Papel Literario

Servidumbre del odio y de la mentira

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Por JULIO QUESADA

                                                        A mis amigos Paco Navidad y Elvira.   

En la Navidad de 1951 el periodista de Le Progrés de Lyon comenzó preguntándole a Albert Camus que si le parecía lógico comparar las palabras «odio» y «mentira» (1). Acababa de terminar la II Guerra Mundial y ya se sabían los horrores tanto de la guerra como de los campos de exterminio. El propio escritor había luchado contra el nazismo en la Resistencia francesa, poniendo su talento literario y agudeza filosófica al servicio de la libertad. Su ateísmo mediterráneo, y esto no es baladí, no le impidió, como así ocurrió con el existencialismo de Heidegger, luchar codo con codo con los cristianos que también estaban en la Resistencia. Camus le contestó: «El odio es en sí una mentira». Y, podemos constatar desde nuestros días en España, que la mentira es, en sí misma, un odio que quiere perpetuarse destruyendo la verdad de la Transición: el perdón y la posibilidad de una «patria constitucional», como, en su momento, el filósofo Jürgen Habermas defendió ante el Parlamento español. Tan solo esa respuesta de Camus me hace pensar en lo fácil que hubiera sido satanizar a los alemanes; pero, afortunadamente, se impuso la buena voluntad y «Europa», a pesar de todos sus infinitos problemas, fue posible. Se restablecieron relaciones diplomáticas entre los países que, antes, fueron enemigos como lo demuestran los millones de muertos. Ahora bien, ¿por qué en nuestra España la Guerra civil no acaba nunca?

Y es que el odio, continuaba explicándose Camus, consigue construir un muro de silencio alrededor de una parte del hombre. «Niega lo que, en cualquier hombre, merece compasión». Desde esta perspectiva filosófica el odio no es una mentira cualquiera, situacional, sino de carácter ontológico o estructural. El odio miente «esencialmente» porque miente acerca del «orden de las cosas». Este ateísmo compasivo  —que se declara desde El mito de Sísifo porque la verdad incuestionable es que Sísifo ama a la vida—  no solo se enfrentó al nazismo sino, también, y a diferencia de Jean Paul Sartre, al comunismo soviético. Estas dos mentiras basadas en el odio a la vida no hay que confundirlas con las mentiras del que miente, qué agudo análisis de la condición humana, demasiado humana, sin llegar al odio, simplemente por amor a sí mismo. A diferencia del odio cuya mentira se basa en el odio que el hombre tiene de sí mismo. Es verdad. Sísifo burla a la Muerte y se enfrenta con esos dioses porque en su ánimo, en su alma, en su espíritu, ama la vida. Si Sísifo hubiera sido un nihilista, este mito de luz contra la ley de la Nada hubiera sido impensable. Porque, atención, Sísifo no vuelve a la vida, no resucita en la tierra para vengarse, sino para hacer de la tierra y de los hombres su propio destino compasivo. Los dioses, ultrajados, se vengan castigando a los hombres a una vida sin sentido: subir la Roca y eternamente echarla a rodar para, eternamente, subirla otra vez. No es una casualidad que esta renovación del mito de Sísifo sea moderna. Hay un lapsus de tiempo entre el momento en que la Roca vuelve a caer y el momento en que Sísifo la vuelve a poner sobre sus hombros. Se trata del tiempo de la conciencia, en la que los dioses no habían pensado, y es en este tiempo en donde brota la conciencia trascendental de un hombre que, a pesar del odio y de la mentira, dice Sí a su Roca. Es al filo de la aparición de la subjetividad e intersubjetividad humana como se hace posible que la verdad del amor, la compasión, consiga llenar de sentido el pecho de un hombre. Por estas razones Camus no veía una relación lógica entre el odio y la mentira, sino un nexo «biológico».

