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Salón de las tablas (XV): Juana Sujo

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Por FEDERICO PACANINS

Una polifonía de acentos hispanoamericanos se escucha en los diálogos de  La balandra Isabel llegó esta tarde, icónica película  nacional de los años 1949-1950. Esta coproducción argentina—venezolana con guion del director sureño Carlos Hugo Christensen adapta el cuento  homónimo de Guillermo Meneses, fotografía al puerto de La Guaira y presenta a sus habitantes con parlamentos marcados por diferentes formas de hablar: la venezolana, debida a los acentos criollos del actor Tomás Henríquez o del entonces niño Nelson Zavarce; el refinado decir mexicano del primer actor Arturo de Córdova, contrapuesto al acento argentino de Virginia Luque, la dama joven del drama, compartido con una desarrapada loca, representada por otra actriz llegada a Venezuela a finales de abril de 1949 para precisamente representar ese rol en la película: Juana Sujovolsky Berconsky (Buenos Aires, 1913 — Caracas, 1961), o  sencillamente Juana Sujo.

La película fue muy bien recibida por el público y la crítica —José María Beltrán Ausejo obtuvo el premio a la mejor fotografía en el Festival de Cannes de 1951—, y tal vez por ello Juana Sujo decidió quedarse en el país, aportando en los casi doce años que estuvo entre nosotros un importante bagaje curricular, que ya para entonces la presentaba cual reputada profesional del cine y del teatro latinoamericano.

Nacida  en Buenos Aires, su primera infancia transcurrió en Argentina con sus padres, de origen judío y naturales de Crimea, al sur de Ucrania. Tuvo su formación inicial en Brasil, país al que su familia emigró cuando tenía cuatro años. En 1922, recién cumplidos los nueve años de edad, la familia resolvió trasladarse a Alemania;  allí  cursó estudios de piano,  recibió enseñanzas de arte dramático de la maestra Ilka Grüning y fue alumna del reconocido director alemán Max Reinhard. Para 1933, ya era notoria su condición de aventajada joven actriz de teatro y cine; de hecho, asumió el rol de Munks Mutte en Das Kalte Herz, una película alemana de estreno, aunque el ambiente del país, en nada favorable para emigrantes de origen judío, forzó un regreso a la Argentina. De vuelta en Buenos Aires, la joven Sujo trabaja en diversas puestas en escena; entre ellas, las Bodas de Fígaro de Beaumarchais, Mirandolina de Goldoni y Divorciémonos de Saidov al lado de la gran estrella Paulina Singerman. En 1945 gana el Premio Municipal de Teatro argentino como mejor comediante por su actuación en La voz de la tórtola, obra con más de 700 representaciones.

La fama como laureada actriz del cine hispanoamericano la trae a Venezuela para asumir roles en La balandra Isabel llegó esta tarde y en El demonio tiene cara de ángel (1950). Se trata de la natural consecuencia de un historial de participaciones en el cine argentino, iniciado con Callejón sin salida (1938) y La vida de Carlos Gardel (1939) junto a Hugo del Carril.  Otra docena de títulos le dan un punto culminante en 1948 con el premio a la mejor actriz dramática de reparto, por Como tú lo soñaste. Al año siguiente, actúa en La trampa bajo la dirección de Carlos Hugo Christensen, quien la sugiere para venir a filmar en Venezuela.

Luego de su llegada al país, Juana Sujo se domicilia en Caracas, donde no solamente actúa o dirige montajes teatrales, sino que también se dedica a promocionar y ejercer la docencia del arte dramático. En 1950 inaugura su Estudio Dramático en un espacio del Museo de Bellas Artes. En esta escuela personal adiestra a sus alumnos y con ellos ofrece escenas del teatro de Shakespeare, Zorrilla, Goethe, Shaw, Calderón y Moliére. Además,  escribe —muy bien, por cierto—  para El Nacional la columna  «Teatro de hoy y de siempre». En 1952 su Estudio Dramático se convierte en la Escuela Nacional de Arte Escénico adscrita al Ministerio de Educación.

En 1954 se casa con el actor venezolano Carlos Márquez, destacado alumno de su Estudio, y un año después, entre ambos fundan la Sociedad Venezolana de Teatro. Con ellos Román Chalbaud presentó su obra Caín adolescente. Son tiempos de estrenos y docencia, pero también de acciones promocionales para llevar el teatro al lado este de la ciudad; al efecto, montan en el cine Las Palmas la obra Lecho nupcial de Jan De Hartog.  El 1 de abril de 1959, inauguran el Teatro Los Caobos con la maestra Sujo presta a dirigir y montar obras de autores venezolanos y extranjeros; entre ellas, Chúo Gil de Arturo Uslar Pietri o El quinto infierno de Isaac Chocrón. Además, impulsa el interés del público por  asistir a novedosos montajes de obras de autores clásicos —Esquilo, Lope de Vega, Chejov— y de interesantes dramaturgos contemporáneos. En junio de 1961, ensayando la pieza El gesticulador del dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli, sufre un colapso debido al cáncer que padece. Unas semanas después, el día 12 de julio de 1961, fallece en Caracas.

