Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA
I.
Estoy intentando recordar la primera vez que vi a Sergio y no hallo un lugar o una imagen que sea precisa, determinante. Puede haber sido en casa de un amigo común, en alguna charla o conferencia, en una librería. ¿Nos habremos tomado un café en el Arábiga? ¿O acaso una cerveza en el “Chino” de Los Palos Grandes? Alguien me habrá hablado de él (posiblemente Diómedes Cordero), ¿o quizás de mí a él?, porque en el primer intercambio no hizo falta que nos presentáramos: todo fluía como si ya supiéramos el uno del otro. Pero no encuentro el escenario, o los temas que nos eran comunes. Veo su cara, su corte al rape, sus anteojos gruesos, una franela de color poco pronunciado, pero no las palabras, las ideas, el hilo de la conversación. El tono de sus palabras nunca fue grandilocuente: hablaba, digamos, desde un país neutral, con ideas propias, siempre atento al discurso del interlocutor. Con mayor claridad, creo, veo la llegada de Graciela Montaldo, su compañera y esposa, que ya para entonces era una referencia de la crítica literaria hispanoamericana. El departamento correspondiente de la Universidad Simón Bolívar la esperaba con los brazos abiertos: indudablemente, era un importante refuerzo para apalancar los estudios de doctorado, que seguían a los de maestría en una universidad de clara vocación científica y tecnológica. Lo que en un principio sólo fueron materias llamadas Lenguaje I o Lenguaje III, que se injertaban entre derivadas e integrales, a lo largo de los años terminó siendo uno de los departamentos de estudios superiores en literatura hispanoamericana más distinguidos del país. Si Graciela hizo del Valle de Sartenejas su primera morada, la de Sergio habrá que buscarla en Santa Mónica, en las oficinas de la revista Nueva Sociedad, donde empezó a trabajar como redactor y corrector gracias a la experiencia que ya traía desde su natal Buenos Aires, donde ya trabajaba con el mismo grupo. Saberse en tránsito desde el cono sur a los tristes trópicos quizás lo hayan convencido de que cualquier ayuda o contacto serían beneficiosos en la nueva realidad. Pero vuelvo a la primera impresión para convencerme de que no cuento con la chispa del inicio, con la imagen inaugural, con la palabra que nos pudo anudar en una inédita conversación. Lo que tengo, insisto, lo que preservo, es mezcla de instantes, superposición de imágenes, fundición de tiempos, y eso me permite ver a muchos Sergios a la vez, el que conozco y el imaginario, el que recuerdo y el que desearía recordar, el real y el ficticio. Y todos esos valen, viven, respiran, están presentes, porque si algo definía a Sergio es la multiplicidad, esto es, las variables maneras de ser siempre el mismo.
II.
Sergio se radicó en Venezuela de 1990 a 2005: a sus 66 años representó casi la cuarta parte de su vida. Este país lo recorrió como pudo, admirando siempre tanto el paisaje natural como el humano. Eran largas jornadas viajeras, sobre todo hacia los Andes, donde la mirada se volvía virginal: todo lo que veía lo hacía por primera vez. En Caracas su primer hogar lo halló en la urbanización Santa Eduvigis, y más específicamente en un edificio que daba hacia la avenida Rómulo Gallegos (tener al gran novelista como padrino no ha debido ser poca cosa: como mínima señal, la ratificación del oficio en un nuevo contexto de vida). Desde un cuarto o quinto piso, ese balcón hacía posible divisar más allá el Parque del Este, es decir, un adelanto de la cornucopia tropical que luego se haría vasta e inabarcable. Varias veces estuve cenando en ese apartamento y lo que sentía o imaginaba era la respiración honda de ese silente cuerpo vegetal: bucares, araguaneyes y apamates construirían una cromática espina vertebral. Ese barrio de cuadrículas, quintas cincuentonas, paseantes ocasionales y torrentes vertiginosos cuando llovía, le fueron ofreciendo a Sergio las primeras cercanías o amistades: Victoria de Stefano a pocas cuadras, Salvador Garmendia en una segunda instancia, Rafael Castillo Zapata también amigo de Graciela. Pero luego vendrían más, porque el círculo se abría. En 1991, cuando desde Mérida se convoca por primera vez la Bienal Picón Salas, ya Sergio sería un invitado permanente. ¿Cómo habría logrado la conexión andina? Tiendo a pensar que más bien se la debemos a Diómedes Cordero, para entonces un lector voraz de narrativa argentina: Sergio no debe de haberle parecido extraño, sino más bien un aliciente para conocer a más autores sureños. Quien recuerde el paso sucesivo de escritores como Juan José Saer, César Aira o Alan Pauls por la meseta merideña hallará sugerencias de Sergio que los organizadores acataron