Esto último abre el camino para una futura investigación de carácter biopolítico sobre la relación entre el odio y la mentira. Aquí y ahora podemos dejar apuntado algo importante. El pensamiento de Martin Heidegger, tal y como se desvela en su autobiografía filosófica y política de los Cuadernos negros, cuyos cuatro primeros volúmenes se publicaron en Alemania en 2014, se basa en un esencial odio a los Judíos y en una gran mentira: el hombre está «arrojado» en su destino y carece de la libertad para comenzar algo nuevo. Heidegger nunca valoró el nacimiento, la buena nueva del algo nuevo bajo el sol, sino la muerte como «cofre que guarda la nada». El axioma ontológico fundamental de Ser y Tiempo (1927), «el-ser-es-para-la-muerte», es el silogismo existencial de la radical finitud en la que el mundo, la vida, se cierra a la menor apertura de trascendentalidad. A mi juicio, esto es índice del profundo odio que Heidegger le tiene al mundo, a la vida. Tanto es así que no la quiere, no tiene voluntad de perpetuar la pluralidad del mundo que es la vida, como en Unamuno, sino que se limita a alabar la finitud histórica del Volk alemán frente a las pretensiones fenomenológicas de su maestro Husser, judío alemán, cuyo filosófico querer la vida le lleva al infinito y a la universalidad de la misma. Por estas razones su antisemitismo no fue circunstancial, sino metafísico porque señala al Judío, en línea con Werner Sombart (Los Judíos y la vida económica de 1911), como la causa del desarraigo de Occidente. Aunque Heidegger o, más bien, los acólitos heideggerianos, insistan en que el racismo del maestro no de de orden «biologicista» esto no significa que estuviera en contra del proyecto nazi de una selección racial del hombre, sino que esa selección tenía que ser «metafísica». Esta postura ante la vida y la muerte viene a agravar, aún más, el odio que se le tiene a la vida. Porque, debo insistir en ello, el odio y la mentira son, esencialmente, contra la pluralidad de la vida, todo un pleonasmo. La vida es vida porque es plural y tiende al infinito. De ahí la alegría que rebosa en la filosofía del judío heterodoxo Spinoza. Al margen de cuestiones puramente teológico-escolásticas, el buen panteísmo de Baruch de Spinoza implicaba un cortafuegos contra el odio a la vida. Y es desde este punto de vista, estimada lectora, paciente lector, desde el que les propongo situar la última contestación de Camus. Entre la mentira y el odio no hay un nexo lógico, sino biológico porque lo que está en juego es el Bios en su pureza plural e intersubjetiva.

Le pregunta al filósofo y novelista francés, de origen argelino, que si en este mundo actual, tan «exasperado» por motivos «internacionales», no será la mentira la «máscara» del odio, y si la mentira no será, acaso, una de sus armas más pérfidas y peligrosas. Antes de comentar la respuesta de Camus es muy conveniente recordar, justamente en un libro que quisiera ser poético, que este joven «pies negros» cursó la licenciatura de Filosofía y que se licenció con una Tesis muy singular para su existencialismo (2). Camus estudió las conexiones entre la metafísica cristiana, especialmente san Agustín, y la filosofía griega de Plotino. Nos interesa señalar que la teoría metafísica del Amor de san Agustín, que también influirá en Unamuno, se resume en este axioma de vida. Volo: ut sic. Amo: quiero que seas. El amor a la vida no puede ser, pues, una mentira o falsificación de la vida, de lo que existe, sino su compromiso con ella. Frente a la mentira como la verdad del odio, ahí tenemos al amor como la verdad de la existencia del otro hombre y de la otra mujer. Creación por amor de una pluralidad que es real e inagotable en sí misma. Y, aunque parezca una antinomia propia del «ateísmo humanista» de Camus, pienso que la clave camusiana de este vitalismo reflexivo y crítico de Sísifo está, a diferencia del Nietzsche que se postula y magnífica como anti-Cristo, en la compasión que hay en el mundo. No se trata de un mero psicologismo, sino de una determinada posición en el mundo: la vida carece, como pretende la mentira del odio, de una intencionalidad hostil.