Resulta larga y nutrida la lista de montajes teatrales que la maestra Sujo ofreció con talentos venezolanos, a quienes adiestró para que  alcanzaran un decoroso nivel profesional. Justo es  destacarla como consumada artista que, domiciliada en Venezuela durante la década final de su vida, ejerció con diestra pasión su profesión y, al hacerlo, pues también proporcionó el sentido de orden necesario para impartir una articulada y duradera actividad docente, reflejada en la existencia de la Escuela Superior de Artes Escénicas Juana Sujo, todavía activa. En ese sentido, alta fue la estima de Arturo Uslar Pietri, al decir que ella fue “Quien comenzó a crear las bases, y a crearlas con mucha seguridad, para un movimiento teatral estable y serio en el país”.

A continuación ofrecemos la memoria de sus ideas y de su talla intelectual, mediante un par de conferencias: una, con el título de Caracas, sentimiento contradictorio, dictada en 1950 al inaugurar el Estudio Dramático; la otra, ofrecida en 1949 con el tema de Shakespeare en el teatro y el cine, que presenta algunos datos autobiográficos enmarcados por su refinada erudición. Luego reproducimos su reflexión crítica referida al teleteatro —Teatro y televisión—,  cual novedoso y positivo medio de difusión del arte dramático. Por último va una luminosa entrevista que le hiciera Juan Liscano para El Nacional en 1950.

CARACAS SENTIMIENTO CONTRADICTORIO

(Estudio Dramático, Caracas. 1950)

Por algo  desde que fuimos niños se nos reprochó el apasionarnos espontáneamente, obrando por impulso, por los seres y las cosas. Qué doloroso nos resultaba entonces, cuando una sensación feliz, optimista en un cien por ciento, venía a ser perturbada por aquellos que con su “freno mental” nos querían convencer del “otro aspecto” del asunto. Y, sin embargo, nos dominaban, estábamos como avergonzados de haber podido tan incondicional y puramente y terminábamos por aspirar ya tan sólo a ser como nuestros mayores: firmes y seguros en el desarrollo de todo sentimiento apasionado que pudiese comprometer nuestra integridad.  Y en ese afán de equilibrio, inconquistable, se nos va la vida. Corta por cierto. Que yo considero debiera ser de doscientos años, más el privilegio de vernos, en nuestra postrer mirada al espejo, jóvenes y resplandecientes. Porque, ¿en qué tiempo se pretende que amemos, aprendamos a amar y canalicemos ese amor de la manera más elevada? Por toda respuesta nos dedicamos a intentar. De intentos menores pasamos a otros mayores, según dicta la aspiración.

Caracas, con su profesión de verdes, de cerros, de tipos y constelaciones, me hizo vibrar en el primer momento de alegría fuerte, que conté y canté en la medida de mi sentir; fui descorriendo luego velos para mí que me hicieron fruncir el ceño en más de una oportunidad. Y me apenó tanto como cuando descubría siendo niña que mis ídolos adorados con frenesí se tambaleaban y ponían en evidencia mi forma de magnificar. Creo poder permitirme el enfoque de lo que expondré, pues vivo en Caracas, sus gentes y sus problemas. Limitándome por cierto a lo que constituye un mundo de las inquietudes estéticas. Que encuentran su raíz o no, en la vida misma. No fue suficiente el dejarme emocionar por muchas realidades artísticas venezolanas. Las excepciones no pueden dar la medida del común de sensibilidad y evolución de un medio. Pero si fue reveladora para mí la creación del Estudio Dramático donde al cabo de un tiempo me he identificado y compenetrado de la esencia del problema espiritual del joven venezolano, como pocas veces quizá le he dado hacerlo al que llega de fuera. Son privilegios que requieren y exigen lo suyo sin embargo. Y creo citando la frase de un alumno y un maestro a la vez, venezolano, daré en síntesis la idea que pretendo: “En Venezuela hemos dictado cátedras de serias y dificilísimas materias, pero hemos saltado por encima de la cátedra del hábito”.

