Papel Literario

Rodolfo Izaguirre, vida de película (a propósito de sus 93 años)

por Avatar Papel Literario

Por FAITHA NAHMENS LARRAZÁBAL

El arco que traza su vitalidad hasta el sol de hoy, ese sol al que como siempre dice pronto navegaremos cuando se acabe la oscura pesadilla, es un arco de triunfo. Sabio, encantador y tan requerido, de un tiempo a esta parte se ha convertido en el personaje —influencer— imbatible de Caracas. Guionista de una vida de película, la suya, este caballero que sonríe divertido cuando le susurran el linaje conquistado —príncipe de Santa Eduvigis y alrededores—, ha librado con el alma, con el pensamiento, con la pluma y con su absoluta gracia, y en nombre de la civilidad que lo empaca —como su dilecto sweater amarillo—, un sinfín de batallas. Y son sus hazañas el amor —el amor me ama—, la verdad dicha sin cortapisas y el anhelo conquistado de cultivarse para entender el mundo; abrevadero primordial sus lecturas, con las que llevaría su escritura a niveles de celebración: es premiado novelista, ensayista, y perspicaz articulista. Todo por el cine. Jura que se esforzó en domeñar la palabra para poder transmitir en mis críticas la belleza que veía en la pantalla grande.

Nacido el 9 de enero de 1931 y tan campante —no como aquella dama caricaturesca de Mamá cumple cien años, pasaré largamente los cien por muchas razones, entre otras porque quiero ver ese filme nunca realizado que narra la historia de un noviazgo adolescente, dos que quieren amarse y no saben en qué cuarto de qué hotel expresar su fiebre ¿no sería hermoso?… además porque tengo un compromiso con las nuevas generaciones debo seguir asesorando a los estudiantes de artes que me piden consejo, muchachos que nunca he visto en mi vida y me llaman por teléfono…—, su nombre no tiene que ver con el del famoso reno navideño, pero sí está vinculado con las fiestas. Su cuñado, llamado Rodolfo, era de origen alemán y habría montado en la casa donde se crió, entre las esquinas de Pescador a Cochera, el primer arbolito de Caracas. Todo el que pasaba por la ventana se detenía a curiosear, cuando no era que se atrevían a tocar a la puerta para ver aquello. Ventana por la que él vería también, por ejemplo, la reacción que produjo allá afuera la muerte de Juan Vicente Gómez. Desorbitados saqueos. Vio también a sus hermanos cargar con el esbelto escritorio extraído de las barricadas. Sería el mismo en el que él haría las tareas; luego supe que era de un esbirro.

Rodolfo Izaguirre, gran conversador y charlista que embelesa, tendrá una infancia repleta de contradicciones, la elegancia de la madre que sirve en vajilla de fina porcelana la comida sin vuelo y de porciones limitadas para los tantos muchachos; en una conferencia en la Universidad Católica dirá que asume ese día la ruptura definitiva con el padre que despilfarró la herencia con que había llegado al matrimonio su madre. Su hermano fue quien quiso confirmar la calidad de su raíz. Gustavo, católico y necesitado de sus orígenes, decidió averiguar quiénes éramos y de dónde veníamos. Buscó en diversos archivos hasta que se encontró con tres hermanos que llegaron a América desde España en el siglo XVII. Uno siguió viaje a Chile y agregó una E al apellido Izaguirre. Los otros dos se quedaron en lo que entonces pudo haber sido el país venezolano. Uno murió ahorcado en los Llanos, acusado de abigeato; el otro se metió a cura. Le dije a Gustavo que personalmente prefería descender del ahorcado y no del cura; comprendió entonces que sus investigaciones podrían ser desatinadas, así que guardó silencio y no las continuó, pero mi hermano José Luis, más sereno, descubrió que un Izaguirre en la República Dominicana, o como se llamase esa nación en tiempos coloniales, era un magnífico ebanista y fue contratado ¡para que hiciera los toneles para envejecer el ron!

