“Usted (que concurre a la opción de leer estas líneas dedicadas a invocar pensamientos sobre lo abominable); yo (que las escribo con la garganta resquebrajada, ese silencio que proviene de entender, de cuánto horror somos capaces los hombres y las mujeres), y tantos otros ciudadanos del mundo (a quienes une la comprensión de que el campo de exterminio es el lugar de la repulsa plena de lo humano); insisto: todos nosotros hemos de reconocer una deuda moral con los sobrevivientes”
Por NELSON RIVERA
Llamado a los testigos
Auschwitz se resiste a ser pensado. Regresar al Holocausto es internarse en el más hondo desasosiego de la modernidad. Volver a la atrocidad que se organizó en los campos de exterminio, a sus vastas magnitudes y también a sus pertinaces minucias es toparse con el dolor puro: las cámaras de gas, los hornos crematorios, las políticas de exterminio por inanición, las estrategias para alentar el suicidio de los judíos: todos pertenecen a la mecánica del mal, a lo que es inconsolable e incomprensible (ha escrito Günter Grass: «Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender»).
Tara irremediable, objeto infinito e intimidante: la aniquilación de lo humano ejecutada por el régimen nazi ha desatado, a posteriori, un sinnúmero de métodos de evasión: la Europa de la posguerra se avino a la idea blanda de que era mejor y pragmático olvidar para hacer posible la reconciliación. La vasta red de cómplices pasivos o activos del genocidio optaron por un conveniente silencio. Desaprensión, irresponsabilidad: en innumerables libros dedicados a la historia del siglo XX, el Holocausto es manipulado como si fuese un capítulo más, otro episodio de la II Guerra Mundial. En otros, también innumerables, ni siquiera se le menciona.
En su Mínima moralia, Theodor Adorno propuso una ruptura: ya nada volvería a ser lo que fue. «Resulta lógico fechar la historia de la Humanidad y nuestro concepto de la existencia humana con acontecimientos ocurridos antes y después de Auschwitz». Tal destrucción es tan reveladora, deja caer tanta luz sobre la posible significación de lo ocurrido, que de todo ello surge un brillo insoportable y enigmático: es quizás por ello que la cultura, en contra de lo que algunos han advertido, vive próxima al olvido del campo de exterminio: su pasividad, su desaliño la impulsan a reducir el intento de asesinar lo humano a escuetas fechas, frases hueras y víctimas devenidas en estadísticas.
Para regresar y pensar el proceso donde la Humanidad sufrió su más decisiva grieta, no bastan los libros de historia, ni de pensamiento filosófico, ni la potente ensayística post Auschwitz. Antes es imprescindible el encuentro con las voces de los sobrevivientes: sus testimonios y libros de memorias, sus palabras salvadas del cataclismo. Sólo si estamos dispuestos a recibir (compartir) el inenarrable reflejo del campo de exterminio, quizás podamos asumir la condición de testigos: ciudadanos contra la intolerancia.
Convertirnos en testigos (lectores) sensibles de esa memoria: a eso estamos llamados. Primo Levi, Elie Wiesel, Robert Antelme, Paul Steinberg, Jorge Semprún, Imre Kertész, Charlotte Delbo, y tantos otros, han escrito libros que vencen el mutis que pretendían los aniquiladores. Páginas contra la oscuridad y lo indecible. Ventilar el relato del despojo y la esclavitud, del sufrimiento llevado más allá de su propia frontera, del mal convertido en inexpugnable e infinito ahogo del individuo: de ello trata la lucha, todavía por ganar, en contra del totalitarismo. Testigo de la Ruta Auschwitz o el deber moral de escuchar a los sobrevivientes. De hacerse parte de su causa.
El encuentro con la memoria
La memoria de Auschwitz es el relato de la carne en sufrimiento. La incalculable energía destructiva que puso en funcionamiento el hitlerismo fue volcada sobre cada uno de los cuerpos de las víctimas. El campo de exterminio fue la travesía por el despojo de todo signo de una historia propia: una vez que los detenidos eran requisados y sometidos a la desnudez absoluta se les degradaba a materia de aniquilamiento: la paliza devenida en rutina, el número tatuado en el antebrazo, el uniforme roto y amorfo, el hambre, la sed, las enfermedades y los trabajos forzados: liquidación de la identidad. Estrategia que lograba potenciar el dolor corporal a un estatuto tal, que anulaba o erradicaba cualquier otra presencia de lo humano.
