Por FEDERICO PACANINS
Es curioso que un exitoso empresario —fundador de industrias textiles que también ejerció importantes cargos políticos en la Venezuela de finales del siglo XIX— merezca un destacado puesto en nuestra literatura. Tal es el caso de Francisco de Sales Pérez (Caracas, 1836-1926), dramaturgo y escritor costumbrista, dotado para ofrecer crítica social y política, plena de agudas ironías, y también portador de cierta liviandad estilística, que facilita al lector contemporáneo el disfrute de sus escritos ya centenarios.
Costumbres venezolanas (1876) y Ratos perdidos (1878) dan cuenta de una parte de su obra, a continuación antalogada con fragmentos de “El robo”, “El nombre”, “Los retratos”, “La instrucción primaria” y, por último, con la versión completa de “Hipólito”, un clásico venezolano de la narración breve aún por descubrir.
EL ROBO (fragmento; Caracas 1878)
No hace muchos años que fue nombrado un amigo mío para regentar una Aduana. Era un joven de familia distinguida y que gozaba el buen concepto heredado de su padre.
Al publicarse el nombramiento, recibió, entre las muchas felicitaciones, las que voy a copiar textualmente:
Amigo mío: pintan calva la ocasión; no pierdas tiempo en buscar pelo.
Fulano
Para los tontos no hay gloria. ¡Avíspate!
Sutano
Acuérdate de mí cuando estés en la miel.
Laura
La patria premia los méritos de tu familia, poniéndote en el camino de labrar tu porvenir. No desdeñes sus favores.
Tu tío
Espero que al separarte de tu nuevo destino puedas decir como aquel otro: “No me llevo un grano de arena del Orinoco”. Harás muy bien; déjale toda su arena, pero tráete todo el oro que puedas.
Tu Padrino
Enriquécete, si puedes, pero no avergüences a tu familia haciendo ostentaciónde una fortuna mal adquirida. Nadie te despreciará pero muchos te odiarán por envidia. Evita el escándalo.
Tu cuñado
Quien roba al gobierno no peca ni venialmente; no hace más que tomar del patrimonio común la parte que le pertenece.
Tu antiguo profesor de moral
No tiene mucho de extraño el modo de pensar de los anteriores sujetos; pero lo que espanta es que su querida mamá, la que le enseñó el Ripalda, la que debió inculcarle una recta moral, como base de la educación y fuente de la felicidad en la vida, le escribiese en estos términos:
Ha llegado tu cuarto de hora, mi querido Ángel. No imites a tu papá, si no quieres también dejar a tu familia en la miseria… ¡Dios lo haya perdonado!
El nombre es parte integrante de las cosas.
Los políticos, que son los hombres más hábiles, han especulado mucho con los nombres. Ellos tienen una baraja de nombres sonoros, de que se sirven, según los casos, en variadas combinaciones.
Una carta dice: Libertad. Otras: Derecho, Justicia, Humanidad, Pueblo, Opinión, Soberanía, Lealtad, sacrificios, Abnegación, Patria, Porvenir.
¿Qué es todo eso?
Una docena de nombres que representan otras tantas cosas imaginarias.
Pues bien, mezcladlos con unos verbos y unas preposiciones; ponedlos en un globo; dadle diez vueltas al manubrio; sacadlas al acaso y ponedlas en fila.
¿Qué tenéis por delante? Leed.
¡Un gran discurso político!
¿Y detrás?
Una elocuente celebridad; un candidato para cualquier cosa.
¡Ah! ¡Y después dicen que los nombres son secundarios!
Lo secundario es el hombre que nació detrás de los nombres.
LOS RETRATOS (fragmento; Caracas, 1878)
La pintura tiene dos fases: una artística y otra industrial; por la primera se conquista la gloria; por la otra se gana la fortuna.
Cuando el pintor no logra hermanar estas dos fases, no llega nunca a grandes alturas.
En el estrado social no hay puesto para el talento que no produce dinero.
Para ser reconocido como hombre de ingenio, es preciso llevar camisa limpia, ropa nueva y dinero suficiente para no necesitar de nadie.
Un hombre de talento en la miseria es una especie de apestado, de quien huye la amistad, cortesana siempre de la fortuna.
Nadie se atreve a aplaudirlo por temor de que le imponga una contribución.
Los rasgos luminosos del ingenio pobre se llaman chifladuras.
El alejamiento que le impone la pobreza se traduce por locura.
A cuántos locos he conocido que no tenían más enfermedad en el cerebro que un talento superior, reconocido por los mismos que lo escarnecían.