con resultados memorables. Lo estoy viendo ahora, por ejemplo, acompañando a Saer por uno de corredores del Prado Río, haciendo las veces de lazarillo. Pese a su grandeza, Saer me pareció muy tímido, más bien introvertido; le costaba entablar un hilo de conversación con los que se acercaban por pura admiración, y más bien buscaba a Sergio como quien busca un refugio de intimidad. Hablaban interminablemente, y yo sospechaba que Sergio le traducía al maestro ese mundo montañoso que desconocía. En otro episodio de la Bienal, recuerdo una peregrinación hacia el Valle de San Javier en busca de una pizzería. La idea había sido de Ednodio Quintero, otro gran amigo de Sergio, que la exaltaba como un templo para complacer el paladar. La casa parecía de piedras, los cipreses se doblaban al compás del viento, la leña del horno cóncavo crujía. Sergio celebraba con discreción ese remanso cuasi neblinoso, los ojos inquietos, el verdor que se hacía musgo entre las grietas, la conversación entre escritores que comulgaban con las mismas lecturas. Por momentos sólo silencio, mirar a la lejanía, sorber una cerveza fría, compartir alguna anécdota de la respectiva Bienal. Eso también valía: ir hacia dentro, sin necesidad de hablar, pero sintiendo que la compañía era viva, que estaba entre pares, que la mudez nutría tanto como la palabra compartida.
III.
Cuando Sergio se radica en Caracas, ya había publicado sus dos primeras novelas en Buenos Aires: Lenta biografía y Moral, ambas en 1990. La secuencia que viene después no nos permite saber si sus siguientes novelas fueron “concebidas” en Venezuela o incluso escritas. Más difícil sería determinar si hubo en alguna de ellas un caso de referente propiamente venezolano, pues más que fabular, bien lo sabemos, la prosa narrativa de Sergio era indagatoria: más cercana del pensamiento y menos de la anécdota. En todo caso, las obras que coinciden con su estancia caraqueña serían las siguientes: El aire (1992), Cinco (1996), El llamado de la especie (1997), Los planetas (1999), Boca de lobo (2000) y Los incompletos (2004). Se trata de seis novelas, inscritas en ese ciclo de tres lustros, que, de alguna manera, conforman un estadio de medianía, de madurez, desprendidas ya de su fase bonaerense, vamos a creer que primeriza, y puente de acceso a lo que terminó siendo su ciclo de cierre, esto es, el epílogo neoyorquino, conformado por los títulos Mis dos mundos (2008), La experiencia dramática (2012) y Teoría del ascensor (2016). Dejo por fuera, a propósito, el caso de Baroni: un viaje, que, si bien se publica en 2007, me atrevería a asegurar que sí fue escrita en la estancia caraqueña, o también tras la conexión andina que implicó muchos viajes terrestres, todos necesariamente hechos antes de 2005. Recordemos que el nombre de Rafaela Baroni, en el campo de la cultura popular, destaca a una artista trujillana fluida en la pintura y, sobre todo, en el arte de la talla. En qué momento la habrá conocido Sergio es un misterio, pero sí recuerdo las pesquisas que hizo en publicaciones de la Fundación Bigott para hacerse un mapa mental de la talla popular venezolana. Muy pronto, creo, Graciela y Sergio se hicieron coleccionistas, no con sentido de abundancia, pero sí con un criterio de selección admirable. Las tallas que comencé a ver en el apartamento de Santa Eduvigis, como convidados rectilíneos que espiaban la escena humana, las volví a ver ampliadas en el apartamento de Nueva York, en ocasión de la última vez que estuvimos juntos. Esos seres humanoides, me digo, lo acompañaron hasta el final. Vuelvo a leer las descripciones de las tallas que Sergio desarrolla en Baroni: un viaje y me digo: nadie entre nosotros, ningún escritor venezolano, ha escrito algo así, con tanta delicadeza o sentido de penetración. ¿Por qué un referente que podría haber sido nuestro lo pasamos por alto y tiene que venir un escritor visitante a mostrarnos un ángulo, a cumplir una tarea, que nadie ha sentido como encomienda? Supe luego que el descubrimiento de la Baroni se convirtió en verdadera amistad: los encuentros en Caracas o Isnotú, las llamadas telefónicas, hermanaban al escritor con su personaje. Tanta cercanía supongo que también le permitió presenciar un acto muy íntimo de Rafaela que, en claves de arte contemporáneo, vendría a ser un verdadero performance: me refiero a la representación de su muerte, en la que Rafaela se enterraba a sí misma. Hacia la primera década del siglo pude ver ese acto en los espacios abiertos del Museo de Petare, y en el recuerdo revivo la solemnidad y el silencio de los espectadores. Sospecho que seguramente Sergio también lo presenció, ahondando en la extrañeza del significativo ritual.
