para sí misma”. El padre es la figura de las reglas, la disciplina. Es quien impone y vela por los “principios educativos”, y quien promueve la cultura en el seno del hogar. “Los libros revestían una enorme importancia”. Cuando Simone cumple 14 años el padre se presenta con volúmenes de Henry de Montherlant y León Tolstoi.

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Hasta la aparición del nazismo, salvo algún incidente de escasa relevancia, el antisemitismo no está presente en las vidas de esta familia. Piensa Veil que su padre no logró comprender, al principio, el peligro de lo que venía. Durante unas vacaciones, conocen a un joven filósofo, Raymond Aron, que les advierte de la gravedad del fenómeno nazi. También escuchan los testimonios de Oliver Freud (hijo de Sigmund Freud) y de Eva Freud (nieta), pero la conciencia del peligro no se activa sino de forma paulatina.

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Cuando en junio de 1940 Mussolini declara la guerra a Francia, la vida familiar se disloca. Desde finales de los años treinta vivían en un modesto edificio construido por André Jacob: en ese lugar sobrevivían a la guerra.

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En diciembre de 1941, un hermano ingeniero de André Jacob, es víctima de una redada de la Gestapo en París, que incluye a médicos, abogados y funcionarios. Milagro: lo liberaron y no fue deportado.

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Veil se pregunta por qué -como tantas otras personas- no advirtieron la magnitud del peligro. Y responde: quizás las limitaciones económicas no les daban alternativa. “A partir de 1935, vimos llegar a los refugiados alemanes y luego austríacos (…) Realmente no entendíamos lo que nos contaban. Sus historias nos parecían inverosímiles. Ya hablaban de los campos de concentración, de las familias que habían recibido una cajita con cenizas (…) Hoy en día, lo que me sigue sorprendiendo es que no se prestara mayor atención al testimonio de aquellos refugiados y que el deseo de huir, cuando aún estábamos a tiempo, no fuera más acuciante”.

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En septiembre de 1943 el mundo cambia radicalmente. Mussolini le entrega a Hitler el control de la zona. Las tropas italianas abandonan Niza. La Gestapo ocupa las instalaciones del Hotel Excelsior, en el centro histórico de la ciudad. “Entonces comenzó realmente la caza a los judíos”.

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Debían presentarse a la comisaría y registrarse. La trampa perfecta. En la documentación estampaban una J: judíos. Una familia completa, vecinos de los Jacob, que incluía a dos niñas, fue detenida. Las alarmas se encendieron, irrevocables.

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La mayor de las hermanas Jacob decide unirse a la resistencia, en la zona de Lyon. La directora del instituto avisa a la familia: han arrestado a dos alumnas judías. Simone debe quedarse en su casa. Algunos compañeros actuaban como correos: recogían los deberes, los llevan a los profesores y los traían de vuelta corregidos. Asiste a la biblioteca municipal con papeles falsos. Su hermana se marcha a vivir a casa de su profesor de química. Simone, a casa de su profesora de latín y griego. Veil recuerda la solidaridad sin interés que desplegaron miles y miles de familias francesas para proteger las vidas de niños y jóvenes judíos.

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Las detenciones se multiplican. Se aproximan. La familia se hace de una documentación falsa.

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Una tarde Simone está con dos compañeros en la calle. Paseaban: era el modo de celebrar que había finalizado el curso. Dos agentes alemanes, acompañados de una oficial rusa, los detienen. Los llevan al Excelsior. A Simone la acusan de portar documentación falsa. Entonces comete un error que la agobiará el resto de su vida: le pide a unos de sus compañeros -no judío- antes de ser liberado, que avise a su familia. La Gestapo le sigue. Esa noche toda la familia es arrestada.

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Veil reflexiona, en este punto del relato, sobre la esperanza: “Necesitábamos tener esperanza en algo. Incluso en Auschwitz-Birkenau, más allá de toda lógica, manteníamos la esperanza. Desde un punto de vista racional, lógico, por muy convencido que estés de que no vas a volver, quieres creer que todavía hay una posibilidad”.

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“Al ver a todas las personas que habían sido conducidas allí en pequeños grupos, detenidos en las calles de Niza o en sus casas, tuvimos la sensación de que la trampa se había cerrado. Estábamos entrando en la tragedia. La percibíamos, aunque no podíamos representárnosla. Nos dijeron que nos llevarían al campo de Drancy, pero no nos imaginábamos que ese campo era solo una etapa. Nuestro futuro se perfilaba paso a paso. Únicamente cuando llegamos a Drancy intuimos lo que nos esperaba después”.

