La piedad
Alberto Barrera Tyszka
Hace tiempo, en uno de los programas de televisión que conducía Antonio López Ortega en el canal cultural, dije que deseaba que mis hijas estudiaran la historia según Cabrujas y no según la versión del Ministerio de Educación. Me refería a una lúcida entrevista que —en los avatares del inicio de la etapa perecista— José Ignacio le concedió a la Copre, y que se tituló “El estado del disimulo”. En ese texto, para mí, se fragua lo más lúcido e importante que se ha dicho sobre todo lo que tenga que ver con términos como identidad. País, patria… y los demás etcéteras posibles. Ahí reside la genialidad de Cabrujas: convertir una entrevista o una columna en una parte intachable del verdadero patrimonio nacional. La secreta batalla contra cualquier solemnidad. El estornudo de la inteligencia sobre la negligente mesa del burócrata.
Diez años atrás, gracias a ese fascinante invento cotidiano de la conspiración que ejerce Ibsen Martínez, nos reunimos los tres en casa de José Ignacio. Tuve, entonces, el chance de decirle que él representaba la oportunidad de demostrar un proyecto intelectual distinto a la bobería medinista, al simplón y ascéptico figurín de Uslar Pietri hablando de los fenicios y emblematizando al pobre Vivaldi con sus cuatro estaciones. Cabrujas me miró y sonrió. Casi con piedad.
Lucidez pura
Colette Capriles
Quizás lo más impresionante era esa voz de profundidades abisales, tallada a fuerza de Stanislavski, con toda la voluntad de ser otra cosa que lo que el destino podía trazarle en la plaza Pérez Bonalde de Catia.
Él procedió a construirse una voz. A construirse, cartesiano, una conciencia que parecía amplificar lo que para los demás era una fugaz y casi imperceptible intuición. Comenzaba a desbordarse, a inundar, a ahogarlo a uno de pura lucidez. El detallito crucial, el detalle cabrujiano aparecía como en cinemascope y uno sentía que la pobre conciencita de bolsillo que le tocó a uno es sencillamente miserable.
El abominable título de Maestro era quizás la señal de las angustias que causaban esos desbordamientos. La plebe clama por sus profetas, por sus notables. Muchos quisieron ver en la suya una conciencia universal, sabia, heroica, marmórea.
Pero ésa era la conciencia concreta, específica e irremplazable de Cabrujas. No la del inmaculado prócer y maestro que todo anhelamos para que nos susurre, antes de dormir, las líneas de buena conducta, sino la de un tipo lleno de pasiones cuya rotunda humanidad difícilmente podría caber en los estilizados moldes de los prohombres locales y las glorias patrias. La de un tipo que hacía lo que nadie hace en este país: formarse opinión, decir lo que le parece, crear su propia enciclopedia según su real gana en la que aparecen juntos Maupassant y Albertico Limonta, Valle Inclán y Paulina Gamus, los Tiburones y Verdi. Supo ser, constituirse en un sujeto que piensa y que sabe qué piensa. Un tipo, pues.
Pero la conciencia es una especie de secuela de la vida. Es efecto secundario, derivación gratuita. La conciencia que llegó a ser Cabrujas es un regalo. Y eso es lo horrible: que podemos seguir viviendo sin esa conciencia. ¿Pero eso es vida?
La voz
María Cristina Lozada
“Ese día supe que algo de ti se me escapaba, que, viejos amigos, todavía reservamos asombros. Ese día pensé también que alguna vez compartí contigo Tío Vania y que después de tantos años, guardo en mi memoria tu rostro…”.
Me hablaba José Ignacio del silencio de Vania. Hoy ese silencio es dolor. Prefiero recordar su voz, cuando en el Aula Magna de la UCV nos asombró con su musicalidad en el maravilloso Míster Pitchum de la Ópera de Tres Centavos.
Después siempre dije que José Ignacio no hablaba, sino sonaba. A veces no entendíamos las palabras, o la tos lo detenía. Pero el sentimiento y la emoción de su verbo nos convocaba y nos llevaba a soñar con nuevas aventuras, hoy en teatro, mañana en televisión u ópera, cualquier día en política. Ninguna voz proveniente de tan desconcertante timidez ha producido tal estruendo en la conciencia nacional, en los últimos años de nuestra historia. Ojalá pudiéramos “sonar” como él.
No a la escolástica
Paula Vásquez Lezama
¿Por qué se hacían inolvidables los artículos de Cabrujas? Osada pretensión dar respuesta. Cabrujas abordó, divertido y ceñudo, los más diversos temas, cuestionando lo dicho, lo sabido, lo común y lo socialmente establecido. Era un antropólogo cultural que daba pistas para el reconocimiento y la crítica de prácticas consagradas, muchas veces burlándose de ellas. Supo escapar de la escolástica, o, mejor todavía, nunca llegó a caer en ella. Eludió los conceptos vacíos, las discusiones en las que lo teórico es un regodeo para exquisitos estériles que se vanaglorian de su oscuridad, y cuyo mejor logro es la sustitución de los procesos por inútiles conceptos.
