Por KAREN LENTINI GÓMEZ
A Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981) lo conocí cuando la vida de estudiante trascurría en nuestra aula 201, en la Universidad Central de Venezuela, un tiempo en el que rebosábamos alegría. Le recuerdo enigmático, siempre discreto, sencillo; con sus ojos escondidos detrás de las gafas, y su voz de locutor solapada en su delgadez. Lo que nunca estuvo oculto fue su sobresaliente ingenio. Después de aproximadamente diez años, me sorprendió encontrarlo en la Feria del libro de Guadalajara 2012, yo ignoraba en quién se había convertido.
Hoy lo veo igual que ayer, la diferencia es la birlada inocencia de aquella época, ahora nutrida de lecturas y curtida en las aulas; sumado al desconcierto de estar en otro país, que por fuerza se convertiría en nuestra querida casa. En él, permanece la sensatez y la humildad, pese a los reconocimientos y las satisfacciones literarias que quizá ni siquiera se hubiese imaginado.
La obra de Rodrigo a través de los años exhibe su avidez de lector curioso, y la progresión de sus métodos de trabajo; el florecimiento de su lenguaje y su desarrollo de cuentista a “el largo aliento de la novela”. Sus historias tienen un importante reflejo del contexto social y político, pero, para mí, su verdadera trascendencia está en el artificio para quedarse en el recuerdo, a través de la hondura que proyecta en sus personajes, y la inclusión de esos detalles inolvidables característicos de sus narraciones; solo por señalar algunos: el homenaje a la escritora Elizabeth von Arnim en Simpatía, o el juego de los palíndromos con Darío Lancini en The Night.
En Rodrigo se nota su interés por crecer, por explorar la amplitud y los matices de las emociones, y por descubrir nuevas maneras de nombrar con precisión, porque no renuncia a lo inefable.
Sin duda alguna es uno de los grandes narradores latinoamericanos contemporáneos, que ha sabido aprender de Alfredo Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro, Ricardo Piglia y Roberto Bolaño, encontrando su propia técnica e invectiva.
De él siempre esperaremos el próximo libro, bien sea para sorprendernos con sus saltos cronológicos, o con la linealidad con la que se deja llevar según el ritmo que pide la historia; en la que además nos dice sin decir, a través de la utilización distinguida de los símbolos, y debajo de los que subyace la pasión de “la otredad que somos”, como lo define el crítico y escritor Miguel Gomes.
Licenciado en Letras, máster en estudios literarios, editor y profesor universitario, ha publicado los libros de cuentos Una larga fila de hombres (2005), Los Invencibles (2007), Las Rayas (2011) y Los Terneros(2018). Ganador del premio Rive Gauche à París en Francia, y III Premio Bienal Vargas Llosa, por su primera novela, The Night.
Desde hace 3 años vive en Málaga, dicta talleres literarios y es articulista del diario español ABC.
—Señala que con respecto a The Night, Simpatía, su segunda novela, le ha permitido agudizar en el aspecto psicológico de los personajes. ¿Qué carga tienen los personajes para determinar si una obra es realista o no?
—En la novela, los personajes son quienes cargan con el peso de la historia. Es en ellos en quienes el lector se fija para la interpretación y a quienes acompaña en el desarrollo de la trama. Son los responsables de la conexión emocional, sin lo cual la lectura se vuelve fallida. En novelas que pertenecen claramente a algún subgénero, como el realismo o la ciencia ficción, el efecto de verosimilitud recae, me parece, en los elementos descriptivos y contextuales.
—Comenta en una entrevista que últimamente lee más ensayos. ¿Cómo se da la “conexión emocional” en este género?
—La conexión con la lectura de ensayos me parece más de orden intelectual. Aunque el pensamiento y la reflexión también tienen su propio registro de emociones. La más intensa, en este sentido, es la de comprender cosas. En un mundo cada vez más complejo, donde cada vez más se nos escapan las claves que determinan nuestras vidas, asimilar uno que otro conocimiento es reconfortante.
—¿Cree que el entorno está condicionado solo por lo que se observa y se palpa?
—Justo en estos momentos estoy leyendo un libro muy interesante de Peter Godfrey-Smith, Otras mentes. El subtítulo es una maravilla y resume bien su objetivo: “El pulpo, el mar y los orígenes profundos de la consciencia”. Allí, haciendo un repaso de lo que fue la evolución de la vida de organismos unicelulares a organismos multicelulares, Godfrey-Smith explica que esos primeros organismos se desarrollaron a través de la capacidad de percibir el entorno y emitir señales a otros organismos. Lo que dio paso a otras formas de vida más compleja. Y dice: “La percepción del entorno y la emisión de señales entre organismos dan lugar a la percepción del entorno y la emisión de señales dentro de un organismo”.
Estoy de acuerdo con esto. Creo que es así. La percepción del entorno, la atención hacia lo que nos rodea, es un instinto evolutivo. Y es la base de la introspección, de la individuación, que es siempre una toma de distancia o de perspectiva ante el movimiento conjunto de la especie. Creo que la literatura es el mejor testimonio de esta tensión.
—¿De qué manera puede influir el exilio y la distancia en la percepción?
—Creo que al emigrar y perder el contacto directo con mi ciudad y mi país, el terruño se vuelve eso: un objeto de contemplación y de reflexión. Y de ensoñación también. El efecto es que todo se desnaturaliza. El propio pasado se vuelve un poco irreal. A veces me sorprendo caminando por Málaga y se me cruzan los cables y vienen a mi mente recorridos que hacía por Caracas y todo me parece un sueño: tanto mi vida en Caracas como mi vida actual.
—¿Sabría explicar cómo se conforma el lenguaje de una obra que intenta calcar fielmente el mundo?
—Si con fidelidad al mundo nos referimos a su aspecto exterior, pues supongo que ese lenguaje se construirá por mera acumulación de datos descriptivos e históricos. En una época donde existe Internet, tal recurso se ha vuelto anacrónico. Ahora, si entendemos esa fidelidad desde un punto de vista sensible, pues el lenguaje de esa obra no solo representa un mundo sino que, al nombrarlo, se vuelve ese mundo. Es lo que expresa Borges en la Parábola del palacio.
—Emilia Pardo Bazán escribió que “la novela es traslado de la vida y lo único que el autor pone en ella es su modo peculiar de ver las cosas”. Me gustaría saber si usted considera que hay algo más que aporta el autor.
—Ramos Sucre decía: “Un idioma es el universo traducido a ese idioma”. Prefiero esa frase pues ya sabemos que siempre se pierde algo en las traducciones. Me gustaría pensar que las novelas se construyen precisamente con el bagazo de esos traslados que menciona Emilia Pardo Bazán.
—“Durante el interrogatorio, le quebraron una pierna y lo obligaron a arrastrarse por la sala, dando lastimosas vueltas, como una mosca a la que le han arrancado un ala”. Esta es una imagen de su libro Los terneros, finalista del Premio de Narrativa Ribera del Duero. ¿Podría señalar la diferencia (si la hay) entre la representación y la reproducción?
—En algún libro, uno de mis personajes dice que las palabras sobre el dolor también son dolorosas. Con la condición, he pensado, a veces, que no sean más dolorosas que el propio dolor evocado. Las palabras sobre el dolor corren el riesgo de ser como esas personas que en los velorios lloran a un muerto con más lágrimas y desesperación que los propios familiares. Sin embargo, también es cierto que la sobreexposición al dolor (a través de las redes sociales y las noticias) hace mucho que nos ha anestesiado. Por eso, un escritor tiene que buscar la manera menos histérica de devolverle al dolor su condición.