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Roca Tarpeya: una selección

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Por JUAN LUIS LANDAETA

La espiral es la forma de la vida y nadie lo puede dudar. En 1999 se descubrió la estructura del ADN, cuyo nombre desglosado es ácido desoxirribonucleico. La espiral da paso a la existencia, siempre y cuando operen las fuerzas de su tránsito de izquierda a derecha, como venciendo o anulando el curso del tiempo.

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La onda expansiva se sintió como si un animal suelto, extraviado, pateara las puertas de todos los cuartos de la ciudad, como si los apartamentos fueran corrales y a ellos llegara un tropel de ahogados, una tremenda amenaza, como una nube de avispas vista a pocos metros, o el paso desesperado de un hombre solo, maldito, dispuesto a todo, convencido de no tener estirpe ni morada. Un hijo del instante. Otro más con una muerte difusa sobre el mapa de un país que nadie considera.

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El puerto de Turiamo se llamó por mucho tiempo Ocumare y así lo descubrieron las monjas recoletas. Ellas cultivaban algodón y en esos pequeños prados, custodiados por muros de media altura, pude ver aquellas motas blancas crecer. Para mí habían sido siempre artificiales. Las primeras motas reales que pude ver estaban en las sienes de Carlos Gardel, el día de su visita a la ciudad de Maracay. Al parecer, el calor lo había afectado produciéndole un vahído y alguien acudió con varias motas bañadas en agua de colonia para asistirlo. Fueron dispuestas en sus sienes, como si se tratara de electrodos para un electroshock.

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Los entendidos tardaron en ver el cadáver amarrado a la bestia. Se había atado con tanta fuerza que, en medio de la turba, nada hizo que se cayera. Debe haber estado unos 20 minutos muerto delante de todos. El caballo se desbocó y se perdió de vista con el difunto. Luego lo encontraron en la ribera, con las pantorrillas moradísimas. Claramente no portaba uniforme. Las manos, —cómo no decirlo, estaban desmembradas por la acción de las riendas en sus dedos. La cara era la misma, aunque fue raro ver a ese hombre tan callado. Eso fue lo que encontraron en el río Ocumare, con el caballo tranquilo, pastando a su lado. No estuve entre quienes recogieron el cuerpo, pero hay quien dice que el caballo tenía un dejo extraño en el pelambre y que, en última instancia, sinceramente, ese no podía ser él. La verdad es que la hinchazón y el efecto de la exposición al sol impedían saberlo. No lo velaron, pero todos los vecinos y cercanos a la Manga de Coleo Rolito «Toco» Gómez alzaron en hombros el féretro por kilómetros y kilómetros de tierra. Lloraban, pero como siempre, también armaron una rumba. Dado el peso, hubo una pifia en el kilómetro 5, que no fue sino un susto. Rápidamente se sustituyó ese cargador. Por débil y también por borracho. Se llamaba Eustoquio. Eustoquio Gómez. Hermano del otro Gómez y responsable de que nombraran María Eustoquia a Mamaquita, una abuela adorable que yo tuve en este mismo pueblo, pero unos corrales más allá.

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Todo en este libro es un invento, como las orillas de los mapas y la historia de un país repleto de edificios.

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Turiamo era un pueblo fundado por una tropa de militares disidentes al régimen de un dictador. Hoy inmerso en la erosión, tiene la forma simple de una playa. En sus aguas sospechosamente profundas, duerme un submarino alemán que falló lo que sea que intentaba en costas venezolanas. Por las mañanas, se ve a los soldados llegar extenuados a la orilla, luego de haber sido arrojados mar adentro desde un helicóptero de entrenamiento, a doscientos metros desde la línea del horizonte. En Turamo se criaban caimanes a un costado del río que desembocaba en el mar. Uno encontraba las huellas de esos pequeños dinosaurios frescas por la mañana, frente al mástil de un barco encallado y sin nombre, oxidado para siempre. Es difícil pensar que un pueblo entero pueda convertirse en una base naval. En Turiamo es así. En un extremo está la quinta para uso y retiro de la familia presidencial y en el otro extremo de la bahía, terminando la semicurva, lo que era el cementerio. Toda una imagen de la erosión. No hay lápidas, sino piedras lamidas por la insistencia de la marea. El pueblo desapareció hace unos 80 años.

