Papel Literario

«Silencio», el lenguaje de Dios

por El Nacional El Nacional

Por ELIZABETH ROJAS

«Rezo pero me siento perdido. Le estoy rezando al silencio»

Padre Rodrígues

En Silencio (Martin Scorsese. 2016), encontramos una extraordinaria transposición de la novela homónima (1966) del escritor japonés católico Shusaku Endo, ganadora del Premio Tanizaki , y considerada por el jurado como una de las mejores novelas del siglo XX. Y clave en dicho logro son los diversos niveles en los cuales se narran los planteamientos centrales: el de los enfrentamientos entre el occidente cristiano y el oriente budista; el de los conflictos de poder locales en ese Japón del siglo XVII −que pretende ser colonizado religiosamente por los misioneros católicos− y, muy particularmente, el del mundo interno de los personajes, o las maneras individuales, y diversas, de lidiar con los conflictos de fe −y con la vida misma− de estos tres jesuitas, el padre Ferreira (Liam Neesson), y los misioneros Padre Rodrígues (Andrew Gardfield) y Padre Garupe (Adam Driver), protagonistas de la historia. Y es aquí donde la riqueza, profundidad y fuerza de la narración da sus mayores frutos.

Scorsese, quien tardó casi 30 años años en poder completar este ambicioso proyecto −después que leyó la novela durante un viaje por tren precisamente en Japón−, nos presenta su tercer largometraje alrededor de sus temas más entrañables: la religión, el misticismo, la trascendencia, los conflictos de la fe;  los mismos que antes lo llevaron a realizar La última tentación de Cristo en 1988 y Kundun en 1997. En Silencio no nos ahorra imágenes de una crudeza enorme −mediante una fotografía impecable a cargo de Rodrigo Prieto, nominado, por segunda vez al premio Oscar por este trabajo− para ser fiel al tamaño de las atrocidades que viven los dos jesuitas que parten en una suerte de cruzada personal desde Macao al remotísimo Japón, al rescate de su respetado mentor, acusado de apostasía, y de quien no osan dudar, plenos de la candidez y verticalidad con las que emprenden este viaje.

La búsqueda de Ferreira, pieza central que motoriza la primera parte de la historia, los lleva a atravesar mares tormentosos, selvas devoradoras y padecimientos indecibles −en plena época de la persecución Kakure Kirishitan (cristianos ocultos) por la poderosa Inquisición−, que a duras penas logran soportar, convencidos de la falsedad de la acusación que pesa sobre su mentor, pero sobre todo de que esa misión fue encomendada a ellos desde las Alturas.

Con una puesta en escena que enlaza lo épico con lo intimista, este destacado realizador ítalo-americano, narra una travesía que es a la vez viaje exterior e interior, y cuya naturaleza metafísica está ya insinuada en dos espléndidas tomas cenitales. En la primera, los sacerdotes descienden por unas enormes escaleras blancas luego de haber convencido a su superior, Padre Valignano (Ciaran Hinds), de que autorizara el viaje. En la segunda, esta vez en alta mar, asistimos al horror que nos muestra la pequeñez −literal y simbólica− de estos misioneros ante la enormidad de su empresa, y del mar que amenaza con engullirlos.

Rodrígues −basado en el personaje histórico Giuseppe Chiara, jesuita italiano−, sobre quien recae el nudo central de la historia, ambicioso y empeñado en avanzar protegido por su fe, espera que Dios le responda y lo guíe, pero solo recibe los sordos golpes del silencio. Y es frente a esa terca mudez divina desde donde estos dos hombres librarán una descarnada batalla interior para seguir adelante, hasta la apostasía o hasta la muerte ¿O hay otras opciones? Rodrígues tarda en comprender la inutilidad de sus plegarias, y en su corazón nace la ponzoña de la duda. A este hombre, que llega hasta el desvarío de identificarse con la figura de Jesucristo –y la cámara nos muestra en primer plano su delirio en el espejo de agua donde ve su rostro convertido en el rostro del Hijo de Dios−, la candidez inicial se le derrumba, y el sufrimiento lo ensancha. Por su parte, su compañero, el padre Garupe, que no concibe la posibilidad de traicionar sus creencias, literaliza su misión y no aspira más que a hacer lo que puede en lo inmediato: salvar de la tortura a los cristianos japoneses, asumiendo todas las consecuencias.

Ya en la segunda parte del film, el conflicto ético se hace insoportable −también para los espectadores clavados en las butacas−, y aparece la experiencia humana en toda su plenitud: las dudas ante lo correcto y lo incorrecto; la encrucijada entre la preservación de la vida, propia y ajena, y la conducta sacrílega; la preservación de la fe que se profesa o la asimilación al mundo que se pretendió evangelizar: la apostasía, la ambigüedad o la muerte. Los tres hombres siguen caminos diferentes. Y nosotros no paramos de preguntarnos ¿qué hubiéramos hecho?

Las actuaciones son un acierto particular de esta obra. Liam Neeson ofrece la gravedad de su voz y la sobriedad de sus gestos a un personaje complejo y fascinante. Andrew Garfield penetra en la piel del Padre Rodrigues con convicción, entrega y un registro de emociones que otorgan a su interpretación belleza, densidad y gran fuerza expresiva, como las que requería su tormentoso rol. Y Adam Driver, quizás en uno de sus mejores trabajos, hipnotiza en su compromiso actoral y su particular extrañeza. Mención especial merece Issey Ogata. Estamos ante un actor que mediante recursos teatrales −su delicada manera de abanicarse, la sonrisa contrastante con su crueldad, la lentitud extrema de sus movimientos− llena de tonalidades a su siniestro personaje, el Inquisidor japonés, en la más oscura expresión del poder.

Otro plus lo encontramos en la banda sonora, a cargo de Kathryn Kluge y Kim Allen Kluge, donde está magistralmente integrada la música, los sonidos de la naturaleza −particularmente la fuerza del viento y del mar y los diálogos. Pero sobre todo, los muchos silencios que este director inserta a lo largo del largometraje: el silencio de Dios, el silencio de los católicos que callan y se ocultan, el íntimo silencio, por último, de la experiencia religiosa.

El visionado de esta obra madura y de formato clásico, con claros rasgos del llamado cine de autor, nos permite atestiguar la trasformación que ocurre en el corazón del Padre Rodrígues; ya no es el joven ingenuo que parte de su tierra natal lleno de convicciones y de fe, pero también de cierta soberbia −como otros personajes de la extensa filmografía de Scorsese y que también viven tormentos interiores−; ahora es un hombre que ha comprendido que las decisiones, aun las más terribles, las ha de tomar por sí mismo porque las respuestas no vendrán de su Padre celestial. Ha descubierto, de la manera más descarnada, la condición humana: el libre albedrío o, a la manera existencialista, que el hombre es un ser condenado a ser libre.

El film deja el final abierto a las reflexiones de cada espectador, pero no sin antes darnos pistas, a través de la figura femenina, sobre lo que realmente hay en el corazón de este sacerdote que atravesó su propia pasión, muerte y resurrección, y, finalmente, puede decir «fue en el silencio donde escuché Tu voz».

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Silencio (Estados Unidos-Taiwan-México. 2016)

Dirección: Martin Scorsese

Elenco: Andrew Garfield, Adam Driver, Liam Neeson, Tadanobu Asano, Ciarán Hinds.

Guion: Jay Cocks y Martin Scorsese, basada en la novela de Shūsaku Endō.

Fotografía: Rodrigo Prieto.

Música: Kim Allen Kluge y Kathryn Kluge.

Edición: Thelma Schoonmaker.

Diseño de producción: Dante Ferretti.

Duración: 161 minutos.