Papel Literario

Rubén Darío, panhispánico

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Por FRANCISCO JAVIER PÉREZ

La aparición de la edición conmemorativa titulada Rubén Darío, del símbolo a la realidad, una selección de versos y prosas, a cargo de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, el año 2016, celebratorio del centenario de la muerte del nicaragüense más universal, reaviva la posibilidad de entenderlo desde la situación panhispánica que nos recorre en el tiempo presente. Panhispanismo tanto de la lengua como de la historia, viejos y nuevos, renovación de una memoria de altos y bajos, de búsquedas y anhelos de mundos mejores, resulta una vertiente más para encauzar la lectura del astro y un aliciente afortunado para nuevos cantos de esperanza.

Las rutas del hispanismo dariano son hoy la lección más comprometida por la esperanza de una patria panhispánica en la lengua; un haber común que es al unísono coloquio y estética, medio de crecimiento comunicativo tanto como grandeza de la palabra poética. Celebración y alerta parecen ser los dos estadios en que se desarrolla la gloria de la España histórica y la defensa de la América española, como heredera de valores permanentes que se han enriquecido con las simientes de lo indígena y lo criollo americanos.

El venezolano Andrés Bello y algunos otros en el siglo XIX lo habían ya vislumbrado. Si Miranda y Bolívar, tan hispánicos los dos, lo rotularon como la patria grande que debía en libertad hacer próspero todo el continente político, sería Bello el que fundaría una corriente de pensamiento que haría de la lengua un patrimonio común de libertades y de vínculos y el primero que creería que esa doble entidad de la lengua española sería su más grande fortaleza. Produce para reafirmarlo y reafirmarse una gramática de la lengua toda, española para los españoles como debe ser y es, pero gramática para los americanos, como debía ser y aún no era.

Cuando Bello en 1847 publicaba su obra capital, la Gramática de la lengua castellana, no imaginaba que su empeño estaría anticipando las bases de la futura política lingüística panhispánica. Pensaba (soñaba) Bello en una comunidad lingüística que debía unirse en torno a un objetivo general que haría posible superar cualquier falsa distinción hija de localismos enfrentados a la lengua general, cuyo poder de crecimiento y expansión muy pronto se haría evidente. El carácter de comunidad lingüística con la que Bello entendía el valor del idioma dejaba de lado cualquier gesto contrario a lo español o favorable a lo americano en sí mismos. Esto que podemos decir hoy con tranquilidad significó para Bello y su tiempo un rasgo de liberalidad a contracorriente. Fundaba en su filosofía de la lingüística del español el concepto de una comunidad de intereses por la lengua común, el vínculo más poderoso de unión entre los hombres, las sociedades y las naciones. Varias décadas después de muerto Bello, retomaría Darío el testigo para hacer florecer en su obra los códigos bellistas de liberación y fraternidad con los que auspicia las claves de la mejor poesía moderna en español.

Es posible rastrear la huella española en la extensa obra de Darío. Los elogios, especialmente los literarios, se prodigan sin escatimar textos, menciones, referencias, paradigmas, citas, epígrafes, dedicatorias, festejos, invocaciones y alabanzas a lo que la España verbal pesaba en la consolidación de un espíritu hispanoamericano. Dedica un soneto a Berceo para decirle y decirnos sobre la libertad y la creación: «Así procuro que en la luz resalte/ tu antiguo verso, cuyas alas doro/ y hago brillar con mi moderno esmalte;// tiene la libertad con el decoro/ y vuelve, como al puño el gerifalte,/ trayendo del azul rimas de oro». En las palabras liminares de Prosas profanas deja escrita la lista de epígono practicante: Cervantes, Lope de Vega, Garcilaso, Quintana, Teresa de Ávila, Góngora y, «el más fuerte de todos», Francisco de Quevedo y Villegas. En su poema «Cyrano en España» explica el valor de la lengua que se le ofrece al celebrado narigudo de la espada: «¡Bien venido, Cyrano de Bergerac! Castilla/ te da su idioma, y tu alma, como tu espada, brilla/ al sol que allá en tus tiempos no se ocultó en España». El reconocimiento de España como patria verbal determina un quehacer que se sostiene por la lengua y gracias a ella. Las tantas veces repetidas palabras de Juan Ramón Jiménez hacen uno de los señalamientos más capitales a este respecto, pues representan la identificación de España en la poética de Darío: «Rubén Darío es el poeta más grande que hoy tiene España». El planteamiento del poeta de Moguer quiere entender, como lo quería el propio Darío, que la lengua de España es un haber común que comparten todos los que hablan, viven y sueñan en español y no solo de aquellos nacidos en los territorios que llamamos España. A la inversa, otro tanto podríamos decir de tantísimas voces de creadores españoles que vivieron, amaron y comprendieron nuestra América, aunque no hubieran nacido en suelo americano. Con Darío y gracias a él, han quedado desdibujadas las incomprensibles fronteras en que los nacionalismos mezquinos han querido encerrarnos a los que hablamos español. Con Darío ha llegado tanto el tiempo de nuestra América (tan bien fraseada en letra y sangre por José Martí), como el tiempo de nuestra España (esa tan sufrida y tan querida por esos dos españoles en el corazón, de nombres Pablo Neruda y César Vallejo).