Y por las razones aducidas Camus contestó así: «El odio no puede adoptar otra máscara , no puede privarse de esa arma. No se puede odiar sin mentir». Desde un punto de vista lo inverso de lo anterior aún tiene más profundidad y alcance para la polis: «Y, a la inversa, no se puede decir la verdad sin reemplazar el odio por la comprensión». Esto no significa que tengamos que ser «neutrales» y vivir en la mentira de una equidistancia entre el verdugo y la víctima, sino que hay que comprender para escribirle una carta a un soldado alemán. ¿Por qué?: porque  —para Camus— «la amistad es la ciencia de los hombres libres»  —tal y como dijo en aquella conferencia al finalizar la guerra (3)—. A este respecto, les animo, les «invito», como diría el maestro Fernando Savater, a la ética que aún puede haber en un corazón nazi como el del capitán Wilm Hosenfeld, destinado en Varsovia en 1940, quien al escuchar al «juden» (Wladyslaw Szpelman: judío polaco) interpretar a Chopin se conmovió de tal forma que lo ocultó y le llevó comida envuelta en papel de periódico durante un mes. Lo pueden ver en la película de Roman Polanski El pianista (2002). Cine sobre el Holocausto basado en hechos reales. Tan reales y verdaderos (sin mentiras) como lo que el propio Hosenfeld estampó en su Diario: «¿Será que el diablo ha tomado forma humana? Nos hemos llenado de una vergüenza inexpugnable, de una maldad imborrable. No merecemos misericordia. Todos somos culpables. Me avergüenzo de caminar por la ciudad. Cualquier polaco tiene el derecho de escupirnos a la cara». En este Diario se pone de manifiesto cómo su entrada en el partido nazi, en 1953, se fue, poco a poco, convirtiendo en un problema. Era un soldado de infantería y, también, católico; por lo que no es de extrañar, datos comprobados históricamente, que ayudara a tantos judíos y polacos a salvar la vida. Compárese con los Cuadernos negros de Heidegger (4).

«Un noventa por ciento de los periódicos, en el mundo de hoy, siguió afirmando Camus, mienten más o menos. Y es porque son, en diferentes grados, portavoces del odio y la ceguera». Mientras más se odia, más se miente. Hoy, podemos añadir, como ayer. La máscara del odio es la mentira. Pero no se trata de una máscara entre otras, sino de la que le corresponde por su naturaleza ontológica ya que falsea la vida, la derrota y aniquila. Por eso el rostro del odio no puede adoptar otra máscara; una permanente mentira  que, como cáncer que es, infecta todo lo que toca. La mentira es la mejor arma del odio.

¿Nunca se había odiado como en el siglo XX?  —sigue preguntando el periodista—. Y Camus responde que, desde luego, el siglo XX no ha inventado el odio. Pero sí que este odio  —y su mentira— tienen un rasgo especial. En este momento de la entrevista Camus desvela, aunque no de forma explícita, una contundente crítica a la filosofía del positivismo y de un cientificismo que habría hecho del legado del giro copernicano, que abrió nuestro Universo a lo Infinito, un dogma de consecuencias trágicas para el propio hombre: «Las cualidades primarias del mundo son aquellas que se pueden pesar, medir y contar» (Galileo). El «odio frío, maridado con las matemáticas y los grandes números» es, según este hombre rebelde, el sello, la impronta, que acuña el odio y la mentira del siglo XX. Nos sigue recordando que entre 1922 y 1947 murieron 70 millones de europeos, también mujeres y niños. Y, de ahí, su crítica al «humanismo». ¿En qué se ha convertido «la tierra del humanismo»?: «desarraigo», «deportación» y «asesinatos». Esta veracidad del escritor, rebelde contra todos los pesebres de la verdad, le hizo llegar a la conclusión de que tenemos que seguir hablando, frente a la amenaza del silencio, bien con el gesto o el dedo en la boca, de «la innoble Europa».