IV.
Insisto en la palabra viaje (¿transformación, cambio de estado?) para intuir en la obra de Sergio una probable veta de su poética: no la quietud, no lo que se siembra, sino lo que cambia continuamente. Por ejemplo: cómo pudo, ante un José Gregorio tallado por Rafaela, decir cada vez cosas distintas. O mejor: cómo referirse siempre a los pájaros que la artista adosaba a un ángel robusto en claves variables. Llega un momento en que la narración se suspende para que el pensamiento irrumpa como una columna vertebral. O dicho en palabras del propio Sergio: “La ficción como escenario de la narración no me gusta; me suena pretenciosa. Prefiero una voz más baja, digamos lo dado, como requisito para el relato. Ahí se presentaría una imaginación más hospitalaria a registros distintos a la ficción. No escribir la ficción sino escribir sobre el significado de lo que esa ficción está contando. Tomar la ficción como objeto y no como principio”.
V.
Una de las citas más memorables de la Bienal Picón Salas, fue aquella en la que se les solicitó a todos los narradores invitados la lectura de una ars poetica. Todos estábamos estimulados, ¿o más bien aguijoneados?, a hablar de lo que nunca se habla, porque muchas veces la escritura es más terreno de la inconciencia que flujo consciente. El esfuerzo colectivo fue notable y constituye un documento invalorable para cualquier estudioso del tema. Pocos meses después, en una edición marabina, Miguel Ángel Campos logró una compilación de todas las intervenciones. Releo la de Sergio y es como si lo estuviera viendo, oyendo, palabra tras palabra. Los ojos recorren las líneas y luego se elevan para no abandonar a los asistentes. ¿No fue acaso una de las intervenciones más impresionantes? Con voz cadenciosa, tono neutral, breves pausas, Sergio postulaba que la narrativa que le interesaba no es la que cuenta una historia, la que describe una escena, la que propicia una respuesta sentimental. Frente a todo esto, Sergio se sentía lejano, quizás porque ya llevamos siglos en esa empresa que tantas obras nos ha legado. Contar por contar, le resultaba un acto de repetición: espejos (¿narcisos?) donde nos seguimos viendo. Más le interesaba la narrativa como reflexión, como reflejo del pensamiento, como indagación de la escritura. Su poética no era fácilmente compartible, ciertamente, pero era la que sostenía con una convicción inquebrantable. Indagar sobre lo que se narra, por qué se narra, qué ganamos y qué perdemos al narrar. O mejor dicho con las propias palabras de Sergio: “La experiencia puede ser algo efímero: desde aquello que se presiente sin concretarse hasta la idea de trance, que transmite un sentido de intensificación obtenida a cambio de tiempo. Me gustan esas palabras: experiencia, trance, porque remiten a cosas que no son necesariamente hechos, escenas o acciones”.
VI.
