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Reversa. Una mirada a las condiciones estructurales de la literatura venezolana contemporánea

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Por OMAR OSORIO AMORETTI

Tras poco más de una década viviendo bajo un boom editorial (confundido durante un tiempo con uno de orden literario), el campo cultural en Venezuela ha caído en una profunda depresión. Se trata de una realidad a la que por lo general se le ha dado una causa económica. Así, la existencia de una severa crisis en este ámbito (producto a su vez de una política de igual tenor) dificulta enormemente tanto la publicación de objetos artísticos como su compra por parte de los lectores.

Sin despreciar tal perspectiva, a todas luces cierta y elocuente, me gustaría realizar, con las limitaciones inevitables del caso, una radiografía más pertinente de la cuestión literaria actual en el país, tomando otros aspectos que formarían parte de su propia actividad. Con estos señalamientos quiero resaltar el hecho de que, a mi juicio, estamos ante la desarticulación (ya instalada y cada vez más progresiva) del campo literario venezolano, entendido a grandes rasgos como aquella área de la sociedad desde la cual los artistas e intelectuales tienen una dinámica propia, así como una cuota de acción autónoma frente al resto de las esferas disponibles. Su presencia ha sido efectiva, entre tantas otras cosas, gracias a la profesionalización de su actividad y la existencia de un circuito de producción, difusión y asimilación de sus productos simbólicos. El fortalecimiento de este proceso, iniciado con la muerte del dictador Juan Vicente Gómez y cristalizado a finales de 1960 y todo 1970, no solo se ha detenido en esta última década, sino que además se encuentra en franco retroceso.

En este artículo trataré dos aspectos fundamentales sobre el tema. En la primera parte enunciaré los rasgos básicos que se están viviendo desde el campo en este momento. En el segundo explicaré de manera sucinta cuáles son las amenazas que, de acentuarse en el tiempo, podrían hacer de su recuperación un hecho más complicado, lento y no en poco grado frustrante para sus agentes responsables.

Los primeros pueden leerse como los problemas internos o que dependen directamente de los integrantes del campo cultural. Los segundos, en cambio, son externos, es decir, no pertenecen propiamente al orden de las políticas culturales, pero sin duda contribuyen a conformarlo y, hasta cierto punto, mantenerlo con vida. En ninguno de mis señalamientos pretendo establecer una jerarquía de esos problemas, sino más bien particularizar un conjunto que, en la práctica, actúan como un todo, los cuales terminan por incentivar el círculo vicioso en el cual nos encontramos.

Condiciones del ámbito literario en Venezuela. Problemas internos

En sintonía con el progresivo deterioro del país en el resto de sus áreas (especialmente la económica), uno de los rasgos del actual campo literario es la desaparición numerosa y progresiva de librerías tanto privadas como estatales, bien sea a través de la reducción de sus sucursales, bien a través del cierre definitivo de las empresas.

Se trata sin duda del más visible de todos los fenómenos y a su vez de la señal más palpable de que la dinámica que estructura el circuito literario nacional está seriamente fracturada. Y es que no solo estamos ante el último lugar donde confluye toda la producción editorial (lo que a grandes rasgos nos habla de la pérdida de un lugar que tradicionalmente difunde y encauza dichos productos del espíritu en la sociedad) sino ante uno de los grandes espacios de sociabilidad creados por el pensamiento moderno en Occidente donde, gracias al mercado de la palabra escrita, el hombre confluye con otros hombres unidos por un interés común y accede a las principales fuentes del saber para mantenerse actualizado en relación con los debates, problemas y tendencias vigentes en el mundo.

Ante esto, los lectores venezolanos han convertido las vías secundarias de acceso al libro en las principales, a saber: la compra de textos de segunda mano, la obtención, por vía de herencia u obsequio, de bibliotecas particulares de ciudadanos que emigraron del país y la descarga (en su mayoría ilegal) de materiales digitales a través de un Internet cada vez más precario y exclusivo. Lo mencionado anteriormente, sin embargo, no contribuye a la restauración del funcionamiento adecuado del circuito literario, sino todo lo contrario: lo debilita al punto de hacerlo innecesario, con todas las consecuencias lógicas que conlleva dicha práctica.