Ese es el punto neurálgico, efectivamente. Cuando pienso en los pueblos de América que he recorrido, en su condición innata, Venezuela está en gran ventaja. Su agilidad mental, su reciedumbre tropical, su instinto fuerte encuentra similitud sólo quizás en Brasil. Pero en un Brasil que va quedando en el tiempo. Todas las otras impresiones se desdibujan frente a las características de personalidad que brinda este país. Características que, en su valor intrínseco, logran imponerse, pero nunca enraizarse; como sucedería si se le diese al hábito, a la forma, a la limitación, en el concepto rilkeano, toda su trascendencia.  A mí me ha preocupado siempre y me preocupa el descubrimiento de poderosos impulsos, que se agotan si sucumben por abandono. Cuando pienso que el cultivo de los mismos, por estudio, constancia, disciplinas y, sobre todo, “amor al amoroso cuidado que exigen la condición humana”, paralela inminente a la artística, ha dado como resultado los procesos más valiosos de cultura en el mundo.

Yo creo en lo que va de dionisíaco a lo apolíneo. Creo en el rendimiento de culto. Creo en la reverencia. Que no es humillación. Y creo en el despertar consciente de Venezuela en esos aspectos; la ubicaría espiritualmente en el lugar de privilegio que le corresponde. El hombre ha de valorizarse a sí mismo para poder darse a los hombres. Es necesario que una vez descubierta su vocación, luche por ella y la defienda como un bien inapreciable. Porque sólo en la conquista de un nivel destacado, seguro además de estar librado a su propio saber y contenido, encontrará la fuerza y el camino digno de caminarse.

Mi alumnado, compuesto por cincuenta jóvenes de ambos sexos, con ambiciones artísticas, teatrales y cinematográficas, abre desmesuradamente los ojos cuando yo rezo: vivir es esforzarse. Y no hay trópico que valga. El proceso es evidente en dos meses de orientación; tan esperanzado que duele todo el hermoso tiempo que se va perdiendo en esta Caracas tan llena de promesa, tan sacudida de impulso, tan confusa de aspiración, tan incontaminada de angustia decadente y, sin embargo, como perdida entre sus verdes, sus cerros imponentes, sus tipos tallados de maderas de todos los tonos y sus constelaciones brillantes.

En la transición del “no hacer” al “querer hacer, está todo el misterio. Cuya llave guarda la voluntad. Despertar esa voluntad, desentrañarla, encausarla hacia los mejores fines, es la labor de todo aquel que no ha perdido la fe en el hombre y que espera, para sus semejantes futuros, un despertar hecho de menor amargura y mejor tibieza humana.

SHAKESPEARE EN EL TEATRO Y EL CINE (1950)

No es que al asistir semanas pasadas al debate sobre Hamlet en el Instituto Venezolano–Británico no tuviese grandes deseos de apoyar o rebatir muchos de los valederos e inteligentes conceptos que allí se expusieron. Pero creí, como siempre, que bien valía la pena meditar un poco para no quedar luego con ese sentimiento de duda que, por lo menos a mí, me asalta después de toda improvisación. Fue un placer estar presente y ver y pulsar la sincera inquietud con que muchos de los aficionados al arte cinematográfico defendieron sus impresiones y puntos de vista. Y porque en definitiva creo, con Benavente, que las personas, para sentirse inteligentes, se han de reunir para hablar de las “Cosas” que hacen las personas, mientras que los otros hablarán de las “personas”. No volveré sobre lo discutido, pues quisiera aportar, si ustedes me lo permiten, datos y convicciones que son de mi propia cosecha; pero sí diré que me asombro el que uno u otro de los atacantes de la versión cinematográfica fuese perfectamente profano, en cuanto a materia de cine se refiere.

Como la honradez, aún en el simple desnudar de una idea, sigue siendo, para mí, el más preciado baluarte, me decido a exponer, tranquila y segura, estos puntos de vistas relacionados con el cine y el teatro, ya que ellos constituyen la médula y esencia de mi razón de ser. Es decir, que a cambio del gran amor que siento y profeso por ellos, me ha permitido abordarlos analíticamente, que nunca significa destructivamente. Y permítaseme que haga una sola objeción: si lo trabajoso y agudo de un análisis no ha de llevar más que el adjetivo final detestable, considero el esfuerzo totalmente vano y penoso.