El cine entonces no con Bergman, Shakespeare o Piratas del Caribe vendrá en su auxilio como revelación: será marca imborrable, un ida y vuelta del mensaje que llega directo, lo sacude, y lo hace reaccionar. Niño que alucina, boquiabierto que no parpadea, así ve Lo que el viento se llevó, joya del séptimo arte y el mejor melodrama filmado de todos los tiempos, y cuya reciente prohibición, por cierto, alegando racismo, es una exabrupto, porque premiaron con el Oscar a Hattie Mc Daniel ¡precisamente la primera actriz negra en ganarlo! Basta una escena para conmoverlo hasta la médula y para siempre; deviene mapa de ruta. Aquella en que Scarlett O’Hara, arrancando una raíz de la tierra y masticándola, jura que nunca más pasará hambre en su vida. Es una epifanía. Es el cine entrando en su torrente sanguíneo. Es la proyección. Toma 1: Yo hago lo mismo en el patio de casa ¡sí! remedo el rito que acabo de ver, juramento incluido, y será profético: aunque parezca increíble, he vivido de mi trabajo.

Todo eso puede ser muy cinematográfico, asomarse a una ventana, el cine lo es, dice quien asegura que yo soy el cine, porque lo ha palpado, monitoreado, amado, visto sin pestañear y visto crecer, volverse industria, ser estereotipo, válvula y creación, y ser su promotor como director de la Cinemateca. El cine lo ha acompañado como los posters de Drácula, El pez que fuma o Casablanca en las paredes de su casa, la de la familia que funda, esta de los helechos, la de Santa Eduvigis, a donde se mudan días antes del Viernes Negro los Izaguirre Lobo, y donde crecieron los hijos que ya se fueron; pero no Belén; ella sigue aquí, la intuyo, dice su amado amador. Vivimos años maravillosos, ella lo dijo mucho mejor que yo: que nuestros más de cincuenta años juntos fueron como un juego. En esta casa la ventana dilecta, sin embargo, no es la que trae noticias sino la que enmarca el Ávila que lo embelesa. Está en la biblioteca donde escribe.

El autor de Alacranes, considerada obra clave dentro del desarrollo de la ficción urbana y premiada con el Arístides Rojas, redacta allí los artículos que publica El Nacional —la mayoría, compilados en un libro fundamental, Obligaciones de la memoria—, y escribió, asimismo, Lo que queda en el aire, un retrato de la bailarina Belén Lobo, su mujer. En realidad Belén y la vida en común. Así como yo soy testigo y voz del cine, ella lo fue de la danza contemporánea, la trajo, la prohijó, la bailó. Una cita de ella titula este libro que acaba de presentarse: el baile es el trazo que queda en el aire luego del movimiento ¿no es una belleza? Belleza de homenaje que inicia el género literario del esposo enamorado. ¿Cuál película se nos parece? Todas las de amor, que de alguna manera se parecen entre sí, se despidan o sigan un buen rato más los amantes, siempre están por darse el deseado beso, deseado por todos… sonríe.

Vida poblada de imágenes, en su cabeza gravitan las fecundas y comprometidas discusiones de los grupos Sardio y el Techo de la Ballena, escritores y artistas discutiendo de creación y política. Son películas que a su albedrío pone en marcha su proyector mental para recordar a los amigos que se han marchado o que están bajo tierra, la bohemia que fue una forma de libre lucidez también de perdición. Compartió todo menos la creencia en la infinitud del tiempo, su liquidez. Él, el sobreviviente, cree que lo salvó el amor y la familia, y el cierto orden que exigen. Para el padre de Rhazil, Valentina y Boris, el experto en iluminación, la diseñadora y el anfitrión de tele, nada humano le ha sido ajeno: la creación, la política, el país, el arte, la historia, la poesía, la bohemia, la cocina y la gastronomía. Son célebres sus hallacas. Y su devoción por la casa. Pero siempre volvió a tiempo para la cena.

Durante largos años de irreverente juventud y ansiosas búsquedas de lenguaje junto a mis amigos de Sardio, el movimiento artístico y literario que renovó la literatura venezolana a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, entre cadáveres exquisitos exorcizaba con cervezas y tragos de ron la ferocidad policial de la dictadura de un fascista rechoncho y ordinario llamado Marcos Pérez Jiménez; no le rehuí al mundo de los bares y botiquines, en compañía de mi amigo Salvador Garmendia. Merodeábamos locales de mala muerte, aquellos en los que sus administradores regaban con aserrín el piso para evitar los pichaques provocados por los derrames de los brebajes. La bohemia se alió luego al Techo de la Ballena un movimiento más iracundo y dadaísta, techo que no es tope porque fluye y riega los cielos. Toma 2: El pez que fuma, esa obra fundamental de nuestra filmografía, es la película que acude a la cita.

Construida con personajes reales y maravillosos, ese coro de ángeles suyo, Román Chalbaud negó siempre que ese burdel representara a Venezuela, pero para mí está clarísima la metáfora: en la figura del administrador, en la del enano, en las prostitutas, en las conversaciones, en los clientes, en la movida, en la luz artificial, en el desparpajo, en las risas y en el rímel chorreado estamos todos, el que quiere aprovecharse, el que quiere lo fácil, el que evade, el que busca la oportunidad y quiere que lo pongan donde hay, que ya hay tanto, el que está roto, el que sueña.

Pero resultó esa bohemia un trágico proceso de autodestrucción que se llevó al más allá a muchos de mis compañeros de generación por el excesivo abuso de aquel detonante que desorbitaba la lucidez, también la mermaba, trastea la conclusión. La República que no lograron fundar con las guerrillas de los años sesenta, de clara inspiración cubano castrista, la instalaron llamándola la República del Este en el Bar y Restaurante El Vecchio Molino, en el boulevard de Sabana Grande y allí la muerte los estaba esperando.

Otra película que lo emociona hasta la médula es Vivir, del genial Akira Kurosawa, realizada en 1952. Lo increíble del cine es que una historia construida en Japón tenga eco en Venezuela. Al cierre de la Segunda Guerra Mundial y del apogeo militarista, el cineasta ofrece esta historia protagonizada por un personaje civil, un concejal, un hombre común de pronto desahuciado que decide irse de juerga hasta que le llegue la hora, pero a tiempo enmienda su propio final dándole sentido a su vida, no sólo a lo que queda de ella. Su legado será, cuánta ternura, luchar por la construcción de un parque infantil para su barrio. Lucha con todas sus fuerzas hasta que lo consigue. Ya listo, un día, se sienta en el columpio del fondo, la toma es serena y conmovedora, él, meciéndose, canturreando la canción más triste de la historia del cine, muere.

Y sí, la película se llama Vivir, y en esto estamos, y está a tope Rodolfo Izaguirre, alguien con planes, que con su decir histórico, monumental y sabroso repleta salones, e imanta audiencias. Que sortea el descalabro del país con la dignidad de su talla y devolviendo los piropos: Ustedes me han enseñado a vivir, caudal de aplausos. Tan vivo celebra la edad confirmando pasiones, la palabra y el cine, y el encuentro definitivo con la imagen, que, según cuenta, lo termina de atrapar, el séptimo arte, en su lugar de origen, la tierra de Lumiere, husmeando bajo la capa de Drácula. Nunca termina sus estudios de derecho en la Sorbona, cuando los profesores todavía iban con las pelucas de la Revolución Francesa, las que la revolución del Mayo Francés arranca de cuajo. Alucinado con los festivales y las salas de cine de autor, el joven que vería con precocidad las más de 3 horas de Lo que el viento se llevó será incapaz de abandonar la intimidad oscura y luminosa a la vez de las salas parisinas, y todas; no entraría nunca más a clases. Encontraba más vida en las películas, y todavía. Sí lamento que ahora haya más efectos y más películas que nunca, pero menos “cine”. Lo pesca. En la plaza de Chacao, es el que está en primera fila celebrando la proyección de Ladrón de bicicletas, y la ternura de la historia.

No, no es un Bela Lugosi. Es un bello que se la goza.