Por FEDERICO PACANINS
Efraín Subero (Pampatar, Nueva Esparta, 1931, Caracas, 2007) es autor de una amplia obra literaria que, además de la poesía, comprende crónicas, investigaciones históricas, libros educativos, antologías, compilaciones y ensayos.
Se graduó de maestro en educación primaria en 1950, y luego estudió en la Universidad Central de Venezuela, donde obtuvo la licenciatura en Letras en 1965. Allí ejerció la docencia compartiendo también su condición de reputado maestro en las aulas de la Universidad Católica Andrés Bello y de la Universidad Simón Bolívar.
Fue miembro de la Academia Venezolana de la Lengua y del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh (Estados Unidos). Colaboró consecuentemente en los diarios El Universal y El Nacional de Caracas, y en la Revista Nacional de Cultura. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Ramón Díaz Sánchez, el Premio Municipal de Literatura (Caracas), el Premio Municipal de Periodismo (Distrito Sucre, estado Miranda, Venezuela), el Premio Regional y el Premio Nacional de Literatura promovido por la Dirección de Cultura del Estado Nueva Esparta (Venezuela) y tres veces el Premio Monseñor Pellín otorgado por la Conferencia Episcopal Venezolana, el último de ellos en 1997, como reconocimiento a su trayectoria en la investigación literaria.
De su vasta obra editada, a continuación ofrecemos el poema “Casi Letanía”, publicado con su solo título en edición limitada por Editorial Arte en 1965, con diagramación y fotos intervenidas por Mateo Manaure. Debido a la calidad expresiva del texto, y a lo poco conocido que hoy nos resulta, bien vale la pena presentarlo en su totalidad, como ejemplo de la obra del Subero poeta, ofreciendo como pórtico algunos fragmentos del prólogo que Gustavo Luis Carrera hiciera para esa cuidada primera edición:
“Cuando leí por primera vez ‘Casi Lejanía’, dije a Efraín Subero que me había sentido ante una poesía viva, poesía actual, poesía solidaria (…) Quien dice poesía viva, dice poesía fiel: expresión en línea directa del sentir, del ser mismo, en esencia y raíz. ¿Cómo pensar en poesía sin el punto de partida de la sangre? (…) puede haber coloridos o fantasmales trabajos poéticos, minuciosos y mínimos —dulces plateros, orfebres tumorales—, altisonantes o ensombrecidos. Puede haberlo todo sin la sangre espontánea; pero nunca poesía viva. No caben artilugios; solo franca voz. Así, CASI LETANÍA”.
No vayan a decir que no es el hombre,
ese hombre borracho que obstruye las aceras.
El de las varabas adventicias,
alborotadas y mugrientas.
No vayan a decir que no es el hombre,
ese que se bañaba en la fuente pública.
El que estaba sentado a las puertas de la iglesia
rascándose la cabeza.
No vayan a decir que no es el hombre
el hombre-orquesta.
O el que hace de mendigo
agitando un muñón aceitado.
No vayan a decir que no es el hombre
quien disparó innecesariamente
sobre Julia Victoria Páez.
O el que asaltó a Abdel Yumar,
de Jordania,
para que le entregara el dinero de su negocio.
No vayan a decir que no era el hombre
el inquilino del apartamento,
corruptor de menores.
El que utilizando una cabilla
dio muerte al obrero Francisco García.
El que ofendió gravemente de palabra
a Alicia Josefina Borges.
No vayan a decir que no era hombre
un soldado enardecido
que hirió ayer en la madrugada
a Oscar Galindo.
O el que mató a golpes
al agricultor Ramón Gómez,
un anciano de 70 años.
No vayan a decir que no era el hombre
aquel que suponían ahogado
en las aguas del Río Neverí
y colaboró con los bomberos
en el rescate de su propio cadáver.
No vayan a decir que no era el hombre
el que me pidió que dijera a su madre
que no le escribiera.
El que fingió no conocerme.
El que me salpicó con su vehículo.
El que me quiso botar del apartamento.
El dueño del abasto que no me acreditó
al saber que estaba sin trabajo.
El que ahorcó a su padre.
El que contestó que no tenía sencillo.
El que llamó a la policía.
El que aplastó frente a los niños
la pelota de goma.
El que mojó el portal donde dormían.
El que esperó la noche
para lanzar la piedra a la ventana.
El que arrancó por placer
el arbolito que adornaba la calle.
El que le dijo al huérfano
que su padre no estaba en ningún viaje.
El que se marchó sin pagar.
El que deja caer bombas,
el que las construye
y quien las manda a construir.
El que declara la guerra.
El que da la orden de fuego.
El fabricante de cadáveres.
El que nos oscurece la sombra.
El que no contestó los buenos días.
El que fue a misa
porque encontró la puerta abierta.
El envenenador de perros.
El que por decir algo dijo “sentido pésame”.
El que busca en el pote de basura.
El que llora solo
a las puertas del hospital.
El que se acurruca bajo los puentes.
El que no tiene qué comer.
El que todavía busca trabajo.
El que rió de la lágrima.
El que hurtó, una mañana,
la alcancía de la ahijada.
El que apagó la vela antes de tiempo.
El que quemó un rosal.
El que maldijo al colibrí.
El que descabezó la muñeca de trapo.
El que escupió sobre la mariposa.
El que le dio la espalda al arcoíris.
El que degolló la guitarra.
Me refiero a la hoz,
la lluvia sobre el fuego,
la liebre en la almohada,
la hélice en la nube,
la carroña en el pétalo,
la tijera en el ala,
la araña en el espejo,
la sangre en el riachuelo:
el rábula,
el fiscal,
el delator…
***
Recostado sobre los balaustres
veo pasar la calle.
La calle va en los raudos, en los pasos,
y queda en sus infiernos habituales.
Yo continúo en mi trabajo
aunque nadie me lo agradezca.
Aunque nadie sabrá
lo que ha costado
contar lo que pasa,
sin que tengan
que ver
¡nada!
los recuerdos.