Todas las discusiones son sensibles a controversias, pero hay algo que se salva de ellas para convertirse en pauta y convencer: la realidad ambiente. Yo debuté en 1932 en los “Kammerspiele”, de Múnich. Teatro de Cámara, dirigidos por directores especializados, con La Comedia de las Equivocaciones, de Shakespeare; mi director Falkenber, célebre después de Reinhardt, de montajes shakesperianos, tenía por entonces una gran preocupación; respetuosísimo de la obra de arte y con inquietudes siempre renovadas de ofrecer a su público lo inesperado, buscaba la forma de verter la obra distinta y aplicando procedimientos técnicos de última hornada. A pesar de las infinitas opiniones en contra, encargó a un joven, talentosísimo comediógrafo, el remozamiento de la comedia, luminosa de intención, pero con vicios, defectos de construcción, según él. El trabajo concienzudo, dificilísimo, controlado del joven autor, dio resultados sorprendentes; los críticos (magníficos eruditos en su materia y función, léase, si no, Recopilaciones Críticas por Alberto Kerr, entre tantísimas obras) exaltaron la osada iniciativa; el estreno resultó éxito insospechado y, contra la costumbre de incorporar la obra al repertorio haciéndola dos o tres veces a la semana, fueron cuarenta y cinco funciones consecutivas llenando el teatro y deleitando a ese público exigente, culto y sentimentalmente tradicional. Le siguió Piscator, extraordinario director, sobre el cual deseo decirles algunas cosas. Porque raras veces tuve así la “seguridad”, más que la sensación, de que las revoluciones debieran hacerse empuñando las armas artísticas y dejando flamear la bandera del Arte en los pabellones del mundo entero. Amén de aquella frase célebre que sorprendió en boca de un monarca inglés cuando, para conquistar una posible posición diplomática de vital urgencia ordenó enviase para el caso a un artista.

Piscator, desde su escenario, crea un movimiento teatral culturizante para escuelas primarias y secundarias. Todo Berlín desfila por su teatro y se emociona y estremece con la concepción de sus clásicos. Poda sin compasión, dejando que afloren como latigazos conceptos y verdades que él desea subrayar; crea, en lo técnico, maravillas, como los célebres ascensores escénicos para que las mutaciones sean simultáneas y espontáneas, agilizando así su sentido del ritmo al servicio de las distintas intensidades de la obra. Hace cortes transversales en decorados sugeridos apenas para compenetrar al espectador más y más de la atmósfera en que se desarrolla el conflicto, y brinda una versión de Los Ladrones, de Schiller, desencadenando polémicas que se convierten en verdaderas arengas sociales y culturales. La guerra lo aleja, pues él no entiende de otras armas que aquellas del pensamiento humano, y Norteamérica lo conquista para uno de sus más grandes y trascendentales conjuntos de teatro universitario.

Tampoco he de olvidar mi único encuentro con Max Reinhardt presenciando, durante toda una noche, un ensayo para Cábala y amor, del mismo Schiller, que él convirtió en la cátedra de teatro más honda y completa que me haya sido dado presenciar. Su magnetismo era tal que aunque sus actores se sintiesen rendidos de cansancio, ninguna hora les parecía tardía para asimilar y ensayar y pesar cada frase, cada verso, cada palabra, para luego, y siempre de común acuerdo, ir eliminando lo que considerasen inútil. Recuerdo vivamente sus palabras: “Muchos se preguntarán, ¿y quién es quién para disponer así de la obra de arte ajena erigiéndose en su juez y censor? Y yo contestaré: el público culto, sabio, conocedor de Europa, que en su inmensa mayoría ha cultivado desde su infancia hasta la madurez el sentido artístico como aficionado, tiene, y está absolutamente capacitado para ello, la palabra. Él nos dará la medida exacta de si la obra de arte debe seguir o no disfrutando de total libertad para su recreación”. (Saltando por encima del conservadurismo, yo diría sensiblero de concepto de que esa violación le resta su condición de tal).

Reinhardt, con su ilimitada pasión por el teatro, le dedicó su vida, creando, además, la más célebre de las escuelas dramáticas que lleva su nombre, donde maduraron actores de la talla de Anton Wohlbrück, Francis Lederer, Elizabeth Bergner, Helen Thiming, Paula Wessely y Grete Mosheim, insuperables Margaritas del Fausto, de Goethe; que entregó al teatro en la totalidad de su obra a ese contradictorio expresionista que fue Gerhardt Haupman desde su fascinante poema teatral, “La campana sumergida”, hasta ese himno social que fue “Los Tejedores”; Reinhardt no esquiva el cine y, muy al contrario, le brinda su hijo predilecto entre los predilectos: “Sueño de una noche de Verano”. Desgraciadamente la única película que alcanza a dirigir. Olvidaré El Mercader de Venecia, dirigida e interpretada por el gran amigo que fue Enrique de Rosas.