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El 6 de abril de 1944 los trasladan en tren a Drancy. Van Madeleine, Jean, Yvonne -la madre- y Simone. Los Jacob se mantienen juntos, aferrados unos a otros. Durante los días pasados en Drancy, pelan verduras. La comida empeora. La noche del 12 de abril, separan a Jean. Madeleine, la madre y Simone deben prepararse para partir al día siguiente. El 13 de abril de 1944 las empujan dentro de un vagón abarrotado. No se puede respirar. Nadie puede tumbarse. Hay un balde inmundo, a la vista de todos, que los deportados deben turnarse para usar.

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En medio de aquella adversidad, la condición humana adquiere su protagonismo. Aparecen los que protegen a los más débiles. Los que pisotean a los demás. Los vuelcan su ansiedad sobre otros. Los que roban. Los que se vinculan para compartir un pedazo de pan o unas palabras de aliento. En el hacinamiento del tren, las condiciones sicológicas eran peores que las del campo. Simone insiste: la lucha de las Jacob tenía su núcleo en el propósito de mantenerse juntas.

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Dos días y medio después llegan a Auschwitz. Es de noche. Desorientados, abrumados por la intensidad de los focos, rodeados de uniformados y perros que ladran enloquecidos y muerden. Los altavoces ordenan: en filas de a cinco.

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“Entre ellos estaba Mengele, cuyo rostro jamás olvidaré” (*).

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Simone se acoge a un consejo que escuchó en el aire: dijo que tenía 18 años. A continuación separan a los hombres de las mujeres. De seguidas, a niños y ancianos. Las tres permanecen juntas. Avanzan en la oscuridad, hacia una especie de hangar vacío. Luego de la requisa, al amanecer, en fila hacia un mostrador donde les tatuaban un número en el brazo. “Habíamos sido arrancadas del mundo”. Después, desnudas a las duchas. A continuación, se les ordena vestirse con harapos infectados de parásitos. Lo siguiente: el corte del cabello. El programa de deshumanización.

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Unas mujeres preguntan a un kapo por sus familiares. El hombre gira su rostro hacia la columna de humo. “El humo es lo que queda de ellos”.

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Y el olor. El imborrable olor de los cuerpos calcinados. El olor que persigue para siempre.

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La brutalidad de la guardianas. El objetivo de desmoralizar. Las madres que habían perdido a sus hijos morían más rápido. “Estábamos petrificadas”. Los barracones. Cinco o seis mujeres por catre. Tras el recuento nocturno, se hunden en el sueño. A las cuatro o cinco de la mañana, las levantaban. A descargar vagones llenos de piedras. Cargaban sacos de cemento o piedras en angarillas sin ruedas. Si escogían piedras muy pequeñas, las golpeaban. La selección de las piedras era asunto de vida o muerte: grandes, pero no hasta el extremo de que el esfuerzo de transportarlas las dejara sin fuerza.

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Los rumores se hicieron más persistentes a partir de junio de 1944. Conversaban. Se decía: los aliados están cerca. “Muchos deportados recuerdan el papel esencial de esas conversaciones. Dicen que los mantuvo en pie”.

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“En el campo, la procedencia, la nacionalidad, las circunstancias de la detención importaban mucho (…) En Auschwitz-Birkenau, percibí la división entre judíos y no judíos, pero había otra forma de solidaridad, muy fuerte, que se basaba en la nacionalidad o el idioma”.

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Para Veil la mayor fuerza la constituía su familia. “Incluso en los momentos más difíciles permanecimos juntas, hasta que en marzo de 1945 mamá enfermó gravemente. Hasta entonces, habíamos estado juntas hora a hora, jornada a jornada. Mamá mostró una entereza, un ánimo excepcionales. Siempre estaba dispuesta a animarnos, a decirnos que sobreviviríamos, que teníamos que sobrevivir, que teníamos que aguantar”. No solo la madre, también Madeleine resistía. Ninguna de las dos se quejaba. Ninguna de las dos usaba palabras violentas. Ninguna de las dos se convertía en una carga para las demás.

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Tras la muerte de la madre, en Berger-Belsen, a Madeleine y a Simone las trasladan a unos cuarteles que habían sido abandonados por las SS húngaras. Era un centro de reagrupamiento, al que llegaban mujeres de distintos lugares, en su mayoría francesas.

