Por RUBÉN MONASTERIOS
Roland Carreño es una víctima del odio vengativo de la dictadura que se ha apropiado de Venezuela; se la tenían jurada desde hacía tiempo, probablemente a causa de un acontecimiento que vale la pena recordar para destacar, por una parte, el valor y el ingenio de Carreño, y por otra la inmoralidad grosera del régimen.
Años atrás, en los albores del gobierno de Maduro, Carreño era jefe de Sociales de El Nacional; nos cruzábamos en la redacción de vez en cuando e incluso cubrí su ausencia por unas vacaciones escribiendo algunos artículos sobre temas relacionados con lo socialité para llenar su espacio.
En esos días ocurrió una de las primeras fiestas fastuosas características del madurismo, en la que estuvieron prácticamente todos los que formaban la costra de la nueva clase en el poder y sus cortesanos. Como es natural, Carreño, responsable de sociales del periódico, y su fotógrafo cubrieron el evento.
El reportaje del periodista fue una obra maestra de la literatura del sarcasmo y del uso del recurso de la descripción de apariencia objetiva, en la formación del discurso irónico elegante.
Insisto: el periodista no opinó, no calificó, no insultó a nadie; no usó ninguna expresión vulgar denigratoria ni palabrota alguna malsonante; su lenguaje fue el normal, el polítikamente correcto; sólo describió e informó verazmente.
No tengo a mano el texto, de modo que lo describo apelando al recuerdo lejano. Tal como es de rigor en las crónicas de la vida social —y lo esperado con ansiedad por la generalidad de los involucrados—, se mencionan los nombres, estatus en el cuadro de gobierno y méritos reales o inventados atribuidos de las figuras de costumbre y de las emergentes; el cronista hace ver al lector del diario algo del lujoso ambiente del sarao, y de su impresionante decoración; con cierto acucioso énfasis, describe los atuendos de las personalidades, y añade, como información de dominio común que cualquiera puede comprobar —razón por la que es calificada de veraz—, las marcas y precios aproximados de los trajes y aderezos que portaban.
Se quedaba uno pasmado tanto por la descripción de las joyas exhibidas: belleza del diseño, oro a granel, piedras preciosas deslumbrantes en forma de sortijas, collares, diademas… relojes masculinos de valor millonario, vestidos, zapatos y carteras «de firma», fluxes de finas telas y cortes impecables debidos a la refinada artesanía de sastres de fama internacional. Naturalmente, la crónica estaba ilustrada con fotos del sarao; y al verlas llamaba la atención el contraste entre tan refinados y costosísimos bienes y los usuarios, hombres y mujeres de apariencia gañanesca y ademanes toscos, de esas personas de las que se dice que, dominando el aroma de los perfumes de alto refinamiento y precio, dejan sentir el tufo a estiércol.
Recuerdo haberle expresado mi reconocimiento; le dije que era imprescindible tener las bolas bien puestas para escribir algo semejante, y le pedí una copia; el autor me la hizo llegar; la extravié en mi éxodo. También pensé: «Tarde o temprano te la van a cobrar, Roland». Bueno, al fin ocurrió. Y es que la venganza es un plato que sabe mejor cuando se come frío.