Si nos preguntáramos acerca del «privilegio» de la mentira, podríamos y deberíamos reactualizar estas palabras de 1951: ninguna virtud puede aliarse con la mentira sin perecer ella misma. Camus ama tanto la vida y desprecia tanto el odio y su mentira, a tanto llega, pese a todo, su amor y confianza en el ser humano que traza esta profecía: el privilegio de la mentira consiste en hundir al que vive de ella. ¿Qué hubiera dicho, pues, ante la caída de la URSS y del Muro de Berlín? Pero, ay, los Muros siguen construyéndose; ahora no con ladrillos y alambres de púas, ni con el maridaje de las matemáticas, sino haciendo de la historia el argumento del odio que no cesa. Del odio frío al odio de los derechos históricos. ¿Hay alguna vacuna contra esta pandemia? Esta rebeldía no solo se enfrenta a «los servidores de Dios» sino, también, a «los amantes del hombre». Obviamente critica a estos servidores de la mentira teológica consistente en negar, u ocultar, con tan profundas como superficiales retóricas, la realidad del mal en el mundo. Esto forma parte, cómo no, de esa innoble Europa que ya no piensa porque cambió el daimon de Sócrates, la conciencia moral contra ti mismo despierto, en medio del insomnio, lo cambió por la comodidad que dan los clichés como forma, qué duda cabe, de dormir a piernas sueltas. Y mucho antes de la debacle de la mentira comunista, basada en el odio del proletariado a toda política que no fuera la de la dictadura del proletariado, Camus reaccionó como pocos intelectuales de izquierda contra lo que, posteriormente, se denominaría la Escolástica soviética. El capítulo de El hombre rebelde dedicado al «Terror racional» del Estado comunista, que ha ocupado el hueco dejado por Dios, es magnífico y nos retrata en blanco y negro en qué consistió el odio y la mentira de estos amantes del hombre. Hay, pues, una aristocracia en la rebeldía contra la mentira: no mentir. Una mentira, en relación con la justicia, es, afirmaba Camus, no llamar «mínimo vital» a lo que casi no llega para mantener a una familia de perros. Pero también es una mentira denominar «emancipación del proletariado» a lo que conlleva la dictadura del proletariado: la absoluta supresión de todas las ventajas que han ido obteniendo los trabajadores desde unos 100 años. Otra mentira —esta en relación con la libertad— consiste en pensar que ser uno libre es lo mismo que decir lo que a uno le dé la gana. Esta libertad, ayer como hoy, es propia de la «prensa amarilla». También es una mentira, y esto le costó su amistad con Sartre, defender la instauración de una dictadura «en nombre de una futura libertad». Terminando este bloque de respuesta con una frase que nos sigue alcanzando y desnudando: «Allá donde la mentira prolifera, la tiranía se anuncia o se perpetúa».

En el último tramo de esta entrevista Camus recuperó, de forma crítica, El mito de Sísifo. Fue el propio periodista quien le recordó un pasaje de este ensayo filosófico de 1942 que dice así: «Sólo hay una acción útil, la que reharía al hombre y a la tierra. Yo no reharé nunca a los hombres. Pero hay que hacer <<como si>>». Me imagino a Camus, cigarro tras cigarro, rumiando una respuesta para la segunda mitad del siglo XX. Y a mí no me defrauda. «Yo era entonces más pesimista que ahora». ¿Y a qué obedece este ensayo de autocrítica?… Esto afecta tanto a mi persona como a mis escritos. Cuando leí, por primeras veces, El mito de Sísifo yo sentía un profundo odio a la religión como opio del pueblo. Creer en la trascendencia, creer en lo que no se podía pesar, medir ni contar, me/nos parecía de extrema derecha. Aquellas lecturas juveniles de Camus me llevaron a un ateísmo filosófico: Ateísmo difícil. Ahora quiero decir que estaba muy equivocado. Yo era una contradicción andante. ¡¿Cómo se puede ser ateo habiendo nacido en Málaga?!… Pero si yo quería mucho a la gente y a esta bella y hospitalaria esquina del Mediterráneo con El Perchel. ¿Cómo se puede tener mala leche (=odio y mentira) en esta ciudad de luz y de tan buena sombra? Es que yo, en aquella época, veía el mundo con los ojos de la filosofía alemana. Hago mía la respuesta de Camus: «Es cierto que [ya] no reharemos a los hombres. Pero tampoco los rebajaremos». Esto quiere decir que [ahora] el significado del mito de Sísifo ha pasado de una orientación ontológica que me llevó a postular «la finalidad sin fin», a una neta orientación moral. Sin mentiras ni odio quiere decir sin tregua. Y es que la condición espiritual de lo humano, sin falsos humanismos, es saber y hacer nuestro el conocimiento, toda una virtud, de que ni el odio ni la mentira nos van a dar una tregua. Es más, la tregua es que no hay tregua. Y esta verdad es lo que tenemos que construir para vivir en paz. Sin tregua: perpetuamente hacia la paz perpetua (Kant). Esa construcción a la que se refería nuestro escritor tiene dos referencias: el amor y la inteligencia. No son algo ya dados de una vez por todo, tenemos que ir construyendo el amor y la inteligencia. Ahí está, ahora, la acción útil y verdadera y esta nobleza del espíritu, esta excelencia, es lo que separa al Camus pesimista, cerrado en su propio pesimismo, y este de 1951. Y como no hay tregua, se impone la tranquila serenidad ante el agobio y acorralamiento al que nos somete la mentira. Tranquilidad y voluntad irreductible de luchar contra la servidumbre del odio y la mentira: «y las puertas se abrirán».


*Instituto de Filosofía, Universidad Veracruzana.