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Todas las estructuras que había, como las vías de acceso, fueron obras de presos, condenados a trabajos forzados. Las carreteras dudosamente conseguían su desembocadura, llenas de curvas y baches. En Turiamo rodé en bicicleta por primera vez dentro del mar, sin temor alguno a que se oxidaran los rayos de las ruedas después. Era una bicicleta azul que me había ganado gracias un premio oculto en el envoltorio de una chupeta.

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El edificio cincuentenario fue inaugurado el 29 de abril de 1954, con motivo de la celebración de los primeros 50 años de vida académica de la institución. Gozaba de seis columnas posteriores, enormes. Los típicos cilindros de concreto armado de la época. En la planta baja se formaba una especie de atrio donde nos echábamos a leer o fumar. En ese espacio Daniel me mostró un poema que hablaba de la pobreza y describía, dejando varios centímetros entre paréntesis, el tamaño de las tuberías de la gente pobre del país o, en realidad, del cerro contiguo a nuestra universidad. El ejemplo de la tubería era algo así ( ) por donde subía el agua para lavar los platos y bajaba la mierda a no se sabe dónde, o quizás simplemente a la cocina de un vecino. Creo que Daniel me mataría por contar esto de una manera tan liviana. Él ya está muerto, pero en ese entonces se jactaba de acercarse, reunirse y de hecho practicar con los entusiastas del teatro de la universidad. También me regaló unos pasquines fotocopiados de unos textos que estaban de moda en ese entonces. Recuerdo uno de Octavio Paz sobre la postmodernidad, que allá, en el 54, era imposible. Decía que luego vendría la post postmodernidad y entonces algo nos llevaría las manos al cuello. Lo importante es que la planta baja de ese edificio, forrada por azulejos blancos, fue teatro de operaciones de miles de artimañas. Una vez pasé volando de extremo a extremo deslizando mis mocasines a toda velocidad. Me caí, pero ya cerca de las escaleras donde no me pudo ver ningún testigo. También le cerré de golpe un libro enorme en la cara a una chica que, la verdad, no me gustaba tanto. Pero me encantaba molestarla y los muchachos en esa época éramos así. Bellos sin más, como una rama seca que se usa para barrer el polvo y las marañas de pelos de las esquinas.

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Un antecedente penal es un antecedente penal. Las monedas avanzaban hacia el final del pozo, repitiendo con su brillo los deseos de quien las arrojó. Es obvio que ninguno se cumplió y que se apresó a quien debían y a quien no también. De hecho, solo esto último. La tarea fue muy fácil. En una calle desierta es muy sencillo reconocer a quien respira.

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Creo que se quedaba hablando por teléfono, con las manos al volante, aunque continuara estacionado. De pronto oyendo música o la radio. Adoraba utilizar su manos libres. Si uno se lo cruzaba en los pasillos, él iba con el auricular y el cable de rigor, henchido por su cuello. Era uno de esos hombres que siempre pareciera estar murmurando algo. Hasta dormido debió mantener esa apariencia. La última vez que lo vi, estábamos orinando en el baño del instituto uno al lado del otro, sin dirigirnos una sola palabra. Yo estaba concentrado en atinar con el chorro la pastilla azul del urinario, una afición que jamás he perdido. Me encantaba el premio instantáneo del olor cítrico artificial que despedía al menor contacto con mi micción. También el tono verdoso que tomaba el desagüe.

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Él, claramente, hablaba por teléfono. Esta vez no murmuraba nada, sino que asentía. Ajá, ajá. Tenía un gesto típico de hombres con bigote cuando están ansiosos: movía el labio superior, como espantando una mosca que no existe bajo su nariz. Pasé detrás de él mientras se lavaba las manos y me hizo un gesto simpático con los ojos. Los abrió mucho, enarcando las cejas. Peló los ojos, dirían en mi tierra. El siguió secándose las manos, más de lo necesario, jugando con el poco papel reciclado disponible en el baño, siempre incómodo a la piel, muy parecido a una lija de color sepia. Mientras cruzaba el marco de la puerta, ya para llegar al descanso de las escaleras entre el piso 2 y 3 del edificio de aulas, lo escuché afirmar tranquilo, con voz chata: sí, es que yo sé que me quieren matar.

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Primero fue esto y luego aquello. Cada vez que abro un libro siento que una pequeña piedra se arroja a mis pies. Esa es la historia. No puedo precisar de dónde viene, solo que lo hace desde antes. La historia empieza con la escritura. El trauma y el recuerdo también. Escribe quien busca componer una serie de momentos o escenarios previos. Los jura. Algo en su cuerpo les debe.