Cabrujas no subestimaba con ligereza, aunque haya sido demoledor. Tenía una práctica poco frecuente por estos días: tomaba posiciones. No sólo en grandes causas. También en asuntos de minúscula y cotidiana apariencia, poco prestigiosos para muchos “pensadores sociales”. Más allá de acuerdos y desacuerdos Cabrujas llamaba al intercambio y la reflexión. Corría el velo de lo obvio y nos ponía en el aprieto de justificar con argumentos si estábamos o no con él. Esto es lo que ha desaparecido.
Benito, el sobreviviente
Sergio Dahbar
La calle más importante en la vida de Cabrujas murió de asfixia el sábado 21 de octubre. Me lo refirió días atrás un testigo, Benito Vargas, repartidor de hielo, último vecino de una dinastía comunitaria que se mudó a la calle Argentina de Catia, por los años cuarenta y cincuenta. No había edificios ni bloques, sino la promesa salvaje de El Junquito. La calle Argentina era pacífica. A veces un bodeguero calvo y suicida alteraba por horas la rutina de una urbanización con apariencia de pueblo, que escondía la infancia y adolescencia de Cabrujas.
Cualquier árabe mecánico, zapatero o comerciante que trabaje hoy en esa calle advierte que sólo Benito puede hablar del pasado de esa esquina. Este hombre sobrevive en la cuadra desde hace cuarenta años. Cual prestidigitador, mete la mano en un saco invisible y extrae recuerdos vagos de la familia Cabrujas. José Ramón, el padre sastre, “era un hombre con mucho porte, buen mozo, el pelo blanco hacia atrás. Trabajaba mucho. Vestía personalidades. La señora Matilde cuidaba la casa y sus muchachos. A José Ignacio yo lo encontraba siempre caminando por la calle, delgado, pensativo”.
Malas noticias
Parado contra un muro de su casa, el sábado 21 de octubre Benito salió al balcón, pero no encontró un solo vecino con quien compartir su tristeza. Su mujer, Ana, lamentó la noticia con la nobleza de esas damas mayores que han conocido a un hombre desde muchacho y no aceptan que la muerte se los lleve de repente.
Desde que Benito Vargas sufrió un infarto, pasa más tiempo en casa. Cuida a sus nietos. Recibe la visita de sus hermanas. A veces conversa con su sobrino, Alejo Felipe, el socio de José Ignacio Cabrujas. No le sorprende la coincidencia. Ni le parece extraño que dos hombres tan parecidos tengan no sólo la apariencia en común, sino semejante concentración de afectos y recuerdos en una misma calle de Catia. Benito guardó una foto del periódico que encontró en la barbería el lunes pasado, en donde aparece Alejo en el entierro, cerca del ataúd, diciéndole adiós a su doble.
Catia en el corazón
Cabrujas nunca se cansó de reconstruir los años de su vida en Catia, en entrevistas (Milagros Socorro: Catia Tres Voces, Fundarte), crónicas periodísticas (El país según Cabrujas, Monte Ávila Editores) prólogos (Caracas, Fundación Polar), conversaciones caseras. En la calle Argentina nació su educación sentimental, su aprendizaje de vida, formación intelectual, inagotable curiosidad, preocupaciones sociales, su ternura familiar. En Catia se acercó por primera vez a los mitos del séptimo arte (Bogart, Infante, Armendáriz). En la plaza escuchó por primera vez a Jacobo Borges, afirmando que sería pintor. Y Oswaldo Trejo lo emocionó con el argumento de una novela de Huysmans.
Catia le ofreció demasiadas revelaciones. El comienzo de sus inquietudes. También una tabla de salvación para sobrevivir en Caracas. Catia fue el país íntimo donde descubrió que sería escritor leyendo a Los Miserables en la platabanda de su casa, con dos bodegas en el horizonte y una vida por delante.
El camarada
Teodoro Petkoff
José Ignacio no era el intelectual pontífice. No nos sermoneaba con banalidades pomposas de esas que en el fondo no dicen nada. Su pluma política polarizaba porque él tomaba partido. No era neutro. Su humor ácido y mordiente dejaba hematomas. Porque, en definitiva, José Ignacio era un militante político y siempre se asumió como tal, él, que hubiera podido refugiarse en el cómodo Olimpo de los consagrados, esperando el bronce. Se comprometió con una causa y peleó por ella, desde su muy particular trinchera hecha de cultura, genio e ingenio, duda metódica, sentido político y lealtad con los más humildes.
Por eso mismo también el MAS de sus tormentos recibió el espuelazo implacable de su mordacidad crítica. Era como nuestra conciencia. Incluso cuando era injusto —y más de una vez lo fue—. Uno se arrechaba con él, pero terminábamos llamándonos. “Tengo que hablar con usted, maestro”, decía su vozarrón en el teléfono y entonces cada desavenencia era seguida de una conversación homérica. La última vez fue por lo del Teresa Carreño. No fue amable la conversa, pero en el estreno de Sonny nos abrazamos como siempre. Estaba contento y yo lo estaba por él. Luego fue el golpe. Como de Dios, que diría Vallejo.