Las librerías que aún quedan en pie se enfrentan a otro problema grave, como es la ruptura de la cadena de transmisión y reposición de los textos literarios, con lo cual se impone una desactualización de las novedades nacionales e internacionales y, en cierta medida, el aniquilamiento de una dinámica libresca de la sociedad letrada que acentúa el nunca erradicado fenómeno de la “caraqueñización” de la cultura literaria.

El segundo problema en el que estamos inmersos es el retorno acentuado de la desprofesionalización del escritor. Si bien en Venezuela son pocos los autores que viven solamente de la escritura, no menos cierto es el hecho de que, al menos desde mediados del siglo XX, se establecieron mecanismos y políticas que permitieran a los creadores dedicarse a crear lo más cómodamente posible.

Es así como se incentivó la instauración y mantenimiento de instituciones como el Inciba y Monte Ávila Editores; revistas como Imagen (1967) o la Revista Nacional de Cultura (1938), premios como el Rómulo Gallegos y Las Formas del Fuego o talleres y grupos literarios como los fundados por Domingo Miliani en los años 70 en el Celarg. Estas condiciones crearon un clima de profesionalismo (que se mantuvo al menos hasta la primera década del siglo XXI) donde las labores propias del mundo de la edición, corrección, promoción y evaluación de los materiales literarios eran realizadas en general por personas con conocimientos pertinentes en sus respectivas áreas.

Los embates en el área económica han destruido este comportamiento en todos los niveles (es cierto que tenemos Concursos como el de Poesía Rafael Cadenas o el Santiago Anzola Omaña, pero dentro de este contexto estos se convierten en excepciones a la tendencia dominante). No solo vivimos tiempos en los que ahora más que antes los títulos son producidos por un editor que a su vez fue su corrector, su diagramador y su distribuidor (¡y a veces hasta su autor!); sino también unos en los cuales los escritores, asediados por múltiples penurias, dedican con mayor énfasis su tiempo a labores que muchas veces no tienen una conexión vocacional —o hasta ética— con su desempeño artístico (redacción freelance, community management, copywriting, escritura fantasma, servicios de elaboración de biografías familiares, etc.), con el resultado de no tener el tiempo necesario para crear o, cuando se logra, hacerlo bajo la psiquis del cansancio, producto de sesiones a deshoras. Una condición que, vista desde una perspectiva histórica, fue un lastre importante en el desarrollo de nuestra literatura del siglo XIX.

Aunque las comparaciones sean odiosas, y no en pocas ocasiones estériles, quizá hoy la situación sea peor: el escritor en Venezuela vive en una situación donde incluso los grandes promotores culturales históricos (a saber: el gobierno y la prensa) están muy debilitados como para ofrecer beneficios crematísticos por sus escritos. Si anteriormente el estado cultural de la literatura venezolana era precario, dependiente de estas esferas sociales y con un grado de autonomía intermitente, ahora estamos ante uno muy cerca de la noción de colapso.

Todo esto, además, se estimuló desde el sector cultural del chavismo, el cual ostentó por todas las vías (especialmente la jurídica) un desprecio constante y sistemático hacia la idea del trabajo intelectual como actividad digna de sustento económico, así como un rechazo al concepto de escritor como alguien con aptitudes específicas y preparación particular en el área, a juzgar por las palabras —presentes hasta el 2010, ya no— del “Editorial” del sitio web de El perro y la rana: “La literatura no es un arte de élites ni elegidos, sino de todo aquel que tenga un alma, un imaginario, una sensibilidad, unas ideas y, sobre todo, unas ganas de vivir el más placentero y comprometedor de los gozos humanos, la creación”.

Esta mirada, materializada tanto en una publicación prolífica y, al menos en apariencia, indiscriminada de creadores a los cuales no se les pagaba por concepto de derechos de autor (solo se les daba los ejemplares de cortesía de sus obras), lejos de verse como una innovación de carácter revolucionario, socavaba algunos aspectos fundamentales en la modernización de la figura del escritor en Occidente.

Atención aparte merece un tercer aspecto, como lo es el debilitamiento de la investigación académica en el área de Letras y del número de estudiantes abocados al estudio de este arte. Es un hecho que podría considerarse como vertiente de la pérdida de profesionalización antes mencionada.