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Simone cuenta un incidente, pero aclara: no participaba en peleas. No la agredían. Lo común es que la protegieran, que la ayudaran. En el campo no se debía estar solo, especialmente, a medida que la salud se deterioraba. En situaciones extremas debías contar con alguien. “Por ejemplo, entre Auschwitz y Gleiwitz, en el momento de la gran evacuación, caminamos bajo la nieve a lo largo de setenta kilómetros, con un frío terrible. Personas que estaban exhaustas se aprovechaban de la debilidad de mamá para aferrarse a ella. Dado el estado en que se hallaba, no era capaz de ayudar a nadie en absoluto, se habría desplomado a los pocos metros. También había que evitar que le robaran la poca comida que tenía. No solo no estaba en condiciones de defenderse, sino que creo que en el fondo ya no quería luchar para que le quitaran la sopa. Y en ese mundo, si no luchabas, estabas acabada. La gente pasaba por tu lado e intentaba robarte la bufanda, el abrigo o simplemente la cuchara o incluso el cuenco en que estabas comiendo. Pero aun así seguía existiendo un fuerte sentimiento de solidaridad entre nosotros. Nadie habría atacado jamás a una persona cercana”.

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Para referirse a las gendarmes, Veil usa la palabra stubowas. Eran durísimas, ásperas, iracundas, siempre al filo del próximo estallido en contra del cuerpo de las presas. Víctimas también, muchas de ellas provenían de familias que habían sido arrasadas por los nazis. Sin embargo, en medio de aquella atmósfera construida para ejercer el odio, a veces, ciertas formas de amistad aparecían de forma insospechada. Encontraban a otras mujeres que habían conocido en la escuela o en el pueblo o con las que habían coincidido en el pasado, lo que abría un resquicio para proteger, impedir el empeoramiento de las condiciones e, incluso, para preservar la vida.

(PARTE II)

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Con 16 años y medio, Veil dice que logró conservar su rostro humano. Por aquí y por allá, de forma imprevista, aparecían personas que la ayudaban. Una joven judía sobreviviente del gueto de Varsovia, tenía unos privilegios por ser arquitecta. Le regaló unos vestidos que le hacían sentir que algo de su dignidad se mantenía a flote. Una de las jefas del campo, polaca, de quien se decía que había sido prostituta, se propuso protegerla. Le informó que la enviarían a Brobeck, donde funcionaba una fábrica de Siemens, ubicada al lado de Birkenau. Veil le respondió que no podía separarse de su hermana y su madre.

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“Cuando nos trasladaron de Auschwitz a Brobeck, nos condujeron a un pequeño edificio a la salida del campo. Tuvimos que desnudarnos. Me di cuenta de que se trataba de una visita médica. Reconocí al médico que inspeccionaba a los recién llegados cuando bajaban del tren. Más tarde supe que era Mengele. Nos presentamos ante él, una tras otra. Empujó a mamá a un lado a raíz de su extrema delgadez y de las heridas mal cicatrizadas de la operación que había sufrido. Sentí una angustia terrible, pero duró poco, porque Stenia intervino inmediatamente. Le dijo a Mengele que estábamos bajo su protección personal. Insistió en que las tres juntyas fuéramos a Brobeck”. Fueron enviadas las tres, donde la alimentación era todavía más precaria, pero donde las disciplinas bestiales de las SS no existían. Llegaron a Brobeck días antes de que Simone cumpliera 17 años. Allí estuvieron entre julio de 1944 y enero de 1945.

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Al llegar a Brobeck la asignaron a la cocina. La disciplina fabril era menos severa. Había la posibilidad de moverse dentro de las instalaciones. Conoció a jóvenes que, protegidas por un médico, habían logrado escapar de los experimentos de Mengele. El día de su cumpleaños, 13 de julio, recibió de regado un pan y un trozo de salchichón que le obsequió un soldado de las SS.

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En enero de 1945, tras los inocultables avances del Ejército Rojo, comenzó la evacuación de todos los campos de Auschwitz-Birkenau. Fue entonces cuando hizo la caminata bajo la nieve, de 70 kilómetros, hasta Gleiwitz. Durante la marcha, algunos escaparon. A Simone se lo propusieron. Pero ella se negó: no podía abandonar a su madre. “Recuerdo aquellos tres días de evaluación como el Infierno de Dante”. Los caminantes que iban quedando rezagados caían extenuados en la nieve y morían, cuando no eran rematados por los SS que avanzaban en la retaguardia de la marcha. Había kapos que acosaban a los mujeres. El hambre cundía. El miedo también: “Los miembros de las SS temían más que nosotros el avance ruso. Nadie esperaba salir vivo: nosotros, porque pensábamos que los hombres de las SS nos matarían; ellos, porque pensaban que los soviéticos los matarían a su vez”.

