Por EDDA ARMAS
Evocar a Elizabeth Schön, con motivo del centenario de su nacimiento, me honra y me lleva a relatar algunas apreciaciones personales. De entrada, agradecer a su amiga de toda la vida, la escritora Elisa Lerner, el noble gesto de su llamada el 29 de noviembre de 2002 confiándome que a la poeta Schön le placía recibir felicitaciones el día de su cumpleaños, facilitándome su número Cantv. Así fue que a primera hora del 30 me aventuré a llamarla y, manifiestamente sorprendida, me invitó a que la visitase. A los pocos días llegaba yo con una lata de galletas danesas a la Quinta Ely en Los Rosales, sin sospechar la entrañable amistad que estableceríamos en los últimos cinco años de su vida. Rituales de cercanía, tejido entramado emocional con una poeta mayor, árbol fundacional del canon de la poesía venezolana, a la cual me siento vinculada. Su casa atiborrada de Navidad revelaba la alegría de su espíritu, la emotividad con la que llevaba la vida. Conversamos en la salita que da hacia el jardín, hacía hincapié en que su día natal le traía a la casa el gozo de la Navidad, señalando que los adornos expuestos eran diseño de su esposo, Alfredo Cortina.
Sorprendía de ella su humor, su naturaleza expresiva y cambiante de ánimos, la memoria desbordada al evocar recuerdos: su madre prematuramente fallecida —una ausencia que presintió y no dejaba de dolerle—, su amistad incondicional con las hermanas Elsa e Ida Gramcko, su aguda inteligencia al desmenuzar cualquier tema sin ningún pudor. Su voz transmitía dulzura, pero también reciedumbre. Siento que ella tomaba fuerza en el nexo espiritual que establecía con todo en la cotidianidad, en la creencia de que el alma es un pez incosquistable (1). Se le veía reír con picardía, en el disfrute de compartir historias, sintiendo que a través de ella se manifestaba una multitud de almas. De pronto se encogía, al confesar los miedos que de noche le quitan el sueño a los de su edad, cuando a la casa ya la habitan los fantasmas de todos los amados.
La mayor complicidad entre nosotras se disparaba al leer alguna anotación para un nuevo poema o sobre sus visiones extraordinarias en su cuaderno de apuntes (solía tenerlo a mano sobre la mesa de noche al lado del bolígrafo y lentes) o el manuscrito de algún poema mío en proceso, convirtiéndose la lectura en un incisivo taller de poesía, hurgaba con visión ilustrada las oscuridades del texto. Era una maestra en el análisis, inclemente ante lo que consideraba cursi o lugar común. Elizabeth llamaba a los poemas textos del alma. Ella, la poeta-plenitud, que de niña había tenido la ilusión de ser bailarina, declinó su aspiración al no hallar profesores de ballet o danza en la ciudad de Puerto Cabello, donde transcurrió su juventud. Al referírmelo, remataba la anécdota con la idea de que el baile lo encontró en la escritura. Poner atención en el “cómo se dice lo que se dice” era lo que valoraba primordial, creyente de que “el castillo que es la originalidad está también dentro de una” en la convicción de que “ese castillo es justamente la poesía”.
En una de las tantas visitas, recuerdo que la encontré ansiosa y, ávida de sacarla de tan angustiante trance, le pedí que me contara algo divertido que le hubiese ocurrido lejos de Caracas. Su rostro cambió el gesto derrotado por el de niña traviesa, al empezar a dibujar con palabras el sombrero de ala grande que tanto le gustaba, narrando cómo el viento lo tiraba de su cabeza mientras iba en el descapotable en la carretera hacia La Guaira. Me conmovió visualizar cómo lo agarraba con la firmeza de ambas manos, tal y como se sujetan los recuerdos que no queremos dejar ir. En verdad, este día hubiese querido hacer el retrato de su forcejeo con el viento, sin que ella se percatase de que las alas eran parte sustancial de su tronco, de su plantado cuerpo terrenal. Pues así era ella, un tallo con alas de luz oval: luz con la que tallaba su poesía.
Otra vez, inmersas en una conversación sobre el tiempo, a partir de las formas irregulares de los relojes de pared que construía el inventor de su esposo, de pronto se levantó, fue al cuarto y de regreso traía una pequeña copia de un retrato donde ella, con lentes de sol oscuros, posa casual, recostada a un elegante auto negro de cuatro puertas, en una composición que exalta una hilera de árboles como tapiz de fondo. Extendiéndomela en obsequio, menciona que Alfredo la retrató en todas las situaciones, durante años, y que son muchos los retratos realizados, que otro día me los mostrará…
…ese día, jamás llegó, pero la anécdota nos da pie para recordar que Cortina y Schön extendieron su relación amorosa como una pareja con juegos creativos en busca de centros imaginarios, lo cual constatamos en sus respectivas obras. La serie de los retratos de Elizabeth por Cortina, potentemente poética, viene cobrando valor artístico específico, considerada una insólita colección de retratos originales en los que, por siempre, se congela la presencia de la poeta en los parajes más insólitos de la geografía venezolana y más allá. En certeras palabras, Luis Pérez Oramas afirma que de la “conmovedora obsesión de Alfredo Cortina por ella, con ella ante el inclasificable desconcierto del mundo, sólo podemos concluir que Cortina, que no era “fotógrafo”, re-inventó entre nosotros la fotografía” (…) y “estaba con ello, sin saberlo explícitamente, imbuido de una modernidad que iba más allá de lo moderno, de una modernidad capaz de abrirse campo más allá de sus propias contradicciones. Alfredo Cortina construyó un Atlas para Elizabeth.
