Por MIGUEL GOMES
Creo firmemente en lo que Schopenhauer apuntó en sus Parerga y paralipómena: “Tanto o más elevada y noble será una novela cuanta más vida interior y menos vida exterior represente […]. El arte consiste en la enérgica movilización de la intimidad con la menor participación de lo exterior […]. La misión del novelista no es narrar grandes eventos, sino hacer significativos los pequeños”. En una literatura como la venezolana, enferma de abarcadoras metáforas cívicas ―dolencia comprensible últimamente, por la traumática coyuntura en que le ha tocado desenvolverse―, resulta refrescante y esperanzadora la aparición de Round 15 (1). En esta breve novela, Juan Carlos Méndez Guédez se afianza como escritor dedicado al verosímil y coherente despliegue de los espacios afectivos brotados de sus personajes, en la línea de títulos previos suyos como Retrato de Abel con isla volcánica al fondo (1997), El libro de Esther (1999) o Una tarde con campanas (2003).
Toda novela o cuento modernos cuyo asunto no sea en primer lugar el personaje ha perdido de antemano la batalla no solo contra la superficialidad de la producción serial destinada a las masas, sino contra las seducciones del ensayo, el tratado, el reportaje y, con frecuencia, el catecismo, seducciones que consisten en anclar la escritura en propósitos y referentes cuya proveniencia no es el mundo de la ficción. El principio de lo ancilar ―recurro al todavía útil vocabulario de Alfonso Reyes― se adueña de lo que leemos. Cuando el narrador, por el contrario, confiere auténtica autonomía a los personajes, estos, incluso si pudieran parecérsele en algunos aspectos, se desprenden de él, como hijos que escogen sus propias vidas, lo que no hace extraño que en ocasiones adversen los valores, las ideas o las conductas de sus progenitores. Las criaturas ficticias de Méndez Guédez a menudo disfrutan de ese tipo de libertad. El caso de Round 15 se destaca por sus efectos conmovedores: la fijación de su protagonista por el boxeo va de la mano, o del guante, con las violencias que a veces ejercen las circunstancias sobre nosotros. Las operaciones de análisis, desmontaje y reconstrucción a las que en esta novela se somete el cliché de los “golpes del destino” son sabias y siempre entretenidas.
En ello intervienen elementos de la picaresca. En el amplio repertorio guedeciano, los protagonistas de Los maletines (2014) y El baile de madame Kalalú (2016) pertenecen a esa familia literaria, pero cabe reparar en que el Francisco de Round 15 no desciende de Lázaro, Justina ni Pablos, sino de la rama más taciturna del árbol genealógico, aquella de La vida del escudero Marcos de Obregón (1618) o la de Periquillo el de las gallineras (1668). La tolerante vejez del protagonista de Espinel o la benignidad innata del de Santos filtran sus acciones; en el caso del narrador de Méndez Guédez, la inocencia lo predispone para el desengaño y una honda nostalgia de algo que no consigue precisar, tal vez materializado en la figura de Leonel Hernández, boxeador al que idolatra y cuya perseverante impotencia a la hora de obtener campeonatos mundiales justifica o asimila.
Los descalabros de Francisco son diversos. Abundan los caseros y agridulces, consentidos incluso cuando traen consigo humillaciones. Si el desapego de su propia mujer no bastase, la manera como evoca las consecuencias del entierro de su suegra, por ejemplo, es ineludible:
“Cuando retorno a la cocina suspiro al pensar que [la] extraño. Parece un sentimiento noble. No lo es […]. Y lo peor de todo, ella siempre me llamó Ramón, lo que no deja de ser un problema y una incomodidad pues me llamo Francisco […]. Soy el patético señor que espera a su esposa en una cocina y que durante veinticinco años se dejó llamar Ramón por su suegra y hasta respondía con amabilidad cuando ella pronunciaba ese nombre” (p. 20).
Transcurridos muchos incidentes afines, la suma no puede menos que sonar desgarrada, un paso más allá del pathos: “Sin hijos, sin perro, sin suegra, sin trabajo” (p. 96). El sostenido abatimiento, por supuesto, no debe interpretarse como exento de ironía. La narrativa de Méndez Guédez ha prodigado muestras de su sentido del humor, que alcanza los extremos, por una parte, del carnaval ―en la acepción bajtiniana del término― y, por otra, de la sintonía respetuosa con el sentir de sus personajes, aquí predominante. Lo cual no significa que el autor implícito se abstenga de emitir mensajes distanciadores; obsérvese que el tono del protagonista en la última cita roza el de tangos como La cumparsita: “Y aquel perrito compañero, / que por tu ausencia no comía, / al verme solo el otro día / también me dejó”; y, de modo más patente, se instala en boleros rancheros de Javier Solís como El mal querido, de donde sale un epígrafe que encabeza la novela: “Y esa mujer, vive conmigo, queriendo a otro. / He mantenido cuerpo y alma, en un infierno. / Soy mal querido, pero dejarla, por Dios no puedo” (p. 11). Lo destaco porque la música popular urbana de Latinoamérica asoma habitualmente en el quehacer del autor, en concordancia con una estética que empezó a formarse en pleno apogeo del pos-boom tal como cristalizó, entre otros, en Alfredo Bryce Echenique y Francisco Massiani, sistemáticos actualizadores de la novela sentimental inglesa y francesa del siglo XVIII.
