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Río adentro, el perdón

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Por ELEONORA REQUENA

Donde hay agua, de Cristina Gutiérrez Leal, nos ahonda en certeras imágenes que dan cuenta de emociones como la ira, el duelo o el dolor y su relación con la continua presencia del agua, como elemento depurativo.

Al leer estos textos, no he dejado de pensar en la mirada que despliega Rafael López Pedraza en su libro Emociones, una lista, y que tanto ha resonado en la manera de leerme en los espacios íntimos y en los modos de hacer alma, o mejor dicho, de almiar, como decía López.

Las emociones ahondan en la vivencia humana, la escritura poética se sumerge en esas aguas, revuelve el limo y con suerte saca a flote y logra nombrar algo de esa materia candente. López Pedraza privilegia por encima de cualquier criterio el valor irracional de las emociones, lo inexplicable, intraducible y solo tramitable en términos opacos, de aguas adentro, revelando la riqueza de la vivencia de la emoción como espacio propicio para el movimiento psíquico y creativo.

Donde hay agua tiene dos epígrafes que nos introducen en su elemento, uno de Paul Celan, de donde Cristina toma este bello título: “Donde hay agua se puede vivir otra vez” y otro de Jacqueline Goldberg: “Quiero hablar del agua./ Su antelación. El primer poema que leemos evoca soterradamente a aquel otro mítico exhorto a las diosas, a que canten la cólera de Aquiles.

Sin puñal

Quise escribir con toda la rabia del mundo

encontrar la imagen que sostuviera mi enojo

desperté madrugada tras madrugada

intentando nuevas palabras

a falta de una que describiese

el exacto sonido de mis muelas rotas

al apretar la mandíbula.

Creía inefable

mi fruncir de ceño

mi cuerpo giroscopio.

Perdona, me dije

no sin antes nombrar el odio con todos sus pesares

con todas sus vertientes

yéndome por todas sus ramas.

Recuerdo cómo quería escribir cortando

hiriendo con mi lesión.

Quería escribir con un puñal

llenar de pus y sangre techo paredes espejos.

Pero olvidé

mi rabia

y mi puñal.

Me quedó este olvido calmo

sosegado

demasiado cansado

En este poema una voz enuncia el propósito del libro, declara lo que volitivamente  quiso escribirse, y que a lo que largo del poemario se sostiene, un canto que va a contra corriente de su propia cólera, en una suerte de recorrido antiépico donde el odio va nombrándose en todas sus formas, justas y catárticas, desplegándose entre palabras, deltas, meandros y afluentes, y a medida que esto ocurre, pareciera irse diluyendo y lavando a través de corrientes de aguas que filtran, en su alquimia, una aliviante calma, y acaso algún perdón.

Este tono ambivalente, bífido, del poemario, es como la confluencia de dos ríos que se juntan en el mismo cauce, pero no le mezclan, cada uno con su propia densidad y temperatura, en una corriente sostenida en constante pulso entre lo puramente irracional de la emoción y un deseo racional por conducir y embaular tanta agua en el artificio de un libro.

Celebramos esta edición de Donde hay agua en Luba Ediciones en Buenos Aires. Leemos como un guiño la confluencia de este primer poema y de algún otro, en el libro anterior de Cristina, Estatua de sal, como una suerte de dique que conecta a esta edición con la de la editorial Dcir, de Caracas. Aquí y allá, estos mismos textos reiteran la idea del único cauce del discurso hídrico y potente de la poeta.

En su primer libro, Estatua de sal, Gutiérrez Leal escribe en una voz que a consciencia, e inconsciencia, se sirve del lenguaje usado por la iglesia evangélica, esa suerte de lengua materna que le fue estampada en el seno familiar, y es justo en estas formas oclusivas y delimitantes del idiolecto, desde donde la poeta va desatando nudos y revelando su singularidad lírica. Haciendo del molde un envés, un desdecir que apunta a otra semántica, desarticulando normas y ataduras impuestas, como un caballo de troya que va minando su propio discurso desde dentro.

En Donde hay agua, el grito de furia fluye entre corrientes, la apuesta es paradójica, franquear lo indecible, eso que arde y quema, con inaprensibles verbos de agua. Decir y desdecir, mostrar y ocultar. La cólera en estos textos se desgrana en múltiples imágenes que representan los bordes sin llegar a nombrar el centro, la razón o el orígen del encono. Como un lenguaje atortugado, que nos muestra su caparazón y se guarda lo blando hacia dentro, despliega una imaginería implacable y feroz, que oculta y desoculta el dolor, y en su intento de borrarse, abre un hueco en la hoja y nos lo muestra. Todo fluye en una voz que reabre una herida y a la vez se aplica su propio cauterio, a contracorriente hasta soltar, desnombrar, diluir, perdonar.

Retomo el sinuoso texto de López Pedraza sobre las emociones primarias: la calma, la paz, no pueden ser el opuesto de la cólera, el opuesto de una emoción es otra emoción, y la calma no puede considerarse como tal. Las aguas del discurso siempre divergen insospechadamente hacia sus cauces naturales, y en su devenir, articulan las inmarcesibles formas como fluye el tiempo y la memoria. Para ir terminando esta breve inmersión en Donde hay agua, atrapo otra frase con mi red, y esta vez está en los Fragmentos de un evangelio apócrifo de Jorge Luis Borges:

“Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”.

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