Por ALEJANDRO OLIVEROS
Una de las ilustraciones más útiles de los resbaladizos conceptos de vida activa y vida contemplativa es el jardín. En sus orígenes, la vida activa era la del político, el bio político de Aristóteles, la actividad insoslayable del hombre libre. La otra posibilidad, tan necesaria como la primera, era la del que se entregaba a la contemplación, el biostheóretikos, esto es el filósofo. La idea original fue seriamente manipulada por los grandes santos filósofos, de la Edad Media, pero, en su esencia, no cambiaba mucho. Hoy, en un reduccionismo superficial, identificamos a la primera posibilidad con el hombre práctico, un ingeniero, digamos; y a la segunda con los pensadores y poetas. El jardín se debe entender como ese espacio intermedio donde lo maravilloso ocurre, pero sin el desborde del bosque o la selva. Donde a=b, pero en minúsculas, limitado por su aproximación a la racionalidad del espacio urbano. Frente al jardín solo hay dos posibilidades, la del que lo cultiva y la del que lo ve y admira. Para los habitantes del castillo feudal, el jardín era la única posibilidad de mantener contacto con el mito. Las cosas no han cambiado mucho desde entonces. El mito, lo que queda de él, si algo queda, en la ciudad vive solo en el jardín. El jardinero lo sabe, y si no lo sabe lo siente. Mi tía Loreta, empedernida jardinera, me contó asustada un día que tenía miedo porque sus plantas le hablaban. Se tranquilizó cuando le recordé que había sido ella la que había comenzado hablándoles. Los jardineros son así. Una experiencia negada a los que, consecuentes con los atributos de la vida contemplativa, nos limitamos a admirar los resultados de la vida activa del jardinero. Una vez, en mi única experiencia de jardinería, cultivé una rosa, un ejemplar de una rara (en Venezuela, al menos) rosa trepadora que me regalaron unos amigos en Choroní. Aunque prendió y todavía da perfumados racimos de rosados capullos allá en mi lejana Valencia, la experiencia fue suficiente para convencerme de lo que ya sabía, que no era para mí el oficio del jardín. Como ante tantas otras cosas en la vida, y para evitar eventuales desastres, me he limitado a disfrutar el enorme placer que nos brindan los jardineros, los más generosos de todos los que han hecho de la vida activa su proyecto existencial.
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