Entre las postraciones cotidianas que consumen al protagonista de Round 15 se halla su amor por Inmaculada, una amiga a su vez enamorada de Ignacio, primo de Francisco. Cuando, por fin, abandonada por el objeto de su deseo, Inmaculada se resigna a casarse con el amigo fiel, surge una situación picaresca clásica, la infidelidad de que Francisco será víctima tras regresar su primo. Sin embargo, nos topamos de nuevo con una diferencia esencial entre el narrador de Méndez Guédez y el cornudo Lázaro: la amoralidad o el aguante de este lo escudan contra el fiasco, mientras que la sustancia espiritual de Francisco parece compuesta exclusivamente de desilusión e incapacidad para reaccionar con fortaleza a las decepciones. Llegados a este punto, la astuta intertextualidad a la que nos expone el novelista cede terreno a otros planos hermenéuticos exigidos por la historia. Su penetración psicológica es considerablemente mayor que la de las novelas de pícaros, las sentimentales dieciochescas o, incluso, la mayoría de las neosentimentales. La detallada descripción de las circunstancias familiares de Francisco incluye sus relaciones con el padre, que se erigen como una de las subtramas de mayor peso y, no menos, como pista de la génesis de sus males. La suprema debilidad de la figura paterna, reconocida por el narrador, añade al horizonte personal “patético” de este una paradójica orfandad, la de quien contempla a un muerto en vida:
“Todavía me sorprende […] que haya tenido esposa, dos hijos, una hipoteca y hasta un vecino con el que disfrutaba del boxeo. Porque no he visto nada más básico que mi padre. Lo digo sin especial rencor. No puedo enumerar las canciones que le gustan, los combates de boxeo que más lo han apasionado […], su trago preferido, las actrices que le fascinan. A papá todo siempre le ha dado igual. Está allí. Respira. Enciende el televisor. Duerme” (p. 29).
Tampoco la opinión sobre su madre resulta demasiado favorable: “Muchas veces trato de comprender qué sucedió con mamá. Nada en especial […]. La recuerdo frente a la tele o hablando con sus amigas por teléfono o gritando a mi padre. Al fondo, mi hermana Patricia preparaba la cena y estudiaba; planchaba la ropa y estudiaba; ponía la lavadora y estudiaba” (p. 32). Lo cierto es que la madre se deshace del padre y Francisco se ofrece a ayudarlo a desembalar las cajas de su mudanza en la nueva residencia, solo para ver una pelea de Leonel Hernández en el televisor que se ha llevado. Ese acto crucial, que podría ser el inicio de una cercanía entre los dos, se congela en la memoria como retrato de un inmerecido triunfo: el del boxeador que luego de un pésimo desempeño gana gracias a una herida de su rival (p. 42). Las vidas que no lo son de sus padres encuentran su justo correlato en éxitos que saben a derrota y en la inhabilidad adicional de Francisco para identificar oportunidades de renacer.
Nótese, con todo, que los lazos paternos son los que más inciden en él y atan de alguna manera la estructura de su existencia a un legado hogareño masculino: el boxeo. Este, y en Latinoamérica es muy ostensible, suele acoplarse a los avatares del machismo, por la violencia entre ritual y teatral que pone en juego. Soslayados sus esporádicos logros y virtudes, los roces de Hernández con el fracaso delinean en quien embelesado lo sigue una imagen especular de macho luctuoso. Algo similar podría advertirse en una obsesión lateral de Francisco que, a primera vista, parece distinta, despertando nuestra sonrisa por el marcado contraste: Arturo Uslar Pietri. Ya los tres párrafos iniciales nos abren esa compuerta distónica, donde lo bajo y lo alto se entrecruzan con solapadas consecuencias carnavalescas al recordar el narrador que Alexis Argüello, un boxeador nicaragüense de visita en Caracas, sorprende a la prensa con sus ribetes de cultura:
“El éxtasis fue el momento en que Argüello preguntó por Arturo Uslar Pietri. Tenía curiosidad por conocerlo; había leído algunas de sus novelas y ensayos históricos. Nadie intentó presentarlos. Uslar Pietri aparecía en la tele […] hablando de música barroca, de poesía francesa, de la masonería en las guerras independentistas. Parecía un señor afable; un anticuado maestro que pasaba de puntillas cuando se topaba con temas como el amor de Rimbaud y Verlaine” (p. 13).
