Por JOHNNY GAVLOVSKI
«Primero vinieron por los socialistas,
y yo no dije nada, porque yo no era socialista.
Luego vinieron por los sindicalistas,
y yo no dije nada, porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los judíos,
y yo no dije nada, porque yo no era judío.
Luego vinieron por mí,
y no quedó nadie para hablar por mí»
Martin Niemöller (1892-1984)
¿Quién de los que lee estas líneas ha sido alguna vez vejado? O como se dice hoy en día: ser víctima de bullying. ¿Quién de ustedes, amables lectores, ha sido llevado al extremo frente a su dignidad pisoteada? ¿Cómo se han sentido?
¿Quién no ha escuchado algún caso de este tipo?; y, seamos honestos, si el caso no nos toca directamente, ¿permanecemos impávidos ante la injusticia? Por ejemplo, ante algún chiste denigratorio contra las mujeres, los negros, los homosexuales. ¿Quién no ha escuchado el “no te molestes, es sólo un chiste”, olvidando la carga de agresión encubierta que estos —como elaboraciones de lo inconsciente— poseen?
Pero vayamos más allá: ¿por qué la reacción de distanciamiento emocional frente a la agresión al otro? Concretamente, a un miembro de una minoría o a la mujer.
Hay definitivamente un elemento arquetípico en todo esto, una idea asentada de año en año, hasta sumar la edad de la humanidad misma; que se instaura en nuestra mente colectiva. Recordemos que las minorías son el recipiente perfecto para depositar en ellas la sombra del colectivo: sea desde la dominación de razas hasta la terrible esclavitud negra; o frente al misterio de lo femenino que inquieta al hombre y, por el cual, tantas mujeres terminaron en la hoguera. Podríamos sumar a ello el tema de la homosexualidad que toca en el “macho” lo que más reprime; o lo judío como arquetipo, opuesto necesario para destacar las “virtudes” de quienes se dicen contrarios. Por ejemplo, léase la conocida matanza de Pascua en Lisboa (1506), donde a cuenta de que un miembro de la comunidad judía desmiente una manipulación religiosa usando argumentos de la física, fueron golpeadas y quemadas vivas, dos mil almas de dicha comunidad, bajo la promesa de indulgencias en el reino de los cielos, a quienes los entregarán para su condena.
Noventa años después, Shakespeare escribió El mercader de Venecia: no extrañaría que la matanza de Lisboa fuera de su conocimiento. Hay indicios —aún en estudio— de la amistad del dramaturgo con el médico judío de la reina Isabel I de España, don Rodrigo López, quién se instaló en Londres, prófugo de la Inquisición portuguesa. Dos años antes del Mercader, López caerá en una “caza de conversos” en Londres, víctima de intrigas palaciegas, por lo cual será condenado a muerte. Hecho detonante de la final huida de los judíos conversos de Inglaterra.
Shakespeare fue un maestro en el análisis del poder, y cómo este impacta a la sociedad. En sus tiempos, Christopher Marlowe tenía éxito con una obra maniquea El judío de Malta, o como la llamarían los estudiosos “un culto a la crueldad”. Quizás, bajo todas estas premisas, El mercader de Venecia haya sido una respuesta a su archirrival, en tanto destacar el otro rostro de las víctimas de la marginación social/racial. Obviamente no la podía llamar “El judío de Venecia”, dado que sería muy obvio el enfrentamiento. Sin embargo, hay un detalle que no podemos perder de vista: le colocó por subtítulo “comedia” a una obra que no lo es. Se trata de un drama, una tragedia si se quiere, atravesada por una terrible farsa. Conocedor de los géneros como William Shakespeare, ¿por qué haría esto?
Veamos la farsa y el valor político de esta. El peso recaerá sobre Porcia, una mujer sometida, “… tanto razonar no ha de servirme para elegir marido. ¡Ay de mí, qué palabra, ‘elegir’. No puedo elegir a quien me agrada ni rechazar a quien no quiero; así es como se doblega la voluntad de una hija que vive a la de un padre muerto. Nerissa, ¿no es cruel que no pueda elegir ni rechazar a nadie? (acto I)
Porcia, en su condición de mujer jamás hubiera podido presentarse ante un tribunal, menos ser oída, o sus argumentos tomados en serio porque —a la cultura de la época-vienen de un ser inferior al hombre, ergo, una mujer. Para lograr esto en pro de ayudar a su prometido, burla los designios de la diosa Temis. Porcia se disfraza. velando su femineidad, bajo el semblante de lo masculino, poniendo ante los hombres, el estereotipo aceptado.
Más allá del manido truco del travestismo, Shakespeare recurre aquí al mito del rostro de Jano: el dios invocado para ir a la guerra, aquel con dos rostros, la deidad bisagra, que por un lado “abre las puertas” y por el otro, las cierra. Y eso es lo que hace Porcia, manipula el caso de Shylock contra Antonio, de tal manera que al final, el primero —contra quien ella dirige sus argumentos— no vuelve a aparecer en la obra.
De hecho, con su farsa, Porcia miente al Dux, a los asistentes. De acuerdo a la ley, estamos frente a un juicio fraudulento. Incluso, a pesar de la inteligencia y astucia con la que Porcia asume sus argumentos legales, su sentencia bien pudiera ser interpretada como delito de peculado. Pero esto no es tomado en cuenta: el público se admira de la manipulación de la bella dama. Y ríe dándole la razón.
- “Ganó el amor, se castiga al villano”, comentó alguna vez un querido amigo con quien veía una representación de esta obra.
- ¿Cuál villano?, le pregunté
- El judío, me respondió
- ¿Tiene nombre?, inquirí
- Ese, tú sabes, todos son así, me respondió mientras seguía viendo la obra, aferrado al estereotipo, olvidando que antes de entrar en la obra él mismo hablaba con su abogado para demandar a un deudor pidiendo le “claven” los intereses de mora.