¡Mezquinos hombres! ¡Tributan homenajes al crimen afortunado, y no tienen piedad, siquiera, del mérito en desgracia; al contrario, lo pisotean para hundirlo en el polvo de la ignominia!
¡Quieren que desaparezca aquel proceso viviente contra la injusticia humana!
Pero, ¿en qué berenjenal me estoy metiendo? ¡Si yo lo que pretendo es hablar de los retratos! Perdonadme, lector benévolo.
LA INSTRUCCIÓN PRIMARIA (fragmento; Caracas, 1890)
Aquí, para desempeñar un destino con provecho, no es preciso entender una palabra de nada: basta con saber dar cuerda a cualquier reloj, con haber deseado el triunfo de la última revolución que se haya consumado en el país, y si ha estado en la cárcel, mucho mejor. ¡Oh! La cárcel es la gran escuela: de allí se sale apto para todo.
Aquí no se forman hombres para nada.
Yo he conocido un ministerio de médicos; parecía una junta de sanidad; seguramente a eso se debieron los grandes males que sufrió la patria.
Antes hubo una Corte en que predominaba la misma ciencia. En ese tiempo se analizaban las leyes por procedimientos químicos. De ahí que muchas veces se tragaban sus decisiones con la misma dificulatad que las píldoras.
Cuentan que un individuo, al saber que había sido nombrado para un empleo de hacienda, preguntó si era de caña o de café…
HIPÓLITO (narración completa. En “Semblanzas de mi tierra”; Caracas, 1890)
Nadie conoce por otro nombre al general Hipólito Acosta. Jefe de la Policía de Caracas desde 1870 y oficial subalterno desde mucho antes.
No creo que haya en el país un empleado que cumpla mejor su deber, ni otro hombre que le aventaje en astucia para el dificultoso empleo que ha ejercido.
No es amigo ni enemigo de nadie; cada ciudadano o ciudadana, es para él un número de la gran cifra de la población: alguno de esos números tiene una crucecita arriba y otros la tiene abajo. Él solamente entiende sus jeroglíficos.
Hipólito no habla nunca, no hace más que ver y oír; en cambio tiene una memoria privilegiada y un olfato de perro cazador. Nadie encuentra las huellas de un crimen más pronto que él.
Si hubiera nacido en Francia habría llegado a la categoría de Mr. Macé; aquí no ha podido ser más que Hipólito, y por premio de sus servicios, lo han destituido, porque el gobierno ha entrado en nuevos rumbos políticos.
Los antiguos servidores son sospechosos; la lealtad al deber no es título valioso; lo que vale es una protesta vil de adhesión personal, aunque sea mentira.
Hipólito ha sido un centinela que ha velado veinte años para que la ciudad duerma tranquila.
Ha sido una máquina, siempre armada, para pillar a los criminales.
Pero, como las trampas dispuestas para coger ratones, cogen también a todo animal que toca el resorte, sucedió que Hipólito no solo encarcelaba a los pendencieros, a los borrachos pobres y a los ladrones (rateros, se entiende), sino también a los conspiradores llamados por el gobierno enemigos del reposo público o del orden social, por más que a veces hayan sido enemigos del reposo sepulcral o del desorden público.
En un país donde el escenario de la política cambia con tanta frecuencia; donde se pasa tan pronto de la cárcel al gobierno, como del gobierno a la cárcel; apenas hay hombre público que no haya caído alguna vez bajo la mano de Hipólito.
De ahí viene que su nombre causara pavor a mucha gente.
Pero yo voy a probar que Hipólito es un excelente sujeto, digno de que se le recuerde con gratitud y no con enojo.
Jamás dio señales de ejecutar con placer una orden de prisión, ni lo hizo con dureza; al contrario, disimulaba la inflexibilidad de su deber con la cultura de sus maneras, dulcificaba su amarga misión con una sonrisa llena de rubor y de benevolencia.
Veamos un caso práctico.
Recibió orden de prender a un sujeto, que llamaremos don Vicente, para la claridad del diálogo, como podríamos llamarlo don Valentín o don Ramón.
Hipólito lo dejó almorzar tranquilamente en el seno de su familia y dormir la siesta.
A la hora de salir a sus quehaceres o a sus andenes, se situó en la esquina de Sociedad por donde acostumbraba pasar don Vicente.
Al divisarlo se dirigió a su encuentro con la calma propia de quien camina sin ningún interés.
Llegando frente a don Vicente, lo saludó, describiéndose cortésmente y le dijo en tono afectuoso.
—Me alegro mucho de verlo con salud…
—Gracias, mi querido Hipólito, contestó don Vicente sonreído.