Algo en el nuestro les va a deber al escucharlos o leerlos. Yerro de pronto al decir que la historia empieza con la escritura, entendiéndola como el curso de un alfabeto y un código común que se verifica en un idioma, hilado en un discurso más o menos coherente. Empieza con el roce que encienden el dibujo o el jeroglífico, en abierta representación. Antes, a los faraones, en su última recámara, se los enterraba no solo con sus pertenencias, sino con el relato absoluto, de todo cuanto hubiera sucedido en el reino durante su vida. La inclinación del escriba sobre los murales durante largas sesiones de esmero hacía que se fueran de bruces, golpeándose muchas veces la mandíbula y perdiendo algunos dientes. Se «desbocaban». De allí viene el término, como bien apunté en mi tratado sobre la vida corriente en el antiguo Egipto, con particular énfasis en los mausoleos. En ese entonces, solo un hombre, criado y de estirpe hereda-da, recibía la instrucción para hacer constar el testimonio de actos y hechos. En esos tiempos no solo se sabía poco de lo que ocurría más allá de senderos y costas de la frontera, sino que, por tomar la costumbre de considerar el nacimiento de cada faraón como el principio de todas las épocas sabidas, se asumía su muerte como la expiración de estas.

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Quedaba consignado dentro de las cámaras, en símbolos hechos de pigmentos extraídos del bajo Mediterráneo, no solo el inventario de pertenencias tesoros que acompañarían el féretro y la momia por los siglos, sino la propiedad intelectual del faraón sobre el universo conocido durante su vida. Los eclipses, los sistemas de riego y construcción, las bondades de los moluscos y del cartílago de tiburón, las plantas satelitales y las plagas de implantes mamarios yacían bajo su autoría. La vida promedio del faraón se estima en unos cincuenta y siete años del calendario gregoriano, mientras que el proceso de momificación se toma poco más de dieciséis minutos, lo mismo que, según la inclinación de la tierra, tarda el sol en alzarse sobre el horizonte. Por eso cada muerte es la muerte de un expediente y cada nacimiento el inicio de una larga cobertura.

Del escriba y sus sucesores se podría desarrollar un tratado complejo, ya que su selección era todavía más excéntrica. Queda decir que, terminadas las sesiones de recuento en las paredes triangulares del mausoleo, solo al escriba se permitía abandonar el recinto. La servidumbre, que junto a joyas y reliquias contaba como acervo, quedaba abastecida de cestas con pan y miel, que irían dando paso a una jauría de hambrientos, posteriores inanes, cuyo destino era agonizar y morir junto al mandatario que tuvieron por gloria servir. Queda suficientemente claro que eran innumerables las riquezas que el escriba conseguía hacerse luego de poner punto final a su obra. No fueron pocas las veces que escogería a algunos esclavos como botín. Así nació el privilegio del escriba en el reino. La figura de alguien que roba y salva, mientras deja a su paso lo que llamaremos historia nacional. Un individuo cuyo enorme concurso de inutilidades solo cobra forma al perpetuar la memoria de alguien más, o, en su defecto, alterarla con total impunidad. La historia la escriben los ganadores y todos los ganadores están muertos.

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En mi ciudad hay una monja dormida con una flor fresca en el pecho. Su relato es el de una niña que murió virgen y comió solo una cucharada de arroz virgen durante toda su vida. La beata Laura Evangelina es un papiro expuesto en una urna de cristal que permite detallar el perfil de su carne. Nació y creció en Choroní, un pueblo vecino a Ocumare y a la ciudad de Maracay, donde hoy reposan sus restos. El Papa la encontró incorrupta al descubrir su primer féretro y nada puede explicarlo hasta el sol de hoy. Eso casi la hizo santa. La rosa con la que fue enterrada se conserva roja entre sus manos intactas y toda la fotografía es considerada un milagro para la ciencia y la religión. En un principio se dijo que se trataba de una piel sin hongos, como un muro recién levantado, pleno de cal para el cielo. Sin embargo, la suya es una piel repleta de hongos que finalmente la mantienen entera, como las manchas de un mapa que se convierten en regiones, o la sangre que seca, deja de trepar en espiral hacia la cabeza.

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