Por JOSÉ PULIDO
Rolando Peña, a quien Andy Warhol llamaba El príncipe negro, escuchaba la voz de Jack Kerouac como si estuviera leyendo al lado nuestro, en aquella panadería que soltaba olores de pan dulce alborotando la calle Miguel Ángel de la urbanización Colinas de Bello Monte (Caracas):
¿Ha muerto James Dean?
¿Y todos nosotros?
¿Quién no está muerto?
Sé que lo escuchaba porque hablábamos de esos amigos que Rolando coleccionó de todo corazón y la conversación permitía que sus recuerdos surgieran como le sucede a todo el mundo: la juventud te marca con su cosecha de emociones.
Cuando pasaba al lado de la escultura Tri-Totem, realizada con barriles dorados y colocada en la calle Caurimare, no podía evitar las ganas de echarle una mirada, un poco más abajo, a la panadería café donde sin ninguna duda encontraría a Rolando Peña. Para mí no solo era encontrar al amigo de muchos años: también me permitía entrar a una especie de dimensión en la que podía intercambiar palabras con una alucinante caravana de creadores, representados en un artista que vivió en el ojo del huracán de una cultura cuyo significado persiste.
Rolando se quedaba pensativo en la calle Miguel Ángel, como si estuviera sintiendo el olor a petróleo del lago de Maracaibo, como si estuviera escuchando a Carlos Contramaestre recitando uno de sus poemas o colgando la carne que se iba a descomponer en una exposición que todavía resuena como una gloria original.
La irreverencia, el atrevimiento y las ganas juveniles de romper esquemas, le abrieron las puertas de los lugares donde se estaba gestando buena parte de la historia del arte contemporáneo.
Su arte ha sido punzante como los poemas de la Generación Beat, pero centrado en un tema que ha tenido mucho que ver con su país, donde el petróleo no ha marcado la ruta de las tragedias sino el modo maldito en que se han empleado los dólares obtenidos con su venta.
Rolando Peña se acercó a la vanguardia de Nueva York, que además se convirtió en adelantada mundial, porque ya él estaba vinculado a la tendencia rompedora y puntera que en Caracas representaban los creadores, poetas, artistas, intelectuales del Techo de la ballena y otros escritores contundentes como José Ignacio Cabrujas.
Como no nos hemos visto más en la avenida Miguel Ángel de Bello Monte, y sus conversaciones forman parte de las tantas alegrías caraqueñas que añoro, le hice esta entrevista vía computadora y él la respondió el 27 de mayo de 2020.
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—Me gustaría oírte contar tu relación con Gregory Corso, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Lawrence Ferlinghetti y Philip Lamantia, Andy Warhol, Yoko Ono, John Ashbery, Basquiat, varios directores de cine, y otros tantos artistas que formaron parte contigo de ese grupo vanguardista inolvidable que marcó una época.
—Siempre tuve admiración y cercanía con los Beat desde muy joven: jamás me olvidaré cuando leí En el Camino (On The Road), de Jack Kerouac. Confieso que me marcó la vida. A comienzo de los años 60, se funda en el garaje de mi casa El Techo de la Ballena, y eso fue muy importante en mi formación de adolescente. Carlos Contramaestre, Caupolicán Ovalles, Rodolfo Izaguirre, Gonzalo Castellano, Gabriel Morera y Fernando Irazábal eran los principales de este grupo; los oía hablar sobre literatura y arte en general. Esto me permitía preguntarle a cada uno sobre mis inquietudes en relación con la literatura y las artes. Ellos se portaron muy bien conmigo y les parecía insólito que un muchacho les preguntara sobre esos tópicos tan avanzados.
Cuento esto porque es importante para dejar claras mi cercanía con los Beatniks. Al llegar a Nueva York en 1965 para residenciarme (ya había estado antes en el 63), tuve la suerte de alquilar un pequeño estudio en la calle 10 y la Segunda Avenida en el Lower East Side del East Village, y da la casualidad de que en la calle 8 y la Segunda Avenida estaba un café muy económico donde desayunaban Ginsberg, Orlovsky, Corso y otros, y poco a poco me fui acercando a ellos y nos hicimos amigos. Le conté a Ginsberg lo que hacía, le mostré los catálogos de Testimonio y Homenaje a Henry Miller, los dos espectáculos multimedia que había montado en Venezuela con la complicidad de José Ignacio Cabrujas. Estos eventos eran considerados pioneros en Venezuela y América del Sur. A él, por supuesto, le encantó y cuando montaron The Illumination of Buddha, que fue el primer espectáculo psicodélico que se hizo en NYC en 1966, y que sirvió para lanzar a Timothy Leary (el profeta del LSD), me propuso que trabajara con ellos en el montaje y por supuesto acepté. Ese espectáculo fue un suceso que impactó mucho toda la escena de la ciudad.
Luego me cambié de residencia y no los vi por un tiempo, pero me mudé nuevamente a la calle 11 y la Segunda Avenida frente la Iglesia Saint Marks-in-the-Bowery, donde funcionaba el Poetry Center, fundado por ellos, y todos los viernes leían poesía. Fue la ocasión para volvernos a encontrar, y una noche leí con Ginsberg una parte de los Cuadernos del Destierro, de Rafael Cadenas, lo cual tuvo mucho éxito en la audiencia.
En cuanto a John Ashbery, cito un verso suyo: “The poem is sad because it wants to be yours, and cannot be” (El poema es triste porque quiere ser tuyo y no puede). A Ashbery lo conocí por intermedio de Gregory Battcok, crítico de arte, y muy amigo de toda la vanguardia de la época. Con él fui a varios recitales de poesía, y Battcok me escribió dos textos de presentación de exposiciones mías en N.Y., la Santería y The Seven Vanishing Points. Tengo muchas más anécdotas con ellos, pero sería muy extenso contarlas, será para la próxima.
(Estoy a punto de preguntarle sobre su amistad con Warhol, que en todas las entrevistas es aludida, y en eso Rolando dice: “Hay un bello poema de Ashbery… te lo buscaré… voy a buscarlo. Me gusta mucho).
Warhol y compañía
—Entre tanto: hablemos de Warhol.
—A Andy Warhol lo conocí en el año 1963, en casa de Adelaide de Menil, y no lo vi más hasta mi regreso a N.Y. en 1965, donde fui invitado a la Escuela de Danza de Martha Graham para estudiar Danza Contemporánea. Una noche invité a una compañera de las clases a cenar y fuimos al restaurante español El Quijote, ubicado en el Chelsea Hotel, hotel muy emblemático para esa época. Ahí se hospedaba toda la vanguardia de Nueva York, la europea, etc.
Nos sentamos cerca de una mesa donde estaba Warhol con su grupo. Lo acompañaban Viva, Gerard Malanga, Nico, Ultraviolet y otros. En un momento se acercó a la mesa Gerard Malanga, y me dijo “estoy sentado con Andy Warhol, y él te quiere conocer”. Nos acercamos a la mesa y Warhol me propuso participar en películas con ellos. Por supuesto le dije que sí. Luego de un tiempo, cuando filmaron Four Stars, la película que dura 24 horas, dio la casualidad que una parte se filmó en la casa de Waldo Díaz-Balart, gran amigo de Warhol y miembro del grupo “Foundation For The Totality”, el cual yo acababa de fundar y dirigía junto con Juan Downey, Manuel Quinto, Jaime Barrios, José R. Soltero, Carmen Beuchat, Vicky Larraín, Ana María Fuenzalida, Alfonzo Barrios y otros. Así que invité al grupo y participamos en esa increíble película.
En medio de la filmación armé el happening The Paella-Bicicleta-Total-Crucificcion, el cual fue filmado completo para la película. En esa época conocí a muchos increíbles personajes del cine, teatro, literatura, psiquiatras, artistas, poetas, músicos: Jim Morrison, Janis Joplin, Santana, John Lennon, Yoko Ono, Robert Rauschenberg, Nam June Paik, Philip Glass, Jean Michel Basquiat, Grace Jones, Nina Hagen, y tantos otros, la lista es muy larga.