Y en el calor de su recuerdo es donde nace el título para estas cuartillas: “Shakespeare sentido en el teatro y pensando en el cine”. Nadie como él conjuntó los valores de uno y otro arte para lograr esa orgía de color, forma y emoción que fue su único paso por el cine; despertaba el bosque, se elevaba la bruma, abría la flor y la sala entera sentía deseos de abrazarle, al conjuro de ese milagro poético hecho imagen.

Pero quisiera aclarar, antes de penetrar de lleno en el tema, en qué consiste exactamente para mí, desde mi criterio y sensibilidad de actriz, sentir a Shakespeare en teatro y “pensarlo” en cine. En mis años de escuela dramática en Berlín estudié, entre otros roles: Portia de El Mercader de Venecia, Julieta y el Ama de Romeo y Julieta, Puck, de Sueño de una Noche de Verano, Catalina de La Fierecilla Domada, Viola de Como Gustéis.

Como espectadora teatral recuerdo haber visto Romeo y Julieta, con la gran Elizabeth Bergner y Francis Lederer (de actuación posterior en Norteamérica y Londres, y en la Argentina con Amanda Varela y M. Faust Rocha, ΄en misce en scene de Susini); La Fierecilla Domada con Kathe Dorsch, extraordinaria actriz, múltiple, en plena madurez, y en Buenos Aires a Paulina Singerman y Esteban Serrador, sorprendente Petruchio de una elegancia y un lirismo memorables: Hamlet, por el gran actor israelita Jacobo Ben Ami; Otelo, doble versión, alemana, con Heinrich George, fallecido hace poco, y Argentina, con Luis Arata. Y no siempre, ya sea como actriz o espectadora teatral, me sentí como envuelta en su embrujada melodía, más allá del propio control. Es decir, dominada, poseída, como lanzada en una especie de ritos mágicos que hacía que me sintiera entregada sentimental mucho antes que mentalmente. Y este es concepto que rige desde Eleonora Duse a Betty Davis, o desde Stanislawsky a Laurence Olivier. Shakespeare en teatro sigue siendo entonces para mí, movimiento plástico ─dinámico, melodía, dramático─ apasionado por momentos, grotesco-cómico en otros. Es así como sus cadencias o monólogos, ya líricos ya filosóficos, plenos de todo ello, son casi imposibles de retener para el análisis y la reflexión inmediatos.

Surge entonces el Shakespeare cinematográfico. Vemos la cristalización de esa magia feérica que es Sueño de una Noche de Verano. Romeo y Julieta, donde Leslie Howard (que aún no se ha ido) y Norma Shearer se disputan espiritualidad alada, quintaesencia. Como Gustéis, donde Elizabeth Bergner imagina mundos y los crea; fragmentos de Otelo, moro en relieve que parece haber encontrado en Ronald Colman varias dimensiones; el Enrique V, genio e ingenio de realización y, por fin, Hamlet, de esa eminencia moderna que es Olivier.

Y vuelve uno a emocionarse y a asombrarse y a inquietarse frente a ese inagotable torrente de sugerencias y pensamientos que le despiertan estas sucesivas obras de arte. Y es frente a ese “solo plano” donde la cámara penetra lenta y hondamente en el cerebro de Hamlet, que se me revela como por arte de magia, el aporte extraordinario del cine a la obra shakesperiana. Comprendo entonces que lo sublimado está dado en síntesis y que nos están dando el tiempo y los medios para pensar a Shakespeare. Para desentrañar su pensamiento con emoción viva. Para aclarárnoslo filosóficamente.

De ahí la emocionante atracción de los planos mudos en expresión pensante, acompañados de la voz rica, desdoblada en matices, sangre y carne del mismo actor que acompaña su pensamiento. Magnífico hallazgo de técnica superada. Como los planos como lo inanimado se anima y cobra voz para convertirse en símbolo. Aquella separación eterna de los esposos culpables, por distintas escaleras. Del mutismo de Ofelia, grandeza frente a lo irreparable. Y así podríamos seguir exaltando no sólo la valoración del Shakespeare pensador a través de la cámara, sino del Shakespeare poeta, donde la imagen tiene la fuerza de múltiples paletas inspiradas. Esa muerte de Ofelia es cuadro de grave, hondo dramatismo pictórico.  O como ya cité anteriormente en Sueño de una Noche de Verano. O los desplazamientos para la escena del veneno en Romeo y Julieta, donde la cámara logra, a través del enfoque, toda la intensidad apasionada de ese romance adolescente.