Pero veamos sobre qué se articula la amenaza contra Shylock. Por disposición del Estado veneciano, la usura era la única actividad permitida a los judíos debido a su destreza para la administración de bienes y hacer fructificar la economía nacional. Por cuestiones de seguridad, la comunidad judía debía permanecer en una zona cerrada llamada ghetto, de tal manera que allí pudieran resguardar el acuñamiento de las monedas de oro. La usura era entonces una obligación legal para la comunidad judía, avalada además por la Iglesia católica, que prohibía a los cristianos prestar dinero con intereses y así evitarles la tentación del pecado capital de la avaricia.
En la obra, Antonio tras vejar innumerables veces a Shylock, le pide un préstamo, a lo que éste responde: Señor Antonio, innumerables veces me habéis reprendido en el puente de Rialto por mis préstamos y usuras, y siempre lo he llevado con paciencia, y he doblado la cabeza, porque ya se sabe que el sufrimiento es virtud de nuestro linaje. Me has llamado infiel y perro: y todo esto sólo por tu capricho, y porque saco el jugo a mi hacienda, como es mi derecho.
Y por toda respuesta, Antonio sella su propio destino: Volveré a insultarte, a odiarte y a escupirte a la cara. Y si me prestas ese dinero, no me lo prestes como amigo. Préstalo, como quien presta a su enemigo, de quien puede vengarse a su sabor si falta al contrato.
Shylock también es claro en su respuesta: ¿y yo que quería granjear vuestra amistad, olvidando las afrentas de que me habéis colmado? Entonces aprovecha para colocar un imposible, buscando así que Antonio se retracte: Venid a casa de un escribano, donde firmaréis un recibo prometiendo que, si para tal día no habéis pagado, entregaréis en cambio una libra justa de vuestra carne, cortada por mí del sitio de vuestro cuerpo que mejor me pareciere.
Ante esto, Antonio no se amilana. Seguro de su suerte, responde: Me agrada el trato: le firmaré…
En este encuentro, Shakespeare ya anuncia todo lo que sucederá. Pero si leemos con atención encontramos detalles interesantes que le dan un peso dramático particular a la obra: en primer lugar, nos preguntamos si el nombre Shylock (que no es nombre judío) no es un juego simbólico de Shy look (mirada avergonzada, en referencia al que dobla la cabeza). En segundo lugar, éste no quiere trato con Antonio, por eso coloca, un precio tan alto como la libra de carne, esperando la negativa. Pero la prepotencia puede más que la razón, y el fatum se cierne en la voz de Antonio: préstalo como quien presta a su enemigo.
Sumemos a ello, que, en el curso de la obra, Shylock descubrirá como su hija fue seducida, burlado así, una vez más, por quienes lo desprecian. No falta quienes dicen que en su clamor no se sabe que lamenta más: si la pérdida de la hija o de sus bienes. Esto recuerda, por ejemplo, aquellos que han perdido a sus hijos deslumbrados por la droga, cuando descubren que cuando al fugarse del hogar, lo hicieron robando bienes familiares para poder seguir sufragando el consumo. A lo que hacemos referencia es como los juicios cambian, dependiendo que tanto nos golpean subjetivamente. Recordemos una vez más, que el juicio va contra un depositario donde poder proyectar lo que más rechazamos de nosotros mismos.
La pregunta milenaria es ¿qué minoría tiene derecho a la defensa?, ¿cuánto tiempo debe sostener su shy look antes de estallar? ¿Puede defenderse o, mejor dicho, hacer valer sus derechos como acto de dignidad? Derechos que por demás le confieren una “identidad existencial” al decir del crítico Leonardo Azparren (1).
Otras preguntas también surgen: y si un miembro de una minoría humillada es llevado al extremo, su contra reacción ¿será leída desde la comprensión de todo lo que le antecedió o será juzgado por una supuesta desproporción en su respuesta? Como bien dicen las escrituras: ¿y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver el tronco que está en tu propio ojo? (Lucas 6:41-45)
En última instancia, a través del monólogo de Shylock (acto III, escena I), Shakespeare hace un alegato a los derechos humanos, pasando del plural grupal a lo singular de cada caso:
“… ha afrentado mi raza y linaje, ha dado calor a mis enemigos y ha desalentado a mis amigos. Y todo ¿por qué? Porque soy judío. ¿Y el judío no tiene ojos, no tiene manos, ni órganos, ni alma, ni sentidos ni pasiones? ¿No se alimenta de los mismos manjares, no recibe las mismas heridas, no padece las mismas enfermedades y se cura con iguales medicinas, no tiene calor en verano y frío en invierno, lo mismo que el cristiano? Si le pican ¿no sangra? ¿No se ríe si le hacen cosquillas? ¿No se muere si le envenenan? Si le ofenden, ¿no trata de vengarse? Si en todo lo demás somos tan semejantes ¿por qué no hemos de parecernos en esto?
En nuestros días, el público caraqueño tuvo la ocasión de ver la versión bastante acertada de Juan Carlos Grisal en torno a la mencionada obra, bajo la objetiva dirección de José Tomás Angola. Un montaje minimalista, estéticamente sobrio; apuntando, con la dirección de arte, a una lectura simbólica de la obra.
Resta ahora a los espectadores dar respuesta a las interrogantes que Shylock plantea, por demás, de extraordinaria vigencia en nuestros días, donde la manipulación de los fake news, una vez más, burlan el culto a la olvidada diosa Justicia.
Notas
1 Azparren Giménez, L. (2022): https://www.debatesiesa.com/por-una-libra-de-carne/
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional