Papel Literario

Roberto Echavarren en el pulso de la contemporaneidad

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Por ALEJANDRO VARDERI

En la escritura de Roberto Echavarren la reflexión sobre el lenguaje acontece, tal cual Julio Ortega apuntó a propósito de Lezama Lima, como una sobrerrealidad con una figura barroca que conlleva una expansión alegórica y simbólica de los signos, para ocultar y develar a la vez sus significados, y donde lo poético atraviesa la obra, independientemente del género. De hecho, es la “hibridez entre géneros”, como asentó Eduardo Milán en el prólogo de Aura Amara, lo que esta escritura privilegia, trayendo además a un primer plano los temas siempre controversiales de la identidad sexual, la coacción de los autoritarismos sobre las libertades individuales y la erosión del humanismo en aras de la alienación colectiva. Su producción poética, novelística, ensayística, cinemática y testimonial aborda tales entramados desde la doble mirada del ojo cercenado de Buñuel, permitiéndole generar diversos planos de sentido donde la palabra se inscribe como un tatuaje en la piel de los textos. Pero “esta inscripción no es posible sin herida, sin pérdida”, nos recuerda Sarduy, por eso los contenidos profundizan en el daño, sacudiendo al lector a fin de enfrentarlo con sus propios miedos, inadecuaciones e indefiniciones.

Poética y poéticas

La obra poética de Echavarren producida en el nuevo milenio y contenida fundamentalmente en el volumen Verde escarabajo espejea las directrices de sus poéticas anteriores, donde el exceso neobarroco caracterizado por la mudabilidad y polidimensionalidad de sentidos permea los textos, incorporando aquí un historicismo dable de inscribirlos en eventos puestos a sacudir un siglo marcado por el terrorismo, la violencia contra las minorías, las migraciones masivas y la polarización política y social.

En tal sentido, “Centralasia”, poema de largo aliento con el cual se abre el volumen, traza un recorrido geográfico, político, sensual y religioso del Tíbet ocupado por la dictadura china, desde un yo que cuenta y se cuenta en la cotidianeidad del objeto del deseo, con quien comparte viaje por un paisaje donde también la herida, producto del genocidio y la invasión, ha quedado abierta. Aquí la observación se hace sobre un panorama surgiendo y desvaneciéndose a la manera de los fotogramas de un film observado, descrito y poseído, por un lenguaje fraccionado iluminado de significados múltiples. El poema se transforma ahí en un amplio mosaico donde las palabras reflejan la realidad fragmentariamente; “espejos rotos donde el mundo se mira destrozado”, sostiene Octavio Paz, que la mirada como sustancia puesta a juntar las porciones de un vitral une y separa, a fin de remarcar la radicalización del ocupante, tal cual reitera Echavarren en el prólogo: “Lo que en tiempos pasados era exótico, nuestro mundo global lo acerca. Lo que sucede en Tíbet no es ajeno a la conciencia de otros pueblos en el planeta. La ocupación china ha durado más de medio siglo. Aparentemente un millón de tibetanos (sobre una población de apenas siete millones) ha sucumbido en la lucha o ha sido liquidado por el ocupante forzoso”.

“El monte nativo” recoge esa radicalidad mediante un lenguaje que desnuda, arrastra, hace crujir y raja el paisaje erotizándolo mediante las descripciones de la flora, la fauna y el mundo marino, enmarcadas por el tumulto urbano de Lisboa. Allí el poeta descubre y se descubre a través de las imágenes asaltándolo en un tranvía, un auto o lo orgánico de una playa donde un barco encallado puede ser también un “Pene erecto, traslúcido,/pico curvo, violáceo,/ secándose rápido/al sol que lo enturbia y lo derrumba”. Ello le otorga al texto una densidad que desafía las directrices de una modernidad, donde las intolerancias buscan reducir las certezas sobre lo vivo a meras falsificaciones, buscando someterlo y controlarlo.

La protesta contra la pérdida de significaciones, el vacío de sentido, la ausencia de un pensamiento crítico coherente para organizar el caos moviliza entonces la escritura de la cual Echavarren es depositario. Una escritura que, como recalca Guillermo Sucre a propósito de Paz, “reproduce la situación de un mundo que ya no es homogéneo, de un tiempo que carece de centro; es decir, de una realidad que se fragmenta y se desintegra”. Algo retomado por “La guerra de Ucrania”, el extenso poema con el cual se cierra esta colección, al interior de un tiempo oscuro, únicamente iluminado por el resplandor del lenguaje poético. Esto, en un país hoy condenado a una doble desintegración que traspone y significa, y hacia la cual las restantes naciones empiezan a hacer oídos sordos, por alinearse con el enemigo o por priorizar sus propios intereses, más allá de la urgencia de mantener el equilibrio global.

“Paso la mano sobre las paredes/Del refugio subterráneo como sobre amigos y amantes/ Estoy vivo sin alimento ni lápiz/La tierra hierve de fuego verde/El comandante duro como una roca/Se ha ahogado en un vaso de sangre”, denuncia la voz poética, sobreponiendo y sobreponiéndose a un realidad que la sobrepasa, es decir, a una sobrerrealidad donde la guerra, como indicó a Hannah Arendt, es aún el árbitro final. Se pone así en tela de juicio la efectividad de otras formas de arbitrio y negociación que, en el caso de esta esta conflagración, estaban condenadas al fracaso pues, tal cual aclara Echavarren en el prefacio al poema, según el “Memorandum on Security Assurances” firmado en Budapest en 1994, “Ucrania recibía la garantía de mantener su integridad territorial, con Moscú como uno de los firmantes”, a cambio de eliminar las armas nucleares de su territorio. Otra farsa, sumándose a las promesas de una autocracia decidida a invadir o destruir a todas aquellas naciones negadas a alinearse con su proyecto de reconstrucción del antiguo bloque soviético.

Narrativa y narrativas

Una parte de su producción narrativa reciente recogida en Archipiélago se devuelve a la exploración más personal del cuerpo y el deseo desde la mirada homoerótica, en tres narrativas que se suceden sobre un archipiélago tanto geográfico como literario. “El pintor de Creta”, “El surfista de Bali” y El fotógrafo de Manhattan” establecen, volviendo a Sarduy, una serie de “conjunciones y disyunciones” con obras anteriores como Ave Roc y Arte andrógino. En la primera, es la concretización de un estilo de vida “plurívoco, basado en un juego de diferencias”, tal cual leemos en Arte andrógino, lo que se logra con las poéticas descripciones, redimiendo la antigüedad clásica al corregir la ausencia de una visión múltiple, aquí magnificada por la precisión de un lenguaje dable de recobrar también los desmanes de la historia sobre la cultura cretense. En la pequeña historia del pintor se imbrica la de la isla, vista como “un campo de ruinas” tras siglos de invasiones, de las cuales la escritura recupera al Sacerdote de los Lirios aún discernible entre los restos del palacio de Knossos; “un adolescente de cabello largo, gorro de plumas, cintura increíblemente estrecha” cuya imagen hechiza al protagonista, y lo lleva a buscarla en sus conquistas dentro y fuera de la isla.

“El surfista de Bali” incorpora a la mirada andrógina la invasión del cuerpo desde adentro, debido al mal que se enquista y lo ataca, si bien el protagonista no se suspende en la victimización, sino que se empina sobre ella para contraatacar desde el goce y la aventura, pues tal cual propone Cioran, “no es la irrupción de un mal definido lo que nos recuerda nuestra fragilidad”. Será justamente de la enfermedad, de donde el surfista extraiga la fuerza para planear sobre su debilidad, como si fueran las olas llamándolo en el bramido de los mares visitados solo o con su pareja, fragilizada también al ser víctima de los odios contemporáneos. La visión de un joven transexual en el albergue donde se aloja al llegar a Bali, el encuentro con el holandés quien será su marido, el terrorismo yihadista estallando en una discoteca balinesa donde había estado dos semanas antes, el racismo de un amigo de su pareja feliz por haberse mudado en Ámsterdam a un barrio en el cual “son todos blancos”, van tejiendo la red de significaciones extendiéndose sobre la obra y anudando el pasado y el presente del autor.

“El fotógrafo de Manhattan” articula desde la autoficción tales espacios temporales, mediante los recuerdos de Echavarren, los años cuando vivió intensamente la ciudad. La fusión de temas, estilos y modas con proyectos literarios, artísticos y fílmicos genera un corpus narrativo, donde Nueva York se observa a través del prisma de jóvenes siempre ambiguos, habitando un “híbrido (que) parecía el centro del mundo”, según la percibe el narrador de Ave Roc. Algo que se retoma aquí en la fascinación por la androginia del cuerpo y el vestido de un grupo de rockeros, vueltos improvisados actores para la película Casino atlántico. Esta superposición de sobrerrealidades vividas y ficcionalizadas, al ser extraídas de la cronología personal cobran sentido en la ficción como, citando a David Hume, “ideas (que) representan siempre los objetos o las impresiones de las que se derivan y no pueden jamás, sin una ficción, representar otros o ser aplicados a otras”; de ahí que logren coexistir simultáneamente en la temporalidad del autor y del fotógrafo, y generar a su vez una doble mirada sobre la obra y la vida del escritor.

Testimonio y testimonios

Pero será en las obras sobre Rusia donde esa doble mirada se globalice mediante el testimonio y los testimonios compilados. De entre ellas, Russian Nights ofrece un poderoso relato de la vida bajo el control de Lenin y Stalin, extendiéndose el análisis hacia la era post-Perestroika determinada por el gobierno autoritario de Putin. Aquí se traza la transformación de la nación desde el imperio zarista hasta el Estado socialista, combinando el contexto histórico con testimonios de primera mano de quienes padecieron represión y tortura, a fin de proporcionar una visión amplia sobre el poder y la sumisión. Todo ello enmarcando las crónicas de voces nunca antes escuchadas, que desvelan una Rusia marcada por los destinos de incontables vidas sacrificadas o arruinadas por el régimen comunista. Sin embargo, citando a Aleksandr Solzhenitsyn, “(habría sido) difícil diseñar un camino fuera del comunismo peor que el que se ha seguido”, a la vista del ominoso giro del país hacia una autocracia militar en el siglo XXI, que ahora amenaza la estabilidad mundial.

Con estos testimonios Roberto Echavarren lleva a un primer plano las voces hasta entonces silenciadas, iluminando las experiencias de las víctimas, mientras examina uno de los capítulos más traumáticos en la historia rusa, que es parte de un presente más vasto, como indica en su conclusión. Este continuum se caracteriza, siguiendo la clasificación de Étienne Balibar, por una división global en “zonas de vida y zonas de muerte”, producto de la violencia extrema. Una división, exacerbada hoy por la polarización, y sin lugar para los pactos y el compromiso. El siglo XXI, desde los ataques terroristas del 11 de septiembre, ha estado marcado por la confrontación y la destrucción, y Russian Nights es un lúcido recordatorio de que lo peor está aún por llegar.