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Salón de las tablas (XVI): Eduardo Gil

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Por FEDERICO PACANINS

La revelación poética no es exclusiva del arte de hacer versos. Buena parte de la mejor literatura ensayística en materia de artes escénicas se apoya en las revelaciones, no exentas de significativas metáforas, de artistas que revisan y recrean los bordes más emotivos y espirituales del teatro. Eduardo Gil (Niquitao, Trujillo,1943 – San Cristóbal, Táchira, 2014), actor, director, investigador, docente y gerente teatral, tuvo el don de profesar sus oficios en un rango tan amplio, que bien pudo ensayar profundas y poéticas reflexiones, prestas a todos los interesados en el arte escénico.

La carrera profesional de Eduardo Gil comienza de la mano del maestro Nicolás Curiel, quien lo integró al Teatro Universitario UCV durante los años sesenta del siglo XX. Luego Gil viajó a Francia para especializarse en el Centro Universitario Internacional de Búsqueda Teatral de la Universidad de Nancy. Sus estudios, referidos al teatro experimental de investigación corporal y del trabajo físico del actor según el maestro polaco Jerzy Grotowski, dieron pie a que impulsara esos conocimientos a su vuelta a Caracas, cuando fundó y fue director del Taller Experimental de Teatro TET en 1972. Después alternó actividades como profesional de la actuación y de montajes escénicos, con responsabilidades asumidas como director y profesor de la Escuela de Letras UCV desde 1996 hasta el año 2000 ─Premio Nacional de Teatro de ese año─ y del Instituto Universitario de Teatro IUDET (2002-2005). A continuación ofrecemos una selección de sus poéticas reflexiones en torno al arte escénico, publicadas en los libros Cenizas del teatro. Imagen de la dispersión (Conac, Caracas. 2002) y Como un río de luces y sombras (Fundación editorial El perro y la rana, Caracas. 2007). Un adecuado pórtico a las selecciones compartidas está en el epígrafe seleccionado por el mismo maestro Gil para presentar uno de sus libros:

Siendo yo para mis fantasías

auditorio y teatro.

Francisco de Quevedo

─ En… CENIZAS DEL TEATRO. IMAGEN DE LA DISPERSIÓN (2002)

Imagen y memoria se entretienen.

Y entretenidas, en demora, se retienen. Retardan ─artificio le digo ─el paso del instante, el solitario que ambas dos contienen.

Ambas insostenibles, pasajeras, por corredor de nada y de vacío…

Todo en el teatro es fuga; lo huidizo enlaza la visión con el engaño y la memoria es pinta pura. Finta. Ficción.

Por imagen y figura cae y se precipita el intelecto. En el fondo memorioso ─confundido horizonte─ el espejo emotivo centellea y trasluce en el aire.

Sostenida al soplo singular que la devuelve, la órbita clara de la memoria aspira y evapora la imagen, su vacío. El vaho transitivo, la borradura.

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Algo emana de la imagen teatral tan sólo para retornar a ella.

Lo que el espectador cree recibir o captar es, en realidad, un movimiento de la imaginación que ya estaba en marcha, devuelto hacia la escena.

Es así como, en cierto modo, la imagen teatral es imposible.

Un sin oficio en ejercicio activo. Nada que hacer. No hay nada.

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Escena es materia de moldear, de ser en el hacerse y deshacerse, en su dejarse ser.

Fuera de este movimiento y transformación no puede aparecer. Este es mi parecer.

Lo que en ella nace es serpiente, ondulación.

Del invierno frío y oscuro de la tierra imaginal brota enroscada y palpitante la aparición que busca─ en el movimiento─ su destino.

En el teatro que digo la oreja es más profunda que el ojo. Va hacia adentro.

Inmediata. Vibrante.

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Expuesto, desprovisto, sin títulos ni calidades, aparece en escena el actor. Nos trae una elemental carencia.

Manteniéndose ausente este anuncio de persona poco a poco va aprendiendo el oculto sentido que el cumplimiento del oficio conlleva: su propia negación, el borrón de sí, la tachadura.

Entre negación y repetición está el suplicio, el actor aprende repitiendo su falta.

Atormentado por ser el que no es, de sí mismo sufre la condena.

Cuando encarna el papel va aprisionando al otro. Un celador por tanto en él se esconde.

Y cuando se elogia en él el cumplimiento, el desempeño acabado de su oficio, por dentro se sabe disminuido, venido a menos por hacer de más.

Siempre se aprecia en él, aquel que fue. En el papel bien hecho se deshace. El viento de la escena lo acorrala.