Auschwitz es la narración del cuerpo corroído y sometido a unas exigencias desplazadas más allá de los límites del hombre. El invierno que alcanzaba hasta el último nervio, el agotamiento impronunciable, el tifus exantemático: suman millones los que sucumbieron corroídos por la acción irrebatible del piojo, el hemíptero cuya boca en forma de tubo se convirtió en uno de los más eficaces aliados del exterminio: cientos de millones de pediculus chuparon y contaminaron la sangre de las víctimas del nazismo. No solo la tortura, la cámara de gas o el fusilamiento, también el insaciable chupador nocturno alimentó la carga cuyo destino fueron los hornos crematorios.
Volver a la materialidad del Holocausto es aproximarnos al desvanecimiento del cuerpo. Tragedia moral: para reconstruir la historia del campo de exterminio el recurso más provechoso a nuestra comprensión ha sido y es la memoria del sufrimiento. La conmemoración de Auschwitz ha sido posible por la persistencia de una voluntad: la de sobrevivir, y más todavía, la de sobrevivir para plantar testimonio de lo ocurrido.
Usted (que concurre a la opción de leer estas líneas dedicadas a invocar pensamientos sobre lo abominable); yo (que las escribo con la garganta resquebrajada, ese silencio que proviene de entender, de cuánto horror somos capaces los hombres y las mujeres), y tantos otros ciudadanos del mundo (a quienes une la comprensión de que el campo de exterminio es el lugar de la repulsa plena de lo humano); insisto: todos nosotros, así lo creo, hemos de reconocer una deuda moral con los sobrevivientes: a sus voces debemos la única aproximación posible a la naturaleza final del moderno campo de exterminio.
Paul Ricoeur ha reflexionado sobre la condición egológica de la memoria. Cabe sugerir: en ningún lugar como en Auschwitz la memoria es más individual, trama proveniente de la zona más descarnada y soterrada de lo humano en sufrimiento: el cuerpo es el vértice donde la furia nazi confluía: el cuerpo fue el instante y el sin fin de los padecimientos, la zona sellada por la presencia circular y omnipotente del victimario, el terror convertido en experiencia aplastante y total: lo inimaginable para la historia y el pensamiento.
Pero he aquí que la sustancia egogénica de la memoria (proviene de la dimensión más personal de cada hombre) nos propone una inquietante pregunta: si el uso de la semejanza como recurso de comprensión del mundo (si en nuestra experiencia tenemos sufrimientos comparables que nos permitan aproximarnos al horror padecido por las víctimas), puede aplicarse a las dimensiones negadoras de la humanidad, intrínsecas al campo de exterminio (quizás ni siquiera podamos imaginar qué constituía aquello).
Algo más: Auschwitz también nos remite a dudas formidables: ¿puede el pensamiento de Occidente hacer del Holocausto un objeto de su indagación? ¿Puede el más luminoso y sensible conjunto de adjetivos tan siquiera rozar o entrever la experiencia abismal y más allá del sentido que representa el que, una a una, en irreversible secuencia, un pueblo y sus dirigentes hayan decidido liquidar, uno tras otro, en irreversible impiedad, a los miembros de otro pueblo, indefenso y despojado de todo lo posible y también de lo imposible, porque contra él se levantó una gigantesca demonología de origen racial?
Aceptar que nuestras herramientas para proyectar nuestra solidaridad hacia la memoria de Auschwitz son precarias: quizás allí, en ese mínimo gesto de inclinación ante la evidencia de lo impensable está la puerta que hace poroso a nuestro espíritu al ejercicio activo de la única justicia posible: la que dirigida a las víctimas y sobrevivientes le expresa cada día un profundo e imprescriptible pesar por lo ocurrido. Sólo los buenos aparejos de lo humano han de servirnos para que la sumatoria de las voces personales de los sobrevivientes puedan adquirir alguna forma de la memoria colectiva, ese raro y a veces escaso latido que nos permite rendir constancia de nuestra adscripción a la compasión y la tolerancia.
El texto anterior es un fragmento de Ruta Auschwitz, ensayo que forma parte del volumen El cíclope totalitario (2009).