—¿Puedes contar tu participación en las películas, los eventos protagonizados con ellos, las aventuras vanguardistas?
—Con el grupo de “Foundation for the Totality” organizamos muchos eventos de Teatro de Guerrilla, los cuales armábamos en plazas públicas y lugares emblemáticos. Participamos en muchas marchas… en Washington, Chicago, Nueva York y otros lugares, en contra de la Guerra del Vietnam. También hicimos muchas películas: con José Rodríguez Soltero hicimos la primera película sobre el Che Guevara, Che is Alive, con la cual participamos en muchos festivales de cine como el Festival de Cine de Berlín, el de Cannes y la presentamos en el Palais du Challoit, cinemateca de París, la de Roma. Hicimos muchas anécdotas de esta película, ya que fue muy controversial en su momento en cualquier lugar donde se presentaba, y de la que hay mucha documentación. Más recientemente, en 2017, fue presentada en el primer festival de cine “underground” de la América Latina en Los Ángeles, junto con otra película que realicé llamada La Cotorra No. 2 con mi hermano Iván Loscher.
—Sería interesante conocer tu experiencia en Venezuela con Cabrujas y otros. Con Nelson Garrido. Con Sofía Imber.
—Mi experiencia con José Ignacio Cabrujas fue extraordinaria. Me inscribo en la Facultad de Arquitectura y duro poco. Entonces descubro el Teatro Universitario y me hago parte de él. Allí conozco a José Ignacio y eso fue fundamental. Ya había pasado por el teatro del Liceo Andrés Bello, por la Danza con Grishka Holguin, Sonia Sanoja. Sin embargo, tampoco duré mucho en el Teatro Universitario porque su director, Nicolás Curiel, me botó por mal comportamiento. Es allí cuando monto Testimonio y Homenaje a Henry Miller con Cabrujas, que fueron los primeros espectáculos multimedia que se hacen en Venezuela y América Latina. Y de ahí me voy a vivir a Nueva York.
A la gran y única Sofía Imber la conocí de muy joven y siempre me pareció un ser muy especial. Tuve contactos con ella en varias ocasiones y ella publicó varios artículos sobre mis montajes Testimonio y Homenaje a Miller en la Revista CAL. Cuando ella iba a Nueva York me llamaba y nos encontrábamos. En Nueva York monté mi exposición Santería, que a ella le interesó y me propuso montarla en el Museo de Arte Contemporáneo, del que era fundadora y directora. Esa exposición inauguró la Sala Anexa con un gran suceso. Organizamos una serie de homenajes con Aquiles Nazoa, Zapata, Simón Díaz, Vytas Brenner. Luego con los años monté otras exposiciones con Sofia, las cuales, por supuesto, fueron grandes éxitos. Siempre le agradeceré a Sofía Imber su inmensa generosidad conmigo. Sofía, donde estés te mando un enorme beso y una enorme Rosa Negra, gracias infinitas por tanto.
Con Nelson Garrido me une una extrema complicidad de vieja data. He colaborado mucho con él y por supuesto con la ONG. Allí he organizado charlas, performances sonoros, proyecciones de cine, videos, recitales, etc. Somos grandes cómplices. Nelson es un gran artista, organizador y pedagogo. Viva Nelson.
—¿Cuándo comenzaste a sentir que formabas parte del arte?
—De muy jovencito, dibujaba en cuadernos con creyones Prismacolor y sobre todo armaba mecanos, los cuales considero mi gran influencia en las instalaciones que hago con barriles de petróleo. Esos fueron los inicios que me marcaron hasta el sol de hoy. Siempre digo que mi arte, aunque no parezca, es una línea, viene de la misma intuición. Soy extremadamente intuitivo y le doy puertas abiertas a esa maravillosa intuición. El teatro, la danza, las instalaciones, los videos, los performances, los films, todos son parte de la misma raíz.
