De: Hotel de Santos
de la Santísima Trinidad
se baña mirando el mármol
de las paredes
hay caras, hay órganos,
hay animales abiertos y feroces que
la miran
de la Santísima Trinidad
permanece con la boca cerrada
al momento de la comunión
fila de sapos altos
lanzan su lengua hacia adelante
y su extremo pegajoso
atrapa a la presa
de la Santísima Trinidad
siempre temió la oscuridad de
los confesionarios
otra voz sin cuerpo
de la Santísima Trinidad
habla con Dios como hablan
los que visitan a los presos en las cárceles
el cuerpo del Padre
al otro lado
**
De: Sardinas eléctricas
Llego al orgasmo y veo esa luz azulada
como de cuarto con persianas o cortinas de madera
que encierran al sol en el jardín.
Es la hora de la siesta en casa de papá
todos dormimos a las cuatro de la tarde,
antes de que pase el heladero por el portón blanco,
hay ruidos polvorientos de una construcción lejana
taladros y tractores destruyendo el vacío de un terreno,
la radio ya se apagó, había estado sonando alguna
composición de Satie, entre los ronquidos del aire acondicionado,
todos sonidos de cuna y siesta y leche paterna.
Llego al orgasmo viendo esta luz de media tarde
en Los Dos Caminos, calle El Carmen, quinta blanca
y escondida detrás de un garaje de camionetas usadas,
pronto comenzará la hora pico y tendré que
devolverme a casa,
papá ya despertó y se levantó del sofá de la sala
otra vez está en su taller, descalzo, con los pies
cubiertos de toda clase de cenizas,
el espacio solo se ve más grande y oscuro
y la puerta al jardín ya abierta, hacia los troncos
intactos de madera caoba.
**
Las dos nos despertamos de una pesadilla
–seguro de la misma–
a eso de las siete de la mañana de un sábado
cuando en general se quiere seguir durmiendo
porque es sábado y los sábados se supone
que son para descansar
el frío era de principios de invierno
también la luz, bien maniática
quería escuchar a los monjes
ver a las vírgenes de los años mil quinientos
con sus narices de roca cuarteada
ojos de piedra negra, ya demasiado ajustados
al ritmo de la resignación
permíteme secuestrarte por el día,
llevarte a los claustros
donde nadie nos conoce
(enclaustrarte para mí)
compartimos el ponqué más caro de la vida
humedecido en el café más caro de la vida
–los museos venden la comida como venden
la noción de arte–
me susurró al oído que tenía ganas de follarme
que lo medieval la tenía caliente
¿no serán todas estas vírgenes?
**
Un gato negro de patas blancas
igual a tu bañera
me siguió desde el kiosco de los
cigarros baratos hasta mi apartamento
iba maullando y yo llorando
ambos pidiéndonos comida
mutuamente
no tengo nada para ti, gatito
me siguió mientras tomaba agua
en cada charco de nieve derretida
y yo lamiendo los copos que caían en mi boca
no somos muy distintos, tú y yo, gatito
quedé frente al edificio, fumando
lo observaba en la oscuridad del callejón
reflejos de carteles de neón en el pavimento
y una conversación en la gasolinera de enfrente
me preguntaron si era mi gato
no, a mi gato no lo puedo ver,
lo adopté junto a dos hombres que ya no me hablan.
**
Lo importante
es la historia detrás
del horror
contener el deseo
tal y como me enseñaron las monjas
no me queda más
que esperar, festejar que la derrota
está llena de vida.
**
No me gusta eso
de que la gente esté pensando en mí
reconociendo mi nombre entre todas las mujeres
sin un vientre bendito que dirija al mundo
–el éxito aplasta, hija–
la atención está diluida en la fugacidad
del momento, el instante en que reconozco
ser reconocida y de nuevo olvidada,
así amanezco y voy con náuseas en el tren
incapacitada para dar clases, para comer,
seguir la vida del anónimo,
las manos me sudan y se las muestro a la directora
del Departamento de Lenguas Modernas
para que me mande a la enfermería
y la enfermera me toque, tome mi pulso,
reconozca mi cuerpo,
pronuncie mi nombre en voz alta.
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Una trinitaria encendida
Raquel Abend van Dalen
Sudaquia Editores
Nueva York, 2018