2005 marca su despedida de Venezuela. Es cierto que la invitación a ingresar como profesora en la Universidad de Columbia, con la que se distinguía la labor docente de Graciela, determinó la mudanza de la pareja. Recuerdo que, en esos años previos, cuando nos tomábamos un café, Sergio se mostraba muy preocupado sobre la deriva venezolana. Los ecos de las dictaduras argentinas, de las desapariciones, de las torturas, gravitaban como eventuales escenarios. El temor que él abrigaba, no lo terminábamos de ver nosotros. Le dolía pensar que el país que le dio albergue, lleno de amigos permanentes, se fuera al abismo. Esa preocupación la seguía teniendo desde Nueva York, al punto de estar siempre pendiente de todos. Creo que sentía una especie de impotencia por no poder ayudar más. La amistad pasó a otra fase, porque ahora el protagonismo era el de las cartas o los correos electrónicos: si sabíamos siempre el uno del otro, era gracias a ese andamiaje. Quizás sin proponérselo, como si fuese una nueva empresa, Sergio se convirtió en el mejor anfitrión para los escritores venezolanos que lograban peregrinar hasta Nueva York, ya sea invitados o como estudiantes becados. Muy pronto, además, se hizo profesor de la Maestría de Escritura Creativa que promovía la Universidad de Nueva York: allí fueron más recurrentes los intercambios con los que terminarían siendo jóvenes escritores.
VII.
La última vez que nos vimos fue, precisamente, en Nueva York. Mi estancia era corta y, para asegurar el encuentro, lo fijamos con mucha anticipación. La idea era encontrarnos en el apartamento de Graciela y Sergio (que seguía resguardando tallas inolvidables) para tomarnos un aperitivo, y de allí caminar unas cuadras hasta un restaurante que ha podido ser griego o italiano. Desde un hotelito en la calle 50, Nela y yo tomamos un autobús y luego caminamos más de la cuenta: era la primera vez, creo, que usaba la herramienta googlemaps para llegar a un destino. El autobús nos dejó en la parada prevista: estábamos cerca, sí, linealmente hablando, del apartamento de Sergio, pero entre un punto y otro mediaban unas cuadras que no reconocíamos, varias escalinatas y unas colinas chatas. El barrio, sin duda, era Harlem, y me costó encontrar a un vecino que me ofreciera alguna pista certera. Finalmente una abuela semiabrigada, con un nieto que no soltaba de la mano, nos señaló la primera escalinata; luego vendría una segunda, y para colmo una tercera. Al llegar a una explanada, el ambiente cambiaba: residencias alineadas y árboles que comenzaban a mostrarsu follaje. ¿Estaríamos en primavera? Es lo que aseguraría recreando la escena a la distancia de una década o más. El apartamento de Graciela y Sergio era luminoso, desde el balcón se podía divisar el campus de Columbia. En una esquina estaba el primer grupo de tallas (todas mirándonos), y en otra el segundo. Como árboles en selva tupida, las tallas descollaban, peleando entre sí, para ver cuál de ellas recibía el primer rayo de sol. El encuentro con los amigos fue muy grato, animado; nos tomamos los aperitivos; bajamos luego y caminamos unas tres cuadras. No recuerdo qué comimos, pero sí el rostro de un mesonero, con un mostachón inabarcable. Sergio preguntaba mucho por los amigos, y yo intentaba hacerle una relación de cada uno. Nombres y libros se sucedían hasta colmar la curiosidad.
VIII.
Vuelvo a pensar en ese último encuentro y me pregunto por qué fue tan difícil llegar al lugar de destino, por qué nos perdimos y nos costó reconocer las sendas que nos llevarían a un brindis. Es una pérdida que se ensancha con el tiempo, que me hace pensar en la trama borgiana: allí estábamos repasando una escena ya escrita. Curiosamente, años después, Sergio estuvo invitado a la Feria del Libro de Las Palmas y me escribió para encontrarnos en Canarias, que es donde ahora vivo, pero a la vez, en esas mismas fechas, yo recibía una invitación de la Universidad de Nueva York. Es decir, él viniendo a mi encuentro y yo yendo al suyo. Ese hipotético enlace, pienso, no se dio porque fue el anterior el que estaba consignado, con todo y sus extravíos previos. Es como si el destino dudara en poner su huella de fatalidad en una esquina u otra, pero al decidirse la guillotina es exacta. Sergio tuvo la hidalguía, el gesto fraterno, de no hablar de su desaparición, de no inmutar a sus amigos con desgracias ajenas: salvaba la amistad de requiebros, preservando así la luminosidad, que es lo que nos nutre y enriquece, porque lo demás, el sin sentido, qué nos aporta: pues absolutamente nada. En esa línea de firmeza y claridad, también es bueno recordar de qué manera valoraba el oficio que lo sostuvo hasta el último soplo: “La escritura es una atribución de significados, puede tener distintos grados de transparencia”. Y para rematar y emparejarla con la vida: “También la escritura es una escena”.