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Sandra Pinardi: pasión de la razón estética

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Por ERIK DEL BUFALO

Un mural en medio de las ruinas, un espejo arcaico perdido en el desierto, una fotografía inusual dentro de una caja abandonada. La experiencia estética tiene esta dualidad, que quizás comparte con la experiencia mística: es a la vez misteriosa y reveladora. Pensemos, por ejemplo, en nuestra época, ¿cómo la miramos? ¿Cómo observamos lo invisible de la cultura?  ¿Cómo manifestamos la presencia de la subjetividad en el mundo? Sandra Pinardi hizo suya la sentencia de Giorgio Agamben, quien pensaba que “puede llamarse contemporáneo solo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y es capaz de distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad”. De allí la intuición de que el objeto estético es siempre una experiencia completa, bella y difícil a la vez, que devela esa relación invisible del hombre moderno con lo “contemporáneo”; no solo en las artes, sino en la  ética, en la política y en las prácticas sociales. También quizás sea desde allí que ella se aproximara al país contemporáneo como quien busca los fragmentos de una ilustración fragmentada y despilfarrada, la brasas entre las cenizas, las piezas chamuscadas de un gran rompecabezas de la cultura, en su sentido más antropológico, el de las estructuras fundamentales de lo común.

Sandra Pinardi fue una gran investigadora y teórica de lo político, pero siempre desde la mirada sensible, perceptiva, “estética”. En las artes era capaz de hallar todos los arcanos del maleficio de la Venezuela contemporánea. Pero también fue una investigadora de lo estético en sí mismo, de su campo y  su ciencia innombrada; ya que en la experiencia autónoma de lo estético —legado de esa modernidad de las luces— se podían encontrar todas las claves existenciales del sentido de la vida, lo que ella llamaba “la razón estética”. Encontró que en las obras de arte, que en el esfuerzo plástico, están contenidos ciertos protocolos existenciales que no podemos descubrir en ninguna otra parte. Esta combinación de antropología estética, política e historia del arte dejó un legado potente de comprensión de nuestro presente. Sin duda, ese es su principal logro, demostrar la existencia y legitimidad de una  “razón estética”, capaz de encarnar en lo sensible la realidad del concepto y por ello hacer posible una ética del reconocimiento. “Reconocimiento y no conocimiento, es la palabra que define el efecto de la razón estética en tanto que ella alude a la memoria, a la confesión, a la contemplación, al encuentro. La razón estética se hace cargo de un saber originario sobre el proceder mismo de la subjetividad” (La idea moderna de obra de arte: su consolidación y su clausura).

Gracias a esta razón estética, bosquejada ya en Immanuel Kant, Sandra Pinardi podía develar en las obras de sus contemporáneos, más allá del grado de su reconocimiento social, las rutas de un país difícil de pensar y, más allá de esto, de toda una época que le cuesta imaginarse a sí misma aunque sea por antonomasia la época de las imágenes. Sandra, desde su saber en constante recomposición, podía afirmar cosas como estas: “Gerardo Rosales transfigura la violencia, en sus múltiples formas, en un dispositivo de enunciación plástica que atiende a lo propio, lo íntimo, lo corporal, que vuelve a narrar —ahora desde y en la infantia del lenguaje— la fragilidad de lo humano y de sus derechos, la levedad de sus propiedades, para afirmar que ‘lo político es siempre un hacer sensible lo que es insensible”. Ciertamente, hablaba de un artista particular, pero revelaba en ello toda una cartografía espiritual hasta entonces desconocida.  O como cuando afirmaba de Iván Candeo: “Concreta, materializa, le da un cuerpo a esa urdimbre fantasmática desde la que la imagen en movimiento se hace temporalidad y devenir, analizando sus modos de hacerse presencia y presente, destacando sus atributos y características compositivas, figurando sus transformaciones”. Las mismas revelaciones ocurrían, como milagros, cuando reflexionaba sobre la obra de Magdalena Fernández, de Carlos Castillo, de Alexander Apóstol,  de Luís Arroyo o de tantos otros que haría esta lista interminable. Sandra Pinardi fue la curadora intelectual de varias generaciones de jóvenes artistas; en ellos veía no solo a un creador, o  a un posible creador, sino una pieza pérdida de ese gran mapa desconocido de aquel país que nunca quiso pensarse. Un país que, sin embargo, en su acervo artístico lleva implícito, para ella, una comprensión de sí mismo.