Y ahí está Shakespeare también; cuando ahogado entre los pocos metros cuadrados del escenario, invita por medio del relator, en Enrique V, a su público a seguirlo, a aguzar la imaginación, acompañándolo en el relato y la acción hasta el horizonte, para situar allí, entre cielo y tierra, dueño del espacio, la batalla. ¿Intuyó acaso, la futura interpretación que daría a su gloriosa fantasía un Laurence Olivier, en posesión de todos los secretos del cine?

Sea como fuere, somos nosotros los que seguimos enriqueciéndonos con los remozamientos, las nuevas y sorprendentes versiones que prolongan y difunden más y más la obra shakesperiana y hace que no sólo quede y hacen que no sólo quede venerada en el tiempo como documento histórico de arte, sino que siga sirviendo de antorcha luminosa a las nuevas generaciones. Y no quisiera, pensando en ello, dejar de considerar que mi más grande gratitud como artista se la debo a Olivier, a quien rindo homenaje contándoles lo que recogí de un gran amigo común: Ben-Ami.

Lo atrajo al cine en el eterno afán de escalar. Fracasó, sin embargo, en dos pruebas consecutivas para triunfar inesperadamente en Cumbres Borrascosas.

Resultando un extraordinario éxito comercial, todas las puertas se abrieron.  Entonces, rehuyendo y rechazando la fácil, se enclaustró en su templo de arte y estudió y experimentó incansablemente durante cinco años hasta madurar su repertorio shakesperiano y ofrecerlo al mundo con la profundidad y grandeza que todos o casi todos hemos tenido la suerte de gustar. Ejemplo extraño y magnífico de constancia, de misticismo artístico en época como la que corre. Y contagia y anima. Se sucede en su Hamlet teatral y cinematográfico, sigue su Rey Lear en línea triunfal, aún desconocido para nosotros, y exalta, en su gran colega Orson Welles, la realización de Macbeth. Quede esta breve reseña del artista como ejemplo para los apresurados de hoy, que creen poder triunfar, en el sentido más banal de la palabra, por generación espontánea, sin lucha ni esfuerzo.

Y todo esto quería decir, que al asistir a ese primer debate en Caracas tuvo para mí parte de la emoción que significa el ver sembrar los primeros granos de terreno tan fecundo como puede ser el venezolano, en aras de una mayor comprensión, de un mejor conocimiento, de nuevas y esperanzadas orientaciones. Creo que el país, por sus inmejorables fundamentos, está en condiciones de auténticas y enraizadas obras de arte. Paisaje, clima, pasión, acento popular, existen. Aprendizaje, experiencia están en camino. Por nuestra parte ─y hablo de todos los que hemos llegado ansiosos de aportar, en la medida de nuestras fuerzas, al desenvolvimiento del cine y el teatro venezolano ─ el fervor, el espíritu tenaz y la enorme voluntad están en tensión para todo lo que signifique apoyar, exaltar, dignificar el medio. Con nuestro bagaje pretendemos cimentar una conciencia espiritual y de acción como las que ya existen en el terreno de las letras, la música y la pintura venezolanas, están llamadas a desbordar por los caminos de América.

Y de ese cimentar amoroso, y esperamos que fertilísimo, no puede quedar excluido el cine, arma tan poderosa y representativa de nuestra época en el campo de batalla artístico.

TEATRO EN TELEVISIÓN

(Nueva York, 1959. Especial para El Nacional)

Hay una expectativa real. La segunda sección del NewYork Times dominical le dedica media página al trasplante de Medes-Anderson del teatro a la pantalla de televisión.

La tragedia griega tiene sus puntos de referencia en una reciente representación de Oedipus Rex, hondamente trágica, pero también la tiene en el extraordinario éxito de Judah Anderson en la misma Medea de Eurípides, adaptada por Robinson Jeffers, en los escenarios de Broadway.

Esta transmisión inaugural de un programa llamado La obra de la semana anuncia ya que será “el proyecto del año”. Y con esa firmeza que da lo estable se ha procedido en la elección de equipos técnicos y artísticos para realizar Medea. José Quintero, director panameño triunfante actualmente con el montaje de Nuestro Pueblo, de Wilder, en el Circle in the Square, a quien me referiré en artículo aparte, es el director artístico de la obra. Quintero conoce los valores de la composición, del plano, del cambio. La luz y el sonido (percusión admirable) forman parte de su lenguaje. Supedita el dominio técnico a la intención formal, al contenido del texto, gradúa los niveles altos, medios y bajos, aleja o acerca al espectador y su precisión es absoluta.

