Puede resultar curioso referir como un relegado a Manuel Díaz Rodríguez (Chacao, 1871 – Nueva York, 1927). Reconocida ha sido su condición de precursor del movimiento literario hispanoamericano “modernista ” en Venezuela; como narrador y ensayista de calibre, sus obras publicadas apuntalan esa fama: Cuentos de color (1899), Ídolos rotos (1901),Sangre Patricia (1902), Peregrina (1922) atestiguan su labor como cuentista y novelista en búsqueda de un lenguaje ligado a la realidad de su entorno. Sensaciones de viaje (1896), De mis romerías (1898) y Camino de perfección (1910) son ensayos que dan cuenta complementaria de su calibre y reputación.
A pesar de ser un nombre obligatorio para los estudios de literatura venezolana en liceos y universidades, Díaz Rodríguez hoy en día no se lee. Relegada, pues, está su obra y, en consecuencia, relegado está el autor en la oferta literaria de interés para el lector actual.
Toca a continuación ofrecer cinco de fragmentos de Ídolos rotos, novela de 1901, con páginas referidas a la Venezuela de Cipriano Castro que Díaz Rodríguez —notable viajero—, como intelectual y artista, percibió a su vuelta de Europa y que tal vez conserve una pertinente vigencia.
-Fragmento de presentación de los personajes
Tal vez el mayor de los daños de Cosmópolis, o de París, era el daño hecho a los intelectuales, hombres de ciencia y artistas. En ellos, casi fatalmente, con el nivel intelectual crecía el desapego al terruño. Hijos, en su mayor parte, de europeos transplantados a América en los días de la colonia, o en los albores de la República, predispuestos, además, por la educación y los libros, hallaban en Europa un ambiente no extraño del todo, en el cual vivían hombres de su misma raza, cuyos abuelos habían sido hermanos de sus abuelos, como hijos de remotos antepasados comunes. El medio, con facilidad, poco a poco, o rápidamente los poseía. Se les insinuaba con sus bellezas, con sus virtudes y sus vicios; les daba sus ideas, gustos de ideales; hacía al cabo desaparecer de sus nervios, a modo de rastro fugaz, la memoria de las últimas generaciones que les habían precedido, hasta dejarles como si en realidad continuaran a sus distantes abuelos de Europa, sin venir a través de varias generaciones de colonos, libertadores y republicanos de América. El conflicto moral de ese estado de alma proveniente se revelaba a muchos de ellos, a poco de volver a su país, en la ausencia absoluta de armonía entre el nuevo medio y sus almas. El nuevo ambiente era hostil a sus ideas, gustos e ideales. Y por toda su vida interior venían a ser al fin, en medio de sus compatriotas, como extranjeros que hablasen una lengua incomprensible. Perplejos, desalentados ante la empresa formidable de luchar con el medio, corrigiéndolo, depurándolo, haciéndolo a sus almas, cambiándolo de adversario en amigo, caían en la más cobarde inacción, enfermaban en su país de la triste y acerba nostalgia de otros países, mientras pasaba melancólica y estéril su juventud, y sentían agonizar, consumida de atrofia incurable, su voluntad sin empleo.
Tal era, con algunas diferencias de matices, la historia de todos aquellos jóvenes, artistas y hombres de ciencia, amigos de Emazábel. Rechazados por el medio hostil, se retraían a su propia timidez, y quedaban recluidos, aislados como en un gettho, o como en un hospital de leprosos.