Otro diálogo relevante lo apreciamos en sus libros sobre Caracas. En Casi un país, poemario en prosa de Schön, y Caracas: la ciudad que se nos fue (2 tomos) de Cortina, ambos editados en los años setenta. Revelan el sostenido diálogo en el que cruzan sus apreciaciones subjetivas al investigar un mismo tema, bajo el mismo techo en su casa-laboratorio de artes encontradas, en un tiempo convergente. Schön lega, desde la poesía, su visión profética y testimonial en un recorrido por puntos emblemas del Valle de Caracas, mientras Cortina lo hace a través de sus crónicas y dibujos a plumilla en tinta china para ilustrarlas. Él, que era valenciano, le dedica su libro a su esposa con estas palabras: «A Ely, que ama tanto a esta ciudad donde nació y cuya transformación le ha creado un maravilloso mundo de recuerdos».
Sumo a su evocación, la sabia palabra de Ida Gramcko, cercana compañera en la vida desde adolescentes en Puerto Cabello: “Elizabeth Schön ha encontrado su personalidad. Fresca, gentil, elemental, situada en la naturaleza y viviéndola como símbolo de la belleza y de veracidad, la emoción y el afecto los experimenta dentro del cálido paisaje y las existencias menudas son como recipientes o señales de lo que ella contiene. Su no morir, su no caer, despunta en ella tierna y simplemente, sin ánimo intelectual, y la perpetuidad es como el musgo que abriga al pichón recién nacido. La perseverancia para con lo que somos, la tenacidad para con nuestro ser, su ejercicio constante, sus actos fieles, los ve Elizabeth Schön en lo minúsculo, en lo vegetal, en lo silvestre”.
En un retrato final deberíamos vincularla a la nobleza cambiante del Árbol. Ella que tanto los nombra, insistiendo en corteza, tallo, raíces, espinas, fruto y semilla. Le gustaría que la viésemos como una “acacia en flor plantada sobre olas briosas del mar Caribe”, con el azul exaltado en sus pupilas, transparentando la fortaleza de un alma que absorbió el dolor. Alma sabia que escenifica el destino de ser poeta por elección, haciendo honor al significado de su apellido alemán (Schön traduce belleza) tanto en su vida como en su obra, en la que perviven para el lector afiladas sentencias como celadas al intelecto: ¿Seguirá siendo esa luz un tanto azulada donde se encuentran las arenas del cóncavo círculo del mar? Ningún árbol es esclavo del espacio. (2)
Veía el mar y pensaba en las espinas, en la libertad. (3)
Evocación del momento íntimo de conjeturas escenificadas
En noviembre de 2013, el periodista Diego Arroyo Gil me envió esta imagen (poco difundida, autoría de Cortina) invitándome a revelarla poéticamente. Este noviembre del 2021 rescato del baúl de las postergaciones el texto. Utilizo por epígrafe unos versos de la poeta retratada.
Sola en ella misma, como boca estremecida por el témpano, como esquife estático,
como hosca caverna; mirándose y concentrándose. No hay recuerdo que la distraiga.(…)
¡Ala sin color ni posición! Estabilidad sin retorno. ¡Sola, en acto! (4) E.S
De la noble profundidad del nudo en la madera o de un cuadro de Emerio Darío Lunar en tono de mujer fantasma emerge Elizabeth Schön. De pie, altiva, con una flor nocturnina al lado izquierdo de su cuerpo. Radia serenidad de inteligente sensualidad que de las aguas profundas extrae el saber, horma que supo hacer músculo avispado en la danza de la vida. Se le siente dispuesta al próximo baile. ¡Sola, en acto!, iluminada por su fuego interior iridiscente al poner en escena todas las almas asimiladas que en ella perviven, las que con diferentes ópticas auscultan las plenitudes del Ser. Su personaje toma voz y expresión como regalo presencial, siendo autora veterana de la escena teatral. Voz que insiste en el tallo y la permanencia del lugar, en el que la naturaleza —pájaro, flor, árbol, piedra y mar— protagoniza su cosmos, en tanto presencias esenciales en su obra. Puertas con llaves. La llave es para quien la encuentre. Evocación del momento íntimo de las conjeturas escenificadas en la complicidad de Ella y su fotógrafo. Sé que la flor en tu pecho no se desvanece, porque lo incisivo de cada quien se manifiesta. Va con una, como los perturbadores recuerdos de la infancia. El foco tensional está en las manos, entrelazados sus dedos a la circularidad intensa que amarra el amor. La ensoñación percute en los ventrículos del corazón. La mirada contiene misterios anteriores como pájaros dentro del cuerpo. Luce extraña, tal vez interroga lo oculto, o lo que no se posee. Vestida con vaporoso traje, asoma la doncella frágil dispuesta a la metamorfosis, a la entrada del bosque (donde creía que nos hacemos niños y la inocencia nos vuelve a colmar), con zapatos negros de tacón hinca el lugar sin tiempo, deseante de que los miedos se disipen, pues la danzarina estrella (que es hija de Dios) pervive encendida al extremo de una tabla en la ventana del cuarto. Lo sé, porque así los veo a los tres, a Alfredo —el de los ojos claros en su sueño de niña—, a la estrella titilante y a ti, Elizabeth, cuando me asomo a la oscuridad de la noche.
Notas
1. Verso final de poema s/t en La gruta venidera, Cruz del Sur, Caracas, agosto de 1953. p.53.
2. Del poemario La granja bella de la casa, Editorial Eclepsidra, Caracas, 2003.
3. Del poemario El abuelo, la cesta y el mar, Caracas, 1965.
4. De La gruta venidera, ob.cit. p.48.