Dentro de ese marco de seria integridad, con la noción cabal del significado artístico, cultural y social que tiene la televisión bien entendida, dispone de sus colaboradores, que se cuentan por docenas, los orienta y crea una estupenda unidad de estilo, forma, de interpretación. Funde la cámara con la expresión, amplía y diversifica el único reducido escenario utilizando ángulos maestros, y logra que la emoción gane altura, sosteniendo la imagen, sin miedo al silencio o al estatismo. Medea ruge su sed de venganza con un amor infinito, en un verdadero alarde de fuerza interior y escuela. Majestuosa en el andar, desgarrada en la voz, musical en el matiz, de una plasticidad congénita que nunca es pose, Judith Anderson rubrica su gran estilo y lo comparte con un perfecto elenco, en el cual Aline Mac Mahon ─gemido ancestral─ supera todo lo hecho en su carrera cinematográfica.

Por su aliento, por su trascendencia, por el extraordinario nivel en el cual se sitúa la televisión presentando un teatro de esta naturaleza, sin regateos de tiempo, de talento, de metas, Medea en televisión fue el comentario obligado de Broadway hasta los fastuosos pasillos de las Naciones Unidas. Tampoco desecha Ingrid Bergman la oportunidad de hacer su debut en televisión en Nueva York, aunque eso le signifique un viaje especial desde Hollywood y algunas largas semanas de ensayos, para su única actuación.

Con Descubrimiento, de Henry James, drama adaptado por James Costiean, de una heroica gobernante que protege a dos niños poseídos por el embrujo de los espíritus, se valora el grado de perfección técnica al que se ha llegado en los estudios locales.

La bruma, el suspenso, el símbolo, la aparición o el desdoblamiento se presentan infundidos de rara calidad. Y la cámara ayuda en todo momento al actor, a expresar su mundo interior, su desvelo, su duda, y al espectador a leer hasta su más oculto pensamiento. Esta transmisión, que recarga un tanto el maquillaje para blanco y negro, es neta en cambio en color, para el cual fue concebida.

Ingrid Bergman, pone aquí la misma serena madurez y honestidad de siempre. Ni más ni menos que en sus cometidos teatrales y cinematográficos, porque de eso se trata. De que la televisión, con o sin avisos comerciales, aspire al grado de elevación necesario para que, apoyada en sus propios y singulares medios de difusión, aporte a su incontable público, todo el caudal de consistente realidad o ensueño de que es capaz.

Esta capacidad no se aquilata en el medio estrecho, autosuficiente, empalagado de hábitos convencionales. Hay que sentir y ver el mundo, calibrar su acción, saber situar y situarnos honradamente, relativamente, dentro de ese gran concierto. Humano, creador.

ENTREVISTA A JUANA SUJO POR JUAN LISCANO (1950)

Juan Liscano, poeta y notable propulsor  de la cultura venezolana, toma a su cargo una entrevista para el diario El Nacional, publicada el 16 de febrero de 1950.  En el diálogo sostenido se advierten las trazas de una especial gracia docente, que la ilustre actriz entregaría a nuestro país en aquella década que apenas comenzaba.  La introducción de Juan Liscano presenta a la actriz de la manera siguiente:

Juana Sujo nació en Argentina de padres rusos. Pero se educó en Brasil. Posee un tipo extraño en el que predominan los rasgos eslavos. Cuando habla de su arte se siente exaltada. Toda ella se conmueve y se vuelca en la pasión del teatro.

Juana Sujo:       Estuve en Berlín por primera vez cuando contaba 9 años. Después regresé a los 18. Iba a seguir y perfeccionar mis estudios pianísticos. Durante dos años cumplí con el propósito inicial, pero el arte dramático me reclamaba a mi misma, imperativamente. Y un buen día me preparé para un examen previo a fin de ingresar en alguna escuela teatral…

Juan Liscano:     ¿Con quién cursaba estudios de piano?, y dispense la interrupción.

Juana Sujo:      Con Bruno Eisner.

Juan Liscano:   ¿Y nunca sintió usted la vocación de concertista?

Juana Sujo:       No tanto como la de actriz. Además mis hermanas se estaban realizando en ese terreno. Yo quería coger mi propio camino. El sentido profundo de mi inclinación se trocó en convicción absoluta precisamente durante los dos años en que estuve estudiando piano en Berlín.

Juan Liscano:   Se decidió entonces por el teatro.