En el mismo sentido con que pueden seguirse las huellas españolas en la obra de Darío, podemos hoy reconstruir una teoría básica sobre el panhispanismo dariano de la lengua. Nos serviremos, para evidenciarlo, de algunos textos en donde la rotundidad de las propuestas se hace más que explícita. Cuando prologa Cantos de vida y esperanza, en 1905, declara la aparición de la política en sus versos y, más aún, determina el objetivo al que apuntarán sus saetas. La América hispana frente a la América anglosajona se enfrentarán cara a cara en la poética tercera de Darío (han quedado atrás las de Azul y las de Prosas profanas) y este enfrentamiento gesta, además del compromiso de una nueva estética, más dolorida y más dolorosa, la propuesta de una teoría de una creación que vuelve a asumir los valores hispánicos más allá de España y, en su lugar, a proponer el «clamor continental» panhispánico del nuevo tiempo de la lengua: «Si en estos cantos hay política, es porque aparece universal. Y si encontráis versos a un presidente, es porque son un clamor continental. Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable); de todas maneras, mi protesta queda escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter». La protesta de Darío se hace siempre tópico de una lengua y de una raza habituadas al coloniaje, con la diferencia de que el de otro tiempo nacía producto de lo interno por dominar desde lo igual y el de ahora, el colonialismo moderno resultaba de los desajustes frente a lo foráneo y ajeno. A Roosevelt le recordará que «eres el futuro invasor/ de la América ingenua que tiene sangre indígena,/ que aún reza a Jesucristo y aún habla en español».

Sin embargo, antes de que todo este torneo se decidiera, el cielo se llenaría con algunos nubarrones sobre el destino de la lengua. Es el tiempo en que se entiende como problema la presencia del extranjerismo, al que se mira como elemento lingüístico perturbador. Deviene en una traslación del gusto decimonónico por el purismo y la sanción, visto ahora no ya en la forma interior del lenguaje, sino de aquello que desde fuera se interpreta como daño irreparable para el organismo. La referencia no será otra que la presencia de lo intruso en el español americano, específicamente lo que determinan aquellas voces de origen inglés que quedaban instaladas en el español americano y que servían de doloroso correlato de los ánimos neo-coloniales de explotación material y de siembra cultural de lo invasor.

Junto al auspicio continentalista y panhispánico del gran Darío se levantarán voces tan sonoras y poderosas como la del no menos grande pensador uruguayo José Enrique Rodó. Uno y otro serán colosos en la gesta anti norteamericana que se desarrollaba como contención frente al auge cada vez más irrefrenable (y lo sería, a la larga) de lo anglosajón en nuestro mundo de dorado abolengo hispánico. Desde Venezuela, por su parte, el filósofo César Zumeta, tan modernista y tan siglo XIX como sus antecesores, hijo de Darío y de Rodó, haría resonar nuevas alarmas en un tratado de combate que titula El continente enfermo y que edita en 1899. Perdiendo todos ellos la batalla, harían su repudiable aparición, ya en pleno siglo XX, el norteamericanismo de muchos criollos y la imposición opresora de muchos estadounidenses. Este binomio nacía en el mundo campesino y en los campos petroleros, promoviendo heridas en la sensibilidad y en el pensamiento de muchos hispanoamericanos. La lengua española ya estaba irremisiblemente lacerada o al menos así se creía. Tendríamos que esperar las iluminaciones de los Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928), de Pedro Henríquez Ureña, y La expresión americana (1957), de José Lezama Lima.

Al enterarse de la muerte de Darío, sabida por la radio en el buque en el que viajaba rumbo a Nueva York, Juan Ramón Jiménez escribe en su camarote estos versos:

Sí. Se le ha entrado

a América en el pecho

su propio corazón…

Hoy, cien años después del funesto adiós a Darío, es bueno no olvidar, en clave de palpitación americana, estos versos de su hermano Juan Ramón, pues nos dicen que él fue nuestro corazón, nuestro sentir y nuestro soñar por un mundo más estético y mejor; y por una América española y una España americana, ajenas a cualquier malsana hegemonía y renuentes a cualquier impura geopolítica con afanes diferenciadores. Mundo de fraternidades y de emociones compartidas entre todos los que somos hermanos en la lengua. Corazón de América, Darío panhispánico.


*Ensayo leído en el acto conmemorativo del centenario de la muerte de Rubén Darío, en la Academia Nicaragüense de la Lengua (Managua, 2016).