—¿Por qué son tan talentosos tus hermanos y tú? ¿Hubo una tradición o una trayectoria familiar al respecto?
—Bueno, nuestra santa madre, doña Mercedes, escribía y leía mucho y era una persona sumamente curiosa. Mi padre Salvador escribió y publicó varios libros y por supuesto siendo el hermano mayor de Iván Loscher y Roberto Loscher los influí de cierta forma. Eso pienso que es la explicación más correcta de por qué se dedicaron al arte y las comunicaciones.
—Hubo un instante especial en el que Warhol dijo “ese es el príncipe negro”.
—A Warhol le preguntaban con frecuencia, “¿quién ese muchacho que anda contigo, el cual siempre está vestido de negro y usa una capa?”. Y él les respondía “ahhh sí… él es un príncipe negro…”, lo dijo un poco en broma y así se quedó hasta el sol de hoy.
—Hubo un día en que perdiste tus cuadros de Basquiat.
—Cierto, a Jean Michel Basquiat lo conocí en un curso que di en un espacio del East Village, frente a Tompkins Square Park. Entre el grupo de asistentes estaban él, Keith Haring y otros, que luego se destacaron con los grafitis de las calles. Con Jean Michel, inmediatamente nos caímos muy bien, él me llevó a su estudio, el cual era un desorden extremo, pero me di cuenta de que tenía un talento enorme y le dije te voy a presentar a Andy Warhol. Él me miró con ojos de sorpresa e incredulidad, y me dijo ¿es en serio? Y le dije tan serio como un revólver. Así que un día lo llevé donde Andy. Antes le recomendé que llevara una carpeta con sus dibujos. Eso hizo. A Andy le sorprendió mucho y un día fuimos a su estudio, fue cuando Andy me dijo que le iba a organizar una exposición y eso hizo, en la Galería de Mary Boone, la cual fue un gran suceso. Jean Michel, en agradecimiento, me dio unos cuadros hechos sobre pizarras negras, las cuales siempre le había comentado que me gustaban una barbaridad, y estas maravillosas obras, en viajes y mudanzas desaparecieron. En fin, la vida es así, nada fácil, esos cuadros actualmente están valorados en muchos miles de dólares. Aparte de lo que significaron para mí afectivamente.
—¿Cómo era ir y venir y vivir en aquellas cuadras de Bello Monte? Hubo un día en que te sentiste con ganas de irte.
—Mi estadía en Colinas de Bello Monte fue muy hermosa, tengo muchos gratos y maravillosos recuerdos. Son anécdotas muy interesantes sin duda, pero cuando apareció Chávez y asumió el poder comencé a sentir que pronto todo se iría al diablo. Eso fue lo que sucedió, mi intuición no me falla y decidí que tenía que irme para poder continuar mi trabajo de artista, que es lo que soy. No soy político, soy artista, y eso es lo que me interesa en la vida, como político siempre seré incorrecto, por fortuna.
—Hubo un día en tu vida que dijiste: “Voy a trabajar el tema del petróleo”.
—Te cuento una anécdota: siendo un niño me llevaron de visita a Maracaibo y con mi hermano mayor, Ramón, fuimos al lago. La sensación que tuve al mirar ese lago lleno de torres, balancines, el olor fuerte, esa sensación se quedó guardada en mi subconsciente, en mi ADN. Hay una maravillosa foto de esa anécdota, te la haré llegar…Y fue así como la imagen del petróleo aparecía de una manera recurrente, en mi fuero interno. Cuando monté la Santería, en el Museo de Arte Contemporáneo de Sofía Imber, siempre me iba caminando por el parque Los Caobos a la casa de mi madre en Bello Monte y un día con una linda chica que me acompañó vi un barril mediano de petróleo, oxidado. Lo agarré, me lo llevé a la casa… eso fue en 1975. Lo limpié, le quité el óxido, le hice un tratamiento en un taller de herrería, lo pinté de dorado y lo firmé: esa es mi primera obra del petróleo, se llama Barril encontrado, Caracas 1975. Y cuando regresé a Nueva York decidí que iba a trabajar el tema del petróleo como concepto del arte contemporáneo. Cómo tú bien sabes he desarrollado el tema del petróleo en grandes esculturas, instalaciones, videos, gráficas, imágenes digitales y he recorrido con esas obras gran parte de las ciudades importantes del mundo y es lo que he estado desarrollando hasta el día de hoy.