Se va en el soplo que apenas aspirado entrega al eco; resonando razona en alta voz su inexistencia.

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La sombra que abandona la luz del escenario se reintegra a una nada, a una espera. Se abre al abandono de la fisiología.

Se exilia el ser al pulso; al palpito, al temblor muscular, a nervaduras.

Periferia existencial, suburbio, monte arriba del ánima.

Entre un rol y otro, el actor hiberna, congelada en el nombre propia la persona muda. Íngrimo cuento de invierno.

La vida del actor es… puntos suspensivos… Reticencias…

Fuera de escena el actor es exacta deficiencia: de lenguaje, de memoria, de visión, de identidad.

Su vida es afonía, afasia, afemia, alexia, apraxia, agnosia, ataxia, amnesia.

La pura disfunción. Tratado de neurología.

Cesante y sin anhelos… funcionario.

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Detenido viajero sin caballo. El borde de la escena es precipicio, fortaleza cerrada y vigilada.

El paso, el tránsito, el cambio, el salto, la figura y un conjuro que lo nombra y lo señala: salta, ahora.

Allégate. Ensíllate. Cabalga. Inmóvil. Recórrete en silencio, el rol es herradura. Hazte rienda y espuela para el freno. Nervio a galope tendido por la calma escondida del texto. Paisaje a viva voz.

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Soy incapaz de resistir el resplandor que brota de la escena, soportar lo que ella anuncia siempre sin decirlo, dejando sobre el aire suspendida la esperanza. Como un adiós interminable. Trueno y relámpago de lo inesperado así es él. Al menos me parece que sea de tal suerte.

Cuando es así de súbito y de libre, el teatro que digo no depende de nada y no es de nadie. Y por no serlo, justamente, busco su fulgor, luz indomable para luego, en mi penumbra, entrever a duras penas lo poco de misterio que puede contenerse y contenerse en mi ceguera.

¿Qué llamo resplandor? ¿qué llamo escena?

Desde el asombro mismo la idea del teatro, íngrima y sola, ensimismada para mejor sentirse, me ayuda a bien querer lo no prensible.

Por lo fugitivo y por lo escaso de un encuentro, mejoro yo mi aprecio por el extraño oficio de hacerse pasajero. Lo que busca imponerse y durar a toda costa y en permanente centro, no me deslumbra tanto ni me atrae por igual.

La escena a mi modo de ver, pide distancia, cierta pausa y sosiego, una separación y esfuerzo que la hagan destacarse, un buen espacio libre para su despliegue. Apartarse un poco, andar con ella, en diálogo más pleno y más fecundo. La escena es cosa de preguntas y respuestas. Si las tienes. Si no… no hay quien te valga.

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Más que otro oficio, el teatro muestra a un artesano despedido, cesante. Se trata, en efecto, de «ejecutar» un desempleo a voluntad. Con riesgo de suspensión de por vida. Sin ley que lo ampare el actor es por definición un sin oficio.

Su trabajo impone al comediante no asistir a la tarea ni atender su labor. Ser un verdadero irresponsable con su puesto es lo supuesto en él. Su carta de antecedentes es la inexistencia pura, en todo archivo que se precie de guardar algo, sobre él no hay nada nunca.

Desde Aristóteles hasta hoy una larga tradición impone una obra, una pieza, como intermediaria con la audiencia. Sin esa pieza no hay posible vacante para el artesanado, para entrenarse en la ficción del oficio. El dividendo que se espera se ha llamado catarsis, identificación emocional. Cosa de cuerpo a cuerpo a mano de lo imaginario.

En el teatro el cuerpo humano obedece, de modo peculiar, a las leyes de una anatomía fantástica, mítica o simbólica. Mucho más cercana que las leyes de los manuales médicos, la fisiología de órganos, miembros, aparatos o sistemas.

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Actuar, más que paseo es dar un pase. Abre lugar deshabitando siempre a la entrada del otro, al que viniera.

Si se aparta el cerrojo ─vea la palabra─ del encierro brota una marea, estalla la barrera con su estruendo.

El actor, el esclarecedor de tramas, se nos viene encima. Deslumbrante.

Al fin y al cabo el desprendido, ardiendo se transforma.

Reconocer penumbras, ponerse entre dos luces y dos sombras, arte que intenta dar la vuelta al ruedo. Ruedo ceñido que empuña por el cuello y por la mano, por el talle y el pie, un temblor que nos templa.

Olvidado del toro el mal actor se luce y se hace traje y todo cuanto pisa es pura arena. Superficie.