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A continuación -seguimos en enero de 1945-, los subieron en las plataformas de un tren para el transporte de maderas: ni techo ni paredes laterales. Un viaje de ocho días, en condiciones de total indigencia. Sin abrigo, sin comida, sin agua. Al pasar frente a los suburbios de Praga, desde los balcones les lanzaban barras de pan. El tren sigue hacia Austria. Raspaban la nieve con los. cuencos para beber unas gotas de agua.

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El 25 de enero llegan al campo de Mauthausen (que era una gigantesca estructura formada por casi 100 campos; el campo donde estuvo Simon Wiesenthal), ubicado en la Alta Austria. A continuación, al campo Dora (campo que incluía una fábrica de misiles), por un día. Hasta ese momento, la mitad de los pasajeros había fallecido en el trayecto. A continuación, rumbo a Berger-Belsen. Simone no viaja sola: forma parte de un grupo de 35 mujeres que viajaban juntas desde Brodeck.

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Rallar patatas bajo presión y en condiciones de trabajo forzado. La amenazan con expulsarla de la cocina. Veil se ha preguntado si aquel trabajo no era peor que el transporte de piedras en Auschwitz-Birkenau.

 

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“En Berger-Belsen fue abriéndose paso en nosotros una certeza: tarde o temprano moriríamos. Ese pensamiento estaba en la mente de todos. Llegado cierto momento, cada uno se decía que ya no lo soportaba. Y sin embargo, aunque muchos deseaban acabar con todo, muy pocos se suicidaron”.

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No había comida. El campo estaba abarrotado. No había cómo lavarse. El tifus y la disentería se expandían sin control. Simultáneamente, mientras el tiempo parecía desbocado hacia la propia muerte, el sentimiento de que la liberación llegaría pronto también se propagaba. Pero muchos simplemente esperaban la muerte. “Percibí que así era en el caso de mamá”. Las tres se enferman. En algún momento a finales de enero o comienzos de febrero, se produjo la muerte de Yvonne Steinmetz, su madre. “Ya no teníamos conciencia de las fechas”. La hermana, cada vez más debilitada, parecía seguir el camino de la madre. Simone le hablaba: tienes que comer, tienes que resistir.

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En mayo de 1945, Simone y Madeleine fueron rescatadas y repatriadas. “Una frontera separaba a los seres humanos: estaban los que habían regresado de los campos y estaban los demás”.

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“Me sentía profundamente humillada por la curiosidad de la que yo era objeto y la duda que leía en los ojos de los demás. Esas miradas envenenaron mi regreso”.

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“La experiencia de los campos deja una huella instintiva, algo sensorial, indeleble, que es muy difícil de explicar. Durante mucho tiempo tuve miedo de entrar en una comisaría, tuve miedo de toparme con un uniforme, de cruzar una frontera. Como si yo ocultase algo”.

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A las semanas de regresar, Simone supo que había aprobado los exámenes que había cumplido el día en que fue detenida. Hizo estudios de Derecho y de Ciencias Políticas. Se casó con Antoine Veil en 1946, judío como ella y su compañero en los estudios de Ciencias Políticas. Tuvo tres hijos. Hizo una larga carrera como funcionaria del Estado francés. Trabajó en el Ministerio de Justicia. Luego fue secretaria general del Consejo de la Magistratura. Fue Ministra de Sanidad entre 1970 y 1974. Miembros del Parlamento Europeo entre 1979 y 1993. Presidenta del mismo entre 1979 y 1982. En 1993 fue designada Ministra de Asuntos Sociales, Salud y Urbanismo, cargo en el que se mantuvo hasta 1995. A partir de 1998 y hasta el 2007 fue miembro del Consejo Constitucional de Francia. En 2008 fue elegida a la Academia Francesa. Falleció en junio de 2017, a la edad de 89 años. En una ceremonia que tuvo lugar el 5 de julio de 2017, el presidente de Francia, Emanuel Macron, anunció que Simone Veil y Antoine Veil serían trasladados al Panteón de París. El traslado se realizó el 1 de julio de 2018.

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Solo queda añadir: Simone Veil venció a la muerte.

Golpes, bofetadas

Simone Veil

“Dos o tres veces me pegaron con violencia las SS a causa de la comida. Una vez cuando estábamos en Dora. Pasamos allí solo dos horas tras haber bajado de los trenes que habían cruzado Checoslovaquia, Austria y Alemania, y en los que había muerto tanta gente. Dora era un campo espantoso. A las mujeres nos habían conducido a un barracón algo aislado a la entrada del campo. Algunas francesas, al enterarse de que sus compatriotas estaban allí, vinieron a vernos con sopa. Seguramente ocupaban puestos de responsabilidad, no eran obreras que trabajaban en los túneles de Dora, y cuya tasa de mortalidad era tan elevada. Esas francesas, decía, nos trajeron sopa, y luego llegaron las SS. Al ver la sopa, una ayudante de las SS me preguntó quién nos la había dado. “No lo sé, estaba allí encima…”, le dije. Era la única respuesta posible. Así que recibí algunas bofetadas, algunos golpes, eso formaba parte de la vida en el campo.