—Hubo un día en que conociste a Karla.
—Sí. A Karla, mi ángel maravilloso, la vi por primera vez en el Teatro Teresa Carreño en el año 1985. Estaba sentado en el cafetín del Teatro con José Ignacio Cabrujas y vi pasar a una niña de una belleza renacentista, que caminaba erguida, con mucha seguridad, distancia y aplomo. La vi y le dije a José Ignacio qué chica tan interesante, ella no camina, “levita”. José Ignacio me miró, se rió y me dijo: “Sí: es una especie de ángel, pero ojo que puede ser exterminador”. Pasaron muchos años y asistiendo a una exposición en homenaje a Luis Brito (el Gusano) aquí en Miami en el año 2016 vi a una mujer atractiva y la saludé. Ella me respondió cortésmente, pero con distancia. Le pregunté ¿quién eres tú? ¿Qué haces? Me miró de arriba a abajo y me dijo “eso no es su problema”, la miré y me dije “ojo, ella tiene un carácter atravesado”. Así que opté por darle mi tarjeta de presentación y le dije con el debido respeto “cuando te provoque llámame. Estoy a tus órdenes”. Así fue nuestro encuentro en Miami. Un día sonó mi teléfono, y ¡oh sorpresa! Era Karla invitándome a la inauguración de una exposición de un artista amigo de ella, la exposición no era muy buena, pero desde ese día jamás nos hemos separado… lo demás se los dejo a la imaginación de ustedes.
—¿Qué añoras de los años en que tenías el cabello negro y la barba negra?
—Son muchas cosas lindas, descubrimientos, aventuras, caídas, subidas, sorpresas de todo tipo, muchos sueños maravillosos, algunos realizados, otros no, pero siempre muy excitantes. Te puedo decir, mirándote de frente, que mi vida ha sido lo real maravilloso, y la he asumido con mucha pasión, curiosidad, amando, creando. He asumido muchos riesgos, los cuales continuaré enfrentando. Digo con responsabilidad que el arte me salvó la vida. Siempre digo “por fortuna existe el arte para librarnos del horror de la verdad”. Con el arte he caminado por el camino correcto, siempre he sido un romántico extremo, un aventurero, un sobreviviente. Y ahora, después de tantos años, me he encontrado con Karla, esa maravilla de mujer, mi ángel que adoro, me pregunto: ¿qué más puedo pedirle a esta vida que me tocó?
—Hubo un día en que estábamos encerrados y nos hablamos. ¿Qué has meditado en estos tiempos?
—Te voy a responder con frases de dos seres maravillosos que me iluminaron: el gran poeta cómplice Rafael Cadenas: “Qué hago detrás de los ojos”; y por supuesto mi gran hermano José Ignacio Cabrujas: “El amor es cuando dos ojos sorprendidos se encuentran”.
La vida es una maravilla. Somos unos privilegiados, debemos darle gracias a esas fuerzas extraordinarias que nos han protegido y darle gracias eternas a todas las personas que se han cruzado en nuestras vidas.
Iba a responder con un cliché, con una simpleza. Pero es verdad lo que dice el príncipe caraqueño. La existencia consiste en ir y venir conociendo personas y haciendo que esa experiencia se pueda rescatar después, como un buen recuerdo. Por eso prefiero terminar la conversación imaginando a John Ashbery leyendo sus versos en una biblioteca o en cualquier rincón de Nueva York. Mientras recordamos el poema que tanto le gusta a Rolando, imaginé también que Ashbery ha podido escribir ese poema en Colinas de Bello Monte:
“La luz de la tarde era como miel entre los árboles
cuando me dejaste y caminaste hasta el final de la calle
donde terminaba abruptamente el crepúsculo”.