Cuando el actor torea su bestia negra y a su hora, la escena es oro y grana la palabra es plata. Paso doble, un paso que es por dentro y es por fuera, que cimbra la cintura del drama que cuenta un tiempo lento. Sostenida la tela encapotada, arma mortal vestida de llamada, el texto es pura sangre cuchillo de la voz que nos silencia.

─ En… COMO UN RÍO DE LUCES Y SOMBRAS (2007)

VAMOS A VER AL TEATRO

Vamos a ver su haber.

Admiremos que el hombre al mirar olvide el ojo con que ve. Es este olvido un engaño. Alojado en él. Le hace al mirar ver lo recordado. Si a ver bien vamos, todo lo que antes, desengañado, no fue visto, es ahora lo invisible, visiblemente. Pues no hay quien mire. Eso nunca se había visto.

Mire usted que no hay nadie. Véase la mirada: una cosa de nada. Ve la nada: el nudo desnudado. En lo visible, invisible es el ojo, el que no está. Está anudado. Oculto. Velo. Y eso hay que verlo. Al que ve hay que mirarlo con mucho ojo. Un ojo sobre su mirada. El velo tejido. Ve el teatro quien ve lo ofrecido.

Ofrecida la trama. Entre.

Entretelones. Entretenimiento.

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Al fin el cabo. El fin del ver. Su verdadero fin.

El ojo fija su cabo al ver, y yo, sin menoscabo de lo más acabado de esta idea, es menos lo que veo cuánto más acabado y pulido se me ofrezca en la escena el afinado vértigo de una versión, ese modo de ver sin ver el modo.

Lo que yo veo, Gordon Craig lo dijo: “los ojos ante todo y todo ante los ojos”.

La percepción desconoce los conceptos, ella no media y no da tiempo. Ella abre y cierra nuestros ojos y nos deja de par en par con la imagen, que sí es picada, escinde en dos al mirador y con sus dos mitades lo hace espectador y teatro, desamparada pareja, detenida en mitad del camino.

Si no se ven, son persiana, cortinaje, ambos en la ceguera del otro. Las señas entre ambos no concuerdan. Son todo desconcierto, el uno duerme y se despierta el otro. Vea este sino. Vea los signos. Los vecinos. Prisioneros del lado, divididos.

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ESCENA

El doble del sentido, única vía.

La escena presencia el tráfico continuo que construye, en ella misma, su destino. La imagen que la escena encarna existe solo para ser seguida, continuada, contigua a nada. Dando paso, en sucesión. Cediendo es que sucede.

La gloria de la escena es ir pasando. Como si el lector al pasar la página que lee, descubriese a la manera del sentido “entrelíneas” el sentido “entre hojas”, que lo acecha y el sentido mismo, al darse cuenta que nada ha estremecido al lector, “pasa la hoja”, abdica su poder y deja, así, que la ignorancia reine y continúe perdida en el tropel del trazo tras el trazo.

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Ojo del espectador, ojo contigo. Tú con tu ojo ten mucho ojo, pues solitaria, abandonada de ti, tu pupila es apenas una niña y está alto para ella aquel cerrojo.

Dale pues altura y fuerza a tu mirada. Empuje, atrevimiento, a lo que hemos de ver hay que preverlo. Visión es previsión, desprevenido.

De pie, con los ojos levantados, las manos extendidas, ya lo hemos visto antes, un hombre franco al fin se nos perfila, más ancho, más alto y asombrado. Dando cabida a más.

Él mismo está en su clave. Encantado resuena. Está entonado. En el torno y su giro. Puerta entornada: él que retorna.

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Es posible decir que el espectador es un actor por fundamento, alguien que nos otorga el chance de ser vistos, él nos convence que el teatro es el resultado natural de su presencia allí, en aquella hora.

Siendo un recién llegado hace verdad el que los últimos sean los primeros en percibirse.

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Yo quiero bien los ojos atontados, los que tienden la mano tambaleando.

Ojos que piden socorro con voz queda que pide inclinación, que pide abrazo.

Prendados todavía son ojos que se quedan. Prendidos de un telón en infinito vuelo.

La sala oscurecida los hace dilatarse, demorarse en penumbras, claroscuros.

La pura noche de la sala los llama a verter algo de la claridad ganada, para encontrar, a tientas, ya se sabe, un sendero de huellas ya borradas.

La esponja de la escena los absorbe, los seca y limpia nuevamente, los recobra. Y se acercan, de a poco y con recelo, a las puertas guardadas en el fondo del teatro, en lo muy hondo.

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