En otra ocasión me dieron una fuerte paliza porque robé azúcar de las cocinas de las SS. La necesitaba absolutamente para mamá. Me pilló un miembro de las SS que me golpeó, pero no me quitó el azúcar, y eso era lo único que me importaba. A muchas de mis compañeras, por haberse desplomado de cansancio mientras pasaban lista, las levantaban a golpes. Nosotros tuvimos la extraordinaria fortuna de ser tres. En cualquier momento, una u otra podía ayudar a la que se tambaleaba. Sufrimos mucho por el estado de nuestra madre, pero para ella ver a sus hijas en semejante situación fue sin duda aún más doloroso”.

El olor de los cuerpos quemados

Simone Veil

“En mi caso, aquel período duró trece meses en total; en el de otros fue mucho más largo. Es algo que no puede compararse con ninguna otra cosa. Nos habían arrancado de cuajo de toda existencia normal, y yo diría que de cualquier experiencia imaginable, creíble y narrable. Vivíamos dentro de un paréntesis absoluto. Con el tiempo, en ocasiones he oído decir: “Me recuerda a los campos…”. Nada puede parecerse a los campos. A veces me asalta una imagen, una percepción sensorial. Pero nada puede parecerse a los campos. Nada. Ese horror total no se asemeja a nada que pueda leerse o acerca de lo que escribir.

Hoy en día, quien visita el emplazamiento de Auschwitz ve hierba y árboles. Los prados están cuidados, los edificios se hayan en buen estado, con una bonita pátina de color. Incluso la alambrada parece inofensiva. Uno no se da cuenta de que en cada torre de vigilancia había hombres de las SS con ametralladoras. Lo que se ve hoy allí no se parece al campo. En absoluto. De todas formas, lugares así no transmiten las sensaciones físicas. El campo era el olor de los cuerpos quemados, una chimenea cuyo humo oscurecía el cielo, barro por todas partes. Trastabillábamos en ese barro con los pies enfundados en botas de agua. En cuanto a los árboles, sólo los veíamos a lo lejos. Los hombres de las SS y los kapos no te quitaban ojo, listos para golpearte con sus porras de goma. Aquí y allá, entre los barracones, deambulaban seres que habían quedado reducidos casi a cosas. Era difícil verlos como seres humanos. Eran deportados que habían llegado a un estado de extenuación total. Los llamaban ‘musulmanes’. Aquellos esqueletos vagamente cubiertos de harapos yacían en el suelo hasta que a fuerza de golpes los obligaban a levantarse.

Volví de los campos profundamente desorientada. A muchas de mis compañeras les ocurrió lo mismo. Nos resultaba difícil hacernos entender. Habíamos regresado de otro mundo, y todo parecía, no diría que absurdo, porque éramos nosotras las que habíamos vivido en el absurdo y luchábamos por volver a un mundo normal. Ninguna comparación tiene sentido. Más que un recuerdo, es un sentimiento: el de haber pasado al otro lado del ser humano. Se llega a tal nivel de humillación que a partir de entonces todo te resulta insoportable. Sobre algunos temas se vuelves hipersensible. Alcanzamos ese nivel de humillación nada más llegar a Auschwitz-Birkenau. Estuvimos encerradas durante horas en un cuarto donde no había nada, nos lo quitaron todo, acabamos desnudas. Tuve suerte porque, por lo general, había que estar rapada. Algunas mujeres a mi alrededor lo estaban, pero yo no. Sin embargo, nos rasuraron todo el cuerpo. Nos tatuaron. Nos encerraron en una habitación que parecía una sauna. Allí permanecimos durante horas, para una supuesta desinfección. Nos sentamos en las gradas, desnudas, expuestas a los comentarios de las carceleras, a quienes una les parecía demasiado delgada, otra demasiado gorda, una tercera más o menos guapa o fea. Éramos como ganado, nos palpaban, nos escrutaban, nos manoseaban, sin dignarse a dar una explicación”.


*Amanecer en Birkenau. Simón Veil. Textos recopilados por David Teboul. Editorial Pre-Textos. España, 2022.