Así como la vinculación de Francisco es ingrata tanto con su propia trayectoria vital como con su ídolo boxístico Leonel Hernández, averiguaremos que lo es con Las lanzas coloradas, libro que jamás consigue concluir (p. 60). Tantas frustraciones paralelas resultan sintomáticas de neurosis patriarcales que exacerban, a la vez, la veneración de la fuerza física viril y la opuesta exaltación de la espiritualidad hierática, fosilizada, que Uslar Pietri encarnó en sus facetas públicas. La falta de puntos medios delata las inseguridades del protagonista con respecto a la virilidad y sus dudas se manifiestan en la constante desorientación en lo concerniente a Inmaculada, Ignacio y todos aquellos implicados en expresiones adultas del Eros, sean el amor romántico o la amistad. Estamos, pues, ante la regresión de una psique al útero materno, presa del “padre devorador” estudiado, entre otros, por Loren Pedersen, y que, en clave religiosa, mitos como los de Urano o Cronos representan (2). En el caso de Francisco, son pertinentes las reflexiones de Eugene Monick sobre las consecuencias de una escasa comunicación con lo que la psicología analítica denomina el “falo ctónico”: los padres que han perdido la energía primigenia y el poder de este “también se los niegan a los hijos”, lo que se observa, en términos prácticos, en la “abolición de la autoridad paterna” y su “transferencia” a una madre que la suma a su propia autoridad. El hijo acaba, por ende, privado de modelos masculinos e inconscientemente perpetúa su unión al origen, convertido en niño eterno (3). El desvalimiento y la insuficiente determinación de Francisco lo corroboran.
Determinación: hemos dado, quizá, con el aristotélico primer motor inmóvil del relato, carencia central de su protagonista y explicación de su monomanía: “Me disgustaba la vida. Sinuosa. Inaprehensible. Yo prefería la verdad de un campeonato de boxeo: dos atletas se colocan frente a frente a golpearse quince rounds y no hay interpretaciones posibles. Uno piensa: te voy a arrancar la cabeza; el otro piensa: soy yo el que te va a arrancar la cabeza a ti” (p. 74). Cuando acaba por conformarse con su papel de segundón emocionalmente maltrecho, Francisco recuerda haber visto el revés postrero de Leonel Hernández y cree descubrir que este, con la cara destrozada, en la pantalla del televisor, le hace un guiño. “Todavía no sé qué significa ese mensaje”, concluye (p. 103). Desde tal limbo ontológico atisba su existencia mientras a nosotros se nos asigna la tarea simultánea, para él irrealizable, de interpretarla. Pero tampoco las reglas resultan claras para el lector: pese a que numerosos indicios señalen un fácil encasillamiento del antihéroe de Round 15 como aquello que Robert Bly llamaba el soft male (4), no parece razonable abordar con moralismos o censuras rígidas un destino pasivo, ni siquiera cuando se trata de uno ajeno y de ficción. Para hacerlo, convendría distinguir un ejemplo de actividad sin intermisiones positiva y edificadora, que nadie en el entorno de Francisco, por cierto, ofrece.
“La vida es una novela imperfecta y torpe. Siempre quedan cabos sueltos”, ha admitido el protagonista antes de despedirse de nosotros (p. 102). Ello ocurre porque Méndez Guédez tiene el tino de confrontarnos con una humanidad realista, que no se desprende de sus sombras. En ellas, resplandecen como estrellas lejanas la brusca pureza conceptual del pugilismo o la mucho más sofisticada que procura el arte. Acaso todo lo que Round 15 insinúa sobre una se aplique a la otra, la más recóndita metáfora de estas páginas, no obstante anunciada desde el principio por un epígrafe de Joyce Carol Oates: “Cada combate de boxeo es una historia” (p. 11).
Notas
1 Juan Carlos Méndez Guédez, Round 15, Bogotá: Caballito de Acero, 2021.
2 Loren E. Pedersen, Dark Hearts: The Unconscious Forces that Shape Men’s Lives, Boston: Shambhala, 1991, pp. 139-143.
3 Eugene Monick, Phallos: Sacred Image of the Masculine, Toronto: Inner City Books, 1987, p. 96.
4 Robert Bly, Iron John: A Book about Men, Reading, Mass.: Addison Wesley, 1990, p. 4.
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