Por ÁLVARO PÉREZ CAPIELLO
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Debemos aceptar que somos visuales por naturaleza. William Shakespeare, el genio de Stratford-upon-Avon, conocido como El Bardo, escribió El mercader de Venecia entre los años 1596 y 1598. De él, diría el crítico estadounidense Harold Bloom: «La mayor originalidad de Shakespeare reside en la representación de personajes». Entre estos, Shylock, al que califica como: «Un problema permanentemente equívoco para todos». En El mercader de Venecia, el personaje Antonio es un comerciante cristiano que vive en la ciudad de Venecia, siempre preocupado por el destino de sus barcos mercantes. Su amigo Bassanio está enamorado de una hermosa joven llamada Porcia y, para poder conquistarla, deberá pedir prestado tres mil ducados a Antonio, quien, al efecto, se endeuda con el usurero Shylock. Este acepta el trato con la condición de que, si la suma no es devuelta en la fecha indicada, Antonio tendrá que dar una libra de carne de su propio cuerpo sacada de la parte más próxima al corazón.
La obra es llevada a la gran pantalla, en el año 2004, por el director, de origen indio, Michael Radford. Él se vale para tal desafío de dos grandes figuras de la actuación: Al Pacino y Jeremy Irons. El duelo épico recuerda aquel protagonizado por el mismo Irons y Robert De Niro en La Misión, otro filme de culto de 1980. El actor estadounidense Al Pacino, conocido por sus interpretaciones de personajes problemáticos e inadaptados, será el encargado de dar vida al judío Shylock. Venía Al Pacino de obtener gran popularidad en el ámbito teatral, y de dar impulso suplementario a su carrera con filmes, del tenor de: El Padrino (1972), Sérpico (1973), El Padrino II (1974) y Tarde de Perros (1975), entre otros. Compartirá roles con Jeremy Irons, investido como el mercader Antonio.
El largometraje, filmado en locaciones de Italia, Luxemburgo y Reino Unido, se estrenó en el marco del Festival Internacional de Cine de Venecia. Obtuvo críticas positivas gracias al realismo logrado a la hora de recrear las oscuras y serpenteantes callejas venecianas. No por casualidad, el diseñador Bruno Rubeo obtuvo un galardón, y la cinta recibió varias nominaciones en la categoría de Mejor Vestuario y Mejor Película en los premios BAFTA y David di Donatello, respectivamente. Sin duda, es una verdadera pieza de arte que gravita, en sus 138 minutos de rodaje, alrededor de valores trascendentales como la piedad y la justicia.
Queremos destacar en estas líneas, la adaptación realizada para la televisión, en 1980, por uno de los presentadores británicos más talentosos. Jonathan Miller, en su producción para la BBC de El mercader de Venecia, confirma la fama ya alcanzada con su comedia musical Beyond the Fringe (1962). Consigue, pues, poner sobre el tapete temas relacionados con la intolerancia religiosa y el respeto, muy trajinados en el complejo legado de Shakespeare. Menos conocidas, pero no por ello menos importantes, son las versiones para la televisión española de Estudio 1. La primera, de 1967, y la segunda, que vio la luz en 1981, contando en su repertorio con auténticas figuras, de la talla de: Luis Prendes, Ágata Lys, José María Guillén, Inma de Santis, Fernando Cebrián y Andrés Resino.
¿Cómo puede entenderse que una obra nacida de lo particular haya resistido el inexorable paso del tiempo inspirando a los cinéfilos en este maltrecho siglo XXI? Los personajes de Shakespeare, encarnan las pasiones y los vicios humanos logrando trascender el instante que los incubó para influir en las futuras generaciones, poniendo de relieve el viaje de la botella al que se refería Juan Goytisolo: «Los textos literarios son como mensajes de náufragos, misivas embotelladas y arrojadas al mar sin una idea clara acerca de su destinatario». Para quien escribe, este mensaje está tan vivo, o todavía más, que en 1600, cuando sale a la luz la obra impresa en Londres. No dudamos, ya para finalizar, que esta pieza, estructurada en cinco actos y escrita en verso y prosa, seguirá conquistando a productores y directores interesados en explorar las contradicciones éticas y morales del ser humano. En palabras del propio William Shakespeare: «No hay nada bueno o malo, el pensamiento lo hace así».