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Retratar el autorretrato

“La autobiografía de Agamben es íntima porque escarba la genealogía de la formación de su pensamiento. Un autorretrato con palabras es forjar el carácter que lo distingue en el lenguaje: la filosofía como forma suprema de la poesía”

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Giorgio Agamben termina su autobiografía con la palabra “viviré”. Un autor que como gran lector de Benjamin prefiere no hablar del futuro, se arriesga a anunciarle su vida, no para hacer una amenaza de eternidad, sino para exhibir la cercana trascendencia interrumpida.

El pasado que Agamben nos muestra está proyectado por una mirada que aguza lo ordinario como exigencia de lo extraordinario; los detalles de una cotidianidad que se esmera en su afuera porque es ahí donde irrumpe el pensamiento, como un fogonazo que el presente enciende en el tiempo de quienes estuvieron para formar parte de la alegría de pensar. Ese riesgo afectivo que corren las ideas cuando se exponen en comunidad. En una de sus cartas a Gershom Scholem, Hannah Arendt se solidariza como una amiga lejana en medio del nazismo diciendo que: “a veces, un testigo de los días pasados ayuda por lo menos a sobrellevar la irrealidad de la melancolía”, y Agamben parece retratarse de ese modo, como testigo melancólico de lo sido en su propia carretera de fragmentos:

“De mi primer estudio en Venecia, cuyas ventanas se abrían al campo de San Barnaba y donde viví durante casi ocho años, no tengo ninguna imagen. No obstante, Mario Dondero, en una visita a Venecia en junio de 1996, me fotografió en el amplio salón contiguo al estudio. En la pared encima de mí se ve una de las sábanas cosidas y pintadas por Clio Pizzingrilli, que me acompañaron en aquellos años felices y eran para mí algo así como los estandartes de un pueblo por venir. Conmigo habitaron en aquella casa Martina, Francesca, Valeria y, en las largas, apasionadas veladas, los amigos más queridos: Andrea, Daniel, Emanuele y, hasta la ruptura que nos separó definitivamente, Guido. Y es allí que comenzó a tomar forma el proyecto de Homo sacer y fueron escritos el libro sobre Auschwitz, El tiempo que resta (que Yan Thomas consideraba que era mi libro más bello) y Lo abierto. Y en ese edificio, que era el antiguo Casin de Nobili, donde los venecianos recibían forasteros, yo, también extranjero, aprendí a hacerme íntimo de Venecia, a descubrir que una ciudad muerta puede estar, como espectro, secretamente más viva no solo que sus habitantes, sino que casi todas las ciudades que había conocido” (p. 56).

La autobiografía de Agamben es íntima porque escarba la genealogía de la formación de su pensamiento. Un autorretrato con palabras es forjar el carácter que lo distingue en el lenguaje: la filosofía como forma suprema de la poesía. Sin dejar de reconocer a los autores que han contribuido con ello.

“Las libretas como forma del estudio y el estudio como esencialmente inacabado. La ‘forma de la búsqueda’ y la ‘forma de la exposición’, los apuntes y la redacción no son opuestos: en un cierto sentido la obra acabada es también fragmento y búsqueda. Como en la música, todo buscar termina en una fuga, pero la fuga es literalmente sin fin” (p. 62).

Quizá por esto, Autorretrato en el estudio no sea un título que atienda solo los eventos en torno a los espacios físicos donde guardaba sus libros y los producía, se trata sobre todo de autorretratarse en el estudio del lenguaje desde la condición infantil del pensamiento que lo inventa.

Es en esa invención donde su amigo Pepe construía su imagen: “La lejanía de Dios es la intimidad de la vida”. En Autorretrato en el estudio vida y obra se profanan mutuamente con el uso de un lenguaje singular en una polaridad ineludible. Por esta profanación, Agamben es un interlocutor cuyo pensamiento urge en cualquier pasillo de la universidad para que acompañe a interrumpir la convencional intervención de nuestra intimidad.

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Giorgio Agamben

Autorretrato en el estudio

Adriana Hidalgo editora

Buenos Aires, 2018

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