—Y aprovecho la ocasión, añadió Hipólito, para decirle que el gobernador me encargó que, si me encontraba con usted, por casualidad, le dijera que le hiciera el favor de pasar por allá.
Don Vicente palideció, y se quedó viendo a Hipólito para descubrir la significación de aquel recado, como quien pretende ver una sardina en el fondo del mar, y luego, tartamudeando, contestó:
—Dígale al gobernador que pasaré luego por su despacho.
—Está muy bien, dijo Hipólito como si estuviese conforme con la respuesta, y después de una pausa, que atormentó a don Vicente más que un cañonazo, añadió:
—Pero, me parece que es para un asunto urgente, porque me ordenó también que, si me encontraba con usted, lo acompañara…
—¿Entonces… —preguntó don Vicente, más pálido que la pared del frente— quiere decir que voy preso?
—No, señor —tartamudeó Hipólito a su vez— preso no… lo que está usted es citado por el gobernador.
—¡Pues vamos!—dijo el preso con un tono endemoniado, y siguieron juntos.
Hipólito, siempre cortés, le dio la acera. Cualquiera habría podido pensar que era para llevarlo entre la espada y la pared, como dice el refrán; pero yo respondo que fue pura galantería.
Don Vicente preguntaba a su acompañante para qué lo llamaría el gobernador, pero el otro no sabía el objeto ni cosa ninguna.
Cuando llegaron a la esquina de San Francisco, hizo don Vicente ademán de cruzar hacia la Plaza Bolívar, lugar de la Gobernación, pero Hipólito se le atravesó dulcemente y le dijo:
—No es por aquí por donde debemos ir, sino para abajo.
—Pues, ¿no dijo usted que el gobernador quería verme? —replicó don Vicente, abriendo los ojos como asombrado.
—Sí, señor, pero él no está en la Gobernación sino allá abajo.
—¿Y dónde es allá abajo? —dijo don Vicente, cambiando en cólera su asombro.
Hipólito se puso rojo como un camarón; todo el rubor de su alma le salió por la cara; pero no pronunciaba por nada de esta vida la palabra pavorosa (La Rotunda), sino que le decía suavemente: sigamos por aquí para abajo.
La pareja siguió su marcha hacia el Sur.
Soriano, que estaba en la puerta de su joyería, abrió un palmo de boca al ver venir a don Vicente, pero al encontrarse con un relámpago de los grandes ojos de Hipólito, se cambió en espanto su admiración y dejó caer la sortija que estaba limpiando.
Al llegar a la puerta de La Rotunda, Hipólito se detuvo, se quitó el sombrero, y con un gesto que indicaba contrariedad dijo a su compañero:
—Si usted gusta, pase adelante.
Don Vicente atravesó el fatídico umbral apretando los labios como para contener una imprecación.
Hipólito hizo una señal al carcelero y luego dijo al preso:
—Si usted quiere mandar algún recado a su familia estoy a sus órdenes.
Don Vicente le suplicó llevar a su señora su bastón con puño de oro y una cartera repleta de billetes de Banco.
Hipólito, que es digno de tal confianza, le ofreció cumplir el encargo y se retiró asegurándole que aquello sería por muy pocos días.
Así cumplía aquel hombre su ingrata misión; jamás un ultraje, jamás una violencia.
La puerta de hierro giró sobre sus ejes y un desgraciado más penetró en aquel sitio frío y pavoroso, destinado por la fatalidad a ser mansión del crimen y de la virtud al propio tiempo.
Entre tanto Hipólito iba tranquilamente preparando un lance igual, y esperando el próximo día de llevar al gobernador por orden de don Vicente.
¡Estaba tan acostumbrado a los cambios de la fortuna!
Para él todo era lo mismo; obediente como una máquina, no tenía que ver quién era el que tocaba el resorte, ni sobre quién caía el disparo. Hacía su oficio, y dejaba la responsabilidad a los superiores.
Yo no he querido hacer la defensa de un hombre caído, sino pintar un carácter sin olvidar el respeto debido al hombre y a la verdad.
Pero se me ocurre preguntar:
¿Puede reemplazarse un hombre como Hipólito Acosta?
¿La perspicacia natural y los conocimientos adquiridos en veinte años de jefe de la policía pueden ser despreciados por un gobierno sensato?
¿Las reacciones políticas tienen algo que hacer con la seguridad pública?
Los ladrones nocturnos están muy alegres con la demolición de la estatua de Guzmán Blanco. Pronto comenzarán a correr sobre los tejados y a forzar cerraduras.
Por eso gritan duro: ¡Abajo el tirano!
El tirano para ellos era Hipólito.
Cuando muere el gato, los ratones hacen el gasto del velorio con mucho gusto.