Autora de varios libros, entre los que destacan La comprensión del arte del fin del siglo (1997) y La obra de arte moderna: su consolidación y su clausura (2010), donde el campo del arte tiene casi un rango epistemológico. En aquellas obras portentosas la historia se va revelando como un diseño, como un ingenio que combina pequeños fragmentos que van en la construcción del deseo moderno. “El deseo hay que construirlo”, decía Gilles Deleuze y, así, lograba construir una historia, basada en el testimonio de los objetos, de los deseos de la época, en la comprensión de esa aventura subjetiva que es la “experiencia estética”. No obstante, una parte muy importante de su trabajo, como la semilla en el suelo fértil, está diseminada en el día a día de la producción artística: en sus fabulosos textos de sala y catálogos, en sus artículos, en sus reseñas, en sus entrevistas, en las investigaciones de sus estudiantes, en los jóvenes creadores que descubrió y  llevó de la mano hasta ser celebrados.

Aunque no erigió ningún edificio, Sandra Pinardi fue de nuestros más grandes arquitectos, maestra de la experiencia estética y cultural. Además de su trabajo de investigación, de su impecable labor de curadora, fue creadora de instituciones, como  el Instituto Universitario de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón. Fue también el alma y la razón  de muchas galerías, motor de fundaciones y colecciones privadas y promotora de redes y centros de investigación. Fue una académica a carta cabal, comprometida con la universidad. De hecho, con tres grandes universidades, la Simón Bolívar, la Universidad Católica y la Universidad Central de Venezuela. En todas ellas fue, sobre todo, un sostén que evitó que muchos muros se derribaran antes de tiempo.  Finalmente y este sea el aspecto más difícil de transmitir en simples palabras impresas, su gran labor de acompañamiento existencial, que hacía de ella una militante de los apegos,  como si el arte en el fondo hubiera aparecido con el único fin de inventar la amistad, de hacer posible reunirse frente al fuego de un asombro común.  En ello se asemejaba a un filósofo ático. Sandra siempre estaba presente en un diálogo ininterrumpido, en una especie de espejo del alma con el cual uno podía dialogar en su presencia, o en su ausencia. Siempre estaba allí, en un ágora inmaterial pero real, en busca del más mínimo esclarecimiento.  Por eso, me atrevo terminar estas líneas que escribo, no desde la neutralidad, sino desde la nostalgia de su pronta partida y desde la alegría de haberla conocido, parafraseando una anécdota personal que puse en algunas  de mis redes sociales el día de su fallecimiento.

En el año 2005, me invitaron a un congreso de filosofía en Ciudad Guayana, en la sede de la Universidad Católica. Pensaba viajar en avión, pero de pronto me llama Sandra, quien también debía ir, pero era fóbica a los aviones. Me dice que hagamos el viaje juntos por carretera. A los tres días estábamos los dos en su Chevrolet Corsa cuatro puertas y sin aire acondicionado rodando por nuestras penosas carreteras. Estuvimos compartiendo pocos días en Puerto Ordaz y, de regreso, el viaje fue más largo aún, porque en las vías de Oriente, por alguna razón, no existen los anuncios viales; así que de El Tigre casi llegamos al estado Guárico. Pero, aunque perdidos, igual fue un viaje amable pues estuvimos hablando de muchas cosas que de otro modo jamás hubiésemos compartido mientras nos turnábamos para manejar y retornar finalmente a Caracas muy tarde en la noche. Ella no dejó que yo manejara todo el trayecto, aunque yo no tuviese problemas, pues “no era justo y punto”. Del congreso no recuerdo nada, mientras que atesoro esas las largas horas ontheroad con Sandra Pinardi. Ahora que ella ha partido en un viaje que solo puede hacer sola, celebro su bella amistad y quiero compartir el testimonio de su obra significativa. Sé que el legado de Sandra no se perderá, como sé que ella tampoco se perdió para llegar al cielo; a ese cielo prefigurado por su razón estética, que era su pasión y quizás su forma de hacer del saber un acto de amor.

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