Juana Sujo:     Exactamente. Entré a estudiar en la Escuela de Arte Dramático de Ilka Grüning, que eclipsaba entonces la del propio Max Reinhardt y las academias oficiales. (…) ¡Cuán diferente la enseñanza que se imparte en los estudios privados, como aquel de Ilka Grüning! Fueron días de maravilla que todavía recuerdo con emoción, uno sentía cómo el maestro iba moldeando al alumno hasta despojarlo de sus temores, de sus vergüenzas, de sus inhibiciones. En cambio he conocido muchos casos de estudiantes de academias oficiales que salían de ellas tan duros, tan incapaces, como cuando ingresaban un tiempo antes.

Juan Liscano: (…)    Y  ha obtenido honrosos premios, como lo sabe, por estas tierras donde el público cineasta admira sus interpretaciones.

Juana Sujo:        Gracias por el elogio. Pero le diré que no todos los papeles son igualmente interesantes.

Juan Liscano:     Pero usted los desempeña todos muy bien y allí están sus laureles: en 1948 Premio de la Mejor actriz dramática de Reparto con la adaptación al cine de la obra de Kalser Un Día de Octubre bajo el título de Como tú lo soñaste, inclusión en la terna para el Premio de la Academia Cinematográfica de su tremendo personaje de La Trampa…

Juana Sujo:       Ya veo que está usted muy enterado…

Juan Liscano:   … Y en teatro, Premio Municipal a la Mejor Actriz Cómica en 1943 con La voz de la Tórtola de John Van Druten.

Juana Sujo:          Sería usted un magnífico agente de publicidad.

Juan Liscano:      No lo diga porque acepto de antemano. Aunque la verdad, Juana, creo que mi destino no me llevará nunca a recorrer esos caminos por usted tan hollados del arte dramático. Ni siquiera en calidad de agente de publicidad. Me limito a ser un humilde escritor sin público.

Juana Sujo:       El público del escritor es otro al del público del autor de teatro o del actor.

Juan Liscano:    Sí; es un público que tiene sobre el de ustedes la gran ventaja que no hace nunca intervenciones digamos, directas. Se limita a no comprar los libros. Es un público negativo. El suyo, Juana, es activo. Y si bien en el momento de los aplausos eso constituye una ventaja, en otros momentos, quizás…

(Juana Sujo ha acogido la insinuación con una ancha risa expresiva, franca.)

Juana Sujo:         Pero eso si es lo admirable, precisamente, la lucha con el público, la lucha viva.

Juan Liscano:      Además, Juana, hay el asunto de las máscaras… yo me pierdo… el teatro tan vestido… tan…

Juana Sujo:          Oiga, usted está equivocado. El arte dramático es el que muestra más al desnudo el ser humano. Se está mucho más al desnudo siendo intérprete dramático que sublimando a través del ritmo, del ballet, de la pintura, del acorde en música. El actor se vale de lo más directo, que es el idioma, la palabra hablada, la cual de todo es lo que resulta más inteligible. No es lo mismo decir, por ejemplo: “Te amo” en verbo que escribirlo musicalmente. El actor quedó entregado a las posibilidades más escuetas de una acción exclusivamente directa. Está desnudo en palabra, en piel de palabra limpia.

Juan Liscano:       Tiene razón, para el actor, actuar, interpretar, crear la vida, son una prueba y una acción grandiosa, pero que tienen también sus inconvenientes.

(Juana Sujo se ha transformado. La risa cordial, la afabilidad, el discurrir al filo de la charla, en abandono manso, se ha trocado en tensa expectativa, en atención, en urgencia de palabras. Hemos logrado provocar en ella el destello vehemente con que se anuncia una personalidad viva, profunda, consciente de su propio destino.)

Juana Sujo:      Usted no se imagina —no se puede imaginar— lo que significa interpretar la vida, poder ser otros. No se imagina hasta qué punto la vida de los personajes interpretados interfiere, influye en la propia vida del actor. El personaje va tomando posesión de uno, se existe en él, en su clima, en su atmósfera, en sus reacciones. (…)

Juan Liscano:   Desearía hacerle una pregunta indiscreta, pero que siempre me ha preocupado: ¿en qué medida los personajes interpretados, el estado constante de no ser uno para ser otros destruye la personalidad propia, el yo, profundo, ya no como actor, sino como ente humano?

Juana Sujo:        Quiere usted preguntarme hasta qué punto somos víctimas de nuestros personajes. Bien. Ellos suelen victimizarnos y al mismo tiempo multiplicar nuestra vida.

Juan Liscano:      Sus actores predilectos, Juana, me los quisiera decir?…  Es una pregunta clásica en un tipo de entrevista como esta.

Juana Sujo:     Hay tantos: Bárbara Stanwyck, Bette Davis, Paul Muni y Laurence Olivier…

(La sra. Sujo se depide con un dejo de cansado adiós).  

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