-Monólogo del personaje “Sandoval”: Exhibir
(a su amigo y joven escultor, Alberto)
Aquí nadie se mueve por ver una estatua ni un lienzo. No basta exponer el lienzo y la estatua: es necesario imponerlos. Es necesario obligar a los ojos a posarse en la escultura y el cuadro; es necesario obligar, siquiera un día, a los dignos habitantes de nuestra muy culta ciudad, a ennoblecerse los ojos, antes de cerrarlos para el sueño, con la visión de una obra de arte. Por lo tanto, el sitio más a propósito es el café. Ahí van todos: los hombres a beber la indispensable copa de brandy, el brebaje más embrutecedor y venenoso y uno de los principales factores de nuestra “grandeza” material y política; y las mujeres, por la noche, después de escuchar música en la plaza, o después de salir del teatro, si no a beber malos menjurjes, al igual de los hombres, como suele verse en los discretos rincones de algún buffet bailable, sí a refrescarse y a continuar muy a menudo el flirt emprendido esa misma noche en la plaza o en el teatro.
-Monólogo del personaje “Romero”: Esperar
¿Esperar qué? ¿Esperar que termine esta revolución, para luego vivir esperando y temiendo que empiece la otra, la nueva revolución, la que seguramente ha de venir después, capitaneada por otro general cualquiera, de tantas campanillas y tan nobles prendas como el general Rosado? Esta revolución es para nosotros como una advertencia oportuna. Viene a decirnos a tiempo cuánto hay de utópico en nuestros planes. Nuestra obra, tal como nosotros la concebimos, es por su naturaleza muy larga, muy difícil, muy lejana. Y así como la concebimos, no la realizaremos jamás, porque al menos para la formación de su primer núcleo sólido necesitamos de un largo espacio de tiempo libre, y esto no lo conseguiremos nunca. Esperar unos días o unos meses, no importa. Pero a nuestra obra no bastan días ni meses. Si terminada la revolución, emprendemos la obra, sucederá que después de haber hecho con gran entusiasmo y en gran armonía el ademán de los sembradores, después de haber fatigado nuestros brazos, esparciendo nuestras semillas por todos los surcos, apenas cuando el grano se hinche y empiece a romper en tallos y hojas, vendrá la otra revolución, la nueva revolución, la que siempre está por venir en estos países de la fiebre, y arrasará nuestra cosecha, o nuestras esperanzas de cosecha, de igual modo como arrasara entonces y arrasa hoy el verdeante conuco campesino. O modificamos nuestros proyectos a expensas de nuestro ideal, sacrificando una partecita de nuestro ideal, quizás la más pura, acercándonos, aunque nos repugne o humille, a los modos de acción de los politicastros más odiosos, o declaramos de una vez imposible nuestra obra y nos cruzamos de brazos. Otra cosa no podemos hacer mientras el ciudadano de estas repúblicas viva preguntándose todos los días, al despertar, lo que debía de preguntarse todos los días, al despertar, el ciudadano de Roma decadente: “¿A quién aclaman hoy emperador las legiones? ¿Quién es hoy el favorito de los pretorianos? ¿ Sobre qué espaldas de patán flamea hoy la púrpura?”.
-Monólogo del personaje “Alfonzo”: ¿Emigrar?
Sí, emigrar. Si declaramos imposibles nuestros planes, no será para cruzarnos de brazos; nos faltará cumplir con un deber todavía; el de salvarnos, salvando nuestro ideal con nosotros. Nadie debe sacrificar su ideal. Nadie debe exponer su ideal a la vergüenza de sacrificios inútiles. Y para salvarnos con nuestro ideal entero, libre de sombra y manchas, habremos de irnos por el solo camino abierto a nuestros pasos, el doloroso camino de la emigración a buscar otros climas, en otras comarcas, entre otras gentes, la patria de nuestro espíritu.
-Monólogo del personaje “Emazábel”: No emigrar
Emigrar es cobardía. Si no es desertar, es por lo menos darse por derrotado mucho antes de combatir. Es abandonar lo que en las manos tenemos, por huir detrás de una sombra que tal vez no alcanzaremos nunca. Nunca dejaremos de ser extranjeros en donde quiera que vivamos lejos de aquí. Emigrar es renunciar a un derecho, a un legado, a la porción de herencia, humilde o grande, que la patria nos debe a cada uno de nosotros. Es dejárselo todo, y sin lucha, a esa pandilla de miserables.