Las precarias condiciones en las cuales se desarrolla la labor universitaria en Venezuela, aunada a la agresión y destrucción de sus instalaciones (como el famoso caso de la quema de la biblioteca de la Universidad de Oriente), han contribuido tanto a la emigración de sus profesores como a su dedicación a actividades ajenas a sus puestos de trabajo. A esto se le aúna que a muchas de las instituciones encargadas de resguardar los archivos históricos les resulta imposible prestar servicios bajo horarios regulares, han cerrado debido a las condiciones precarias que han afectado los documentos, o prohíben expresamente a los investigadores fotocopiar o digitalizar el material requerido.

Todo esto ha tenido como resultado que, por una parte, se desaliente su conocimiento a nivel nacional (algo grave: no olvidemos que la “literatura” es hechura  de la crítica literaria) y, por otra, se pierda una capa social que mantenía una demanda estable de este rubro y contribuía a la calibración de las políticas editoriales de caras al mercado del libro. A partir de esta situación, cualquier producción del saber acerca de la literatura en el país corre el riesgo de estar mucho más asentada en metodologías inapropiadas, conocimientos desactualizados, problemas poco claros y cónsonos con la disciplina o discursos de carácter opinativo o doxográfico, incompatibles con los avances obtenidos previamente desde el campo científico.

Condiciones del ámbito literario en Venezuela. Peligros externos

El primer peligro que amenaza a la literatura venezolana es el deterioro crítico de su sistema de comunicación vial. Las conocidas vías llenas de huecos que son intransitables, carreteras no pavimentadas o puentes que se derrumban (lo que obliga a tomar rutas alternas peligrosas) aunado a la escasez de gasolina acentúa la desigualdad en el acceso de ciertos productos simbólicos capaces de mantener cierta comunión cultural entre los integrantes de la nación, así como la permanencia de los pocos que lleguen en los principales núcleos citadinos del país, especialmente aquellos con cercanía a los puertos. Estoy hablando, como podrá intuirse, del mejor de los escenarios siempre y cuando no se dejen avanzar los siguientes.

El segundo peligro ante el cual se enfrenta el campo literario venezolano (y me atrevería a decir que incluso la literatura en Venezuela) es el problema de la escolaridad. Si bien es cierto que, de momento, el país mantiene una tasa de analfabetismo del 5%, no menos lo es el hecho de que, según algunos estudios, actualmente hay un 87% de deserción escolar y unas cifras de inclusión que por primera vez son inferiores al año 1958, cuando se instauró con solidez nuestra democracia.

No es poca cosa, toda vez que estamos ante la primera (y muchas veces la única) instancia donde el ciudadano se aproxima a la experiencia literaria. Su abandono progresivo desincentiva su práctica dentro de la sociedad, sin mencionar los peligrosos resultados que conllevaría el eventual repunte ya no del analfabetismo funcional (rampante incluso en sociedades del primer mundo) sino de aquel puro y duro que conocieron nuestros antepasados hasta al menos mediados del siglo XX.

El tercer problema, además de sensible, acentúa la gravedad de los asuntos enumerados hasta ahora. Hablo de la diáspora venezolana. Llegando en la actualidad a una cifra que, redondeada, abarca los seis millones de ciudadanos, su existencia pone el dedo en la llaga de un verdadero problema histórico: la escasa población dentro del territorio.

No es secreto para nadie que la demografía es un factor clave en el desarrollo económico y la prosperidad de las naciones. En el caso de la literatura, y especialmente dentro de Venezuela, estamos ante una reducción de potenciales consumidores que estimulen la producción, difusión y circulación de los objetos literarios internamente. Sus ribetes rayan en lo trágico cuando quienes se van pertenecen de una u otra forma al campo cultural: escritores, editores, traductores, libreros, patrocinadores. Aunque el éxodo ha sido (y seguirá siendo) el gran evento que expanda con persistencia la cultura venezolana en el mundo, no es garantía de que estos sigan haciendo lo que hacían con regularidad en su patria.

Finalmente, el cuarto problema es la destrucción del Estado, entendido en términos generales como la construcción jurídica que administra el poder para proteger a sus miembros de los peligros propios de la vida en el estado de naturaleza. Podría decirse, incluso, que estamos ante la madre de los tres primeros.

