Amo este sol
Amo este sol y esta tierra de palmas tensas
y abigarrados colores.
Voy arando en el buey de ojos amargos,
no concluyo en la materia de mi cuerpo,
nada me aparta de este paisaje.
Subo en las alas del pájaro que vuela,
me oigo cantar en él más allá de la muerte
a través de un profundo silencio.
El pantano tan negro de estas horas
es mi pantano,
cualquier hombre que llora tiene mis lágrimas,
en cada crimen de esta ciudad dejo mis huellas,
soy el asesino y la víctima
y a veces algo entre los dos,
algo que tiembla en la hoja del cuchillo.
Casa por casa el viento me reparte,
me reconozco en el rumor de los caminos
y en las palabras que pueblan la calle.
Vivo tan distante de mi sombra
como puedo,
a leguas de mí mismo.
El verdadero mármol de mi estatua anda disperso
y ni siquiera es mármol sino savia
que se derrama en el verdor de estos palmares.
**
La noche
La noche despacio se reúne
en mi cuerpo de árbol.
Estoy insomne, inmóvil,
mientras las frías estrellas de la niebla
caen en mis manos
con una luz que ya no tiene patria.
El silencio de estas hojas me recorre
con su sangre más verde.
Ninguna brisa llega a mover una palabra,
ningún gallo despierta.
Apenas oigo aletear mi pensamiento
allá en la sombra de sus cálidos nidos
de tanto en tanto.
**
Nana para una ciudad anochecida
Duerme a tus rectos edificios
que velan a la sombra de las piedras.
Ya la noche suelta sus búhos.
Es hora de recoger todos los autos.
Cierra los párpados del puente
para que el río descanse,
los vidrios de las ventanas que tiritan,
abriga tus estatuas.
Apaga las lámparas que beben
el rencor de los hombres fatigados.
Deja que las mujeres sueñen su deseo
en el susurro de los helechos.
Duerme al amargo insomnio de la muerte
que empaña los últimos espejos,
los muros de tus largos hospitales
llenos de ojos en blanco.
Tiende tus casas para que reposen
en las arenas desnudas.
No olvides la leche de los duendes,
los mendigos que espían por los zaguanes.
Apaga los incendios azules
de tus motores sonámbulos,
el odio mecánico del día,
la barahúnda feroz de la chatarra.
Duerme al árbol que nos atestigua,
al gallo en el filo de su canto,
adormécelo todo ahora que oscurece
y haz que duerma yo mismo,
que me desvelo mirando en cada calle
un oscuro cuchillo
y en el cuchillo un grito
y en ese grito una mancha de sangre.
**
Hombres sin nieve
a Carlos Tortolero
Somos los hombres sin nieve
nacidos entre tormentas caniculares,
con las casas abiertas de par en par
y las retinas contraídas
frente al motín incesante de los colores.
Nuestra vida está escrita
por la mano del sol
en las mágicas hojas de la malanga.
Sobre estas tierras no ha nevado en muchos siglos,
esquiamos en la luna, desde lejos,
con largavistas,
sin helarnos la sangre.
Aquí el invierno nace de heladas subjetivas
lleno de ráfagas salvajes;
depende de una mujer que amamos y se aleja,
de sus cartas que no vendrán pero se aguardan;
nos azota de pronto en largas avenidas
cuando nos queman sus hielos impalpables.
Aquí el invierno puede llegar a cualquier hora,
no exige leños, frazadas, abrigos,
no despoja los árboles,
y sin embargo cómo sabe caer bajo cero,
cómo nos hacen tiritar sus témpanos amargos.
**
En esta ciudad
En esta ciudad soy una piedra;
me he plegado a sus muros seriales, opresivos,
de silencios geométricos.
No me puedo mover, se cae mi casa,
uno tras otro se derrumban
los edificios hasta el horizonte.
Al fondo de la piedra soy un lagarto,
en el lagarto una raya amarilla,
mancha del tiempo.
No puedo hablar, la lengua se me traba;
Orfeo el tartamudo es mi vecino,
oigo su tos nocturna,
reconozco el ladrido de su perro.
Soy una piedra atada a esta ciudad,
un lagarto en sus grietas,
una raya en su espalda ya muy tenue.
Giran los días y permanezco inmóvil,
todavía escucho latir el corazón,
tenaz, a la velocidad de la materia,
y hasta la arena que cae de la memoria,
pero ya solo siento que no siento.
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El país más verde
a Antonio Rojas Bueno
Era el país más verde de la tierra,
tal se veía por mis anteojos.
Un verde hecho rumor sobre los pastos
de fragantes celajes.
Mirándolo hacia junio,
cuando llovía desde el fondo de las hojas,
cada hombre era un árbol a lo lejos,
de pie ante la feracidad del horizonte.
Pero más que color, el verde unánime
era un modo de ser, hablar, reconocernos.
Lo llevábamos tatuado en las pupilas
como un mapa de geografías inabarcables.
Podíamos verlo aun en la sequía
emergiendo del sueño o las palabras,
era el tono fraterno de nuestra soledad,
la saudade natal de los ausentes,
la vida que iba siempre delante del paisaje
con un boscoso silencio de caballos.
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Trópico absoluto
Eugenio Montejo
Fundarte
Caracas, 1982
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