Hay cierto desacuerdo ideológico en el nacimiento del vanguardismo, culpable de que los mismos grupos que defendieron a Sacco y Vanzetti y, posteriormente, a Sandino, se entusiasmaran simultánea y excesivamente ante la llegada de Lindbergh, invitado del general Gómez, y futuro representante de los comités nazis en EE.UU. Pero es que, en cierto sentido, Lindbergh tenía algo de revolucionario para los “veintiochistas”, algo formalmente atractivo: la audacia deportiva, el récord, la modernidad. El novelín de Pío Tamayo Charles Lindbergh llegó a Venezuela, se agotó en Caracas en menos de una semana del presagioso mes de enero de 1928, a pesar de que el argumento era más propio de “novela rosa” que de una “nueva narrativa”. En el periódico Mundial, Paz Castillo y Fombona Pachano publicaron sus cantos al conquistador de los cielos. Por las mismas tardes, Joaquín Gabaldón Márquez paseaba leyendo su Nuevo año vanguardista anunciado, él mismo lo dice, “por el correo de Lindbergh, y transmitido por los alambres de Marconi”. Miguel Rocha no se quedaba atrás en su “Saludo a Lindbergh”:
“Hurrah!, hurrah, hurrah
al pájaro de acero americano
y al hombre que planea
entre lo divino y lo humano”.
Un gran pionero, cuyos poemas penetraron al ámbito obrero, la fábrica y el garaje, sin caer jamás en la poesía cartelaria, Antonio Arráiz, en La boina del estudiante, tomó un camino de excepción. Dijo carecer de voz para cantar a Lindbergh, y de tenerla, en cambio, para la boina del estudiante, loca boina que “ya busca su puesto en el mundo, al lado o del capelo de Oxford y del manto de Heidelberg”. Arráiz, pues, miró al futuro con ojos más claros que ningún otro.
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Serie Archivo Sanoja Hernández. Curaduría: Camila Pulgar Machado.
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