Ríos de tinta han corrido sobre este tema como para siquiera hacer una relación completa. Tal vez baste señalar que, durante estos más de veinte años, la nación venezolana ha sido testigo (y también, por desgracia, protagonista) de cómo se han desmantelado principios modernos del funcionamiento de la república tales como la división de los poderes públicos, la alternabilidad en el poder y el irrespeto a la soberanía popular. El Estado ha perdido el monopolio de la violencia y ha cedido el control de su territorio a organizaciones criminales, y, además, ha incumplido  las garantías básicas para crear bienestar en la población. Todo esto ha creado en la ciudadanía una dinámica de supervivencia muy cercana a la de un estado fallido. Diría, si se me permitiese la metáfora, que estamos en un estado natural de facto. Con la destrucción de la república, se socavan todas las bases que dan nacimiento a la dinámica social tal cual la conocemos, incluida la literatura. Con su muerte y la de su sociedad, también muere ella.

Porque esta, en tanto creación secular y racional, es un producto  del hombre y para el hombre, algo que solo es posible bajo un orden social complejo.

Y no es cuestión de esperar un par de lustros para ver qué pasará con la literatura: ya se nota un giro de la misma hacia la incursión del espacio socio-político. Se me objetará que eso ha sido una constante en nuestra narrativa, pero quienes así piensan olvidan que si algo caracterizó buena parte de esta en los inicios del nuevo siglo es la búsqueda por parte de los mejores escritores de la estetización de lo político, o lo que es lo mismo, de plantear una posición, una reflexión simbólica sobre el trauma político-social que significó el chavismo otorgándole predominancia al factor literario. Lo político y sus repercusiones no hacían de la literatura un simple vector: eran, por el contrario, temas protagónicos de un discurso artístico en ejercicio de su soberanía.

Ahora me parece que no es del todo así. Percibo (sin duda en grado incipiente pero, ¿qué tendencia no comenzó así?) por parte de algunos escritores venezolanos el anhelo de asumir roles públicos a través de sus obras, en una suerte de afán por suplir las funciones que el Estado ha perdido al abandonar, gracias a su progresiva desintegración, tanto los fundamentos modernos del ejercicio del poder como los de la construcción de la sociedad moderna. Estos autores (algunos de estos profesionales y muchos otros más bien advenedizos, algo, por demás, habitual cuando un campo cultural es quebrado por convulsiones históricas severas) denuncian ante la abundancia de sistemas judiciales politizados, explican frente a políticas de la memoria que llevan a cabo una violencia simbólica en la población y agreden, cual hermandad de vengadores, a la casta gobernante debido a la incapacidad de respuesta de una sociedad civil inerme, aprisionada, atemorizada y desgastada.

Libros como Las aventuras de Juan Planchard (2016) del cineasta Jonathan Jakubowics (cuya estructura en muchos sentidos se remonta a las Memorias de un vividor  [1913] de Francisco Tosta Gacía), que satiriza y denuncia la corrupción del, tomando palabras de Rómulo Betancourt, “nuevorriquismo vulgar y rastacuero” chavista; Dos espías en Caracas (2019) del economista Moisés Naím, donde se busca exponer por vía de la ficción cómo ascendió al poder el chavismo; y Los hermanos siniestros (2020) de la periodista Ibéyise Pacheco, quien asegura estar luchando así contra la dictadura, son hasta los momentos los exponentes más notorios de otros que pueden estar pasando desapercibidos en los medios de comunicación. Valga acotar que esta suerte de, digámoslo así, “activismo simbólico” está presente también en autores con notable trayectoria literaria, como es el caso de Eduardo Sánchez Rugeles y su novela El síndrome de Lisboa (2020) catalogada por él como su trabajo más comprometido con Venezuela. Lo mismo podríamos decir en el caso de géneros más afines con lo testimonial, como la crónica, pero nos alejaría de la naturaleza de este ensayo.

Así, y a manera de conclusión, no me quedan dudas de que mientras más agudo y agresivo sea el desmontaje de dicho Estado, más claro y abierto tenderá a ser ese rasgo en nuestra producción literaria. Esto, vale la pena mencionarlo, incluye a todos los creadores, estén en el país o no. Es una de las tantas manifestaciones de la fuerza que aún tiene aquella instauración del proyecto nacional ideada por nuestros repúblicos del decimonono.