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Retorno a la guarimba encantada

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“Lo que quiero decir es que estamos frente a una memoria con oído. Y no puede ser de otra manera: la memoria del poeta es musical. Y mientras Rafelito canta y cuenta la tensión del vecindario, sus más que válidos miedos, el oído de la voz de Árbol se ampara en la aliteración. Por más urbano y rechinante que se quiera, el poeta tendrá oído o no será. La música es tal vez otra, sí, pero música siempre, que por el oído entra el poema, hasta en el caso de un Árbol”

Por ROBERTO MARTÍNEZ BACHRICH

En diciembre del 2014, con el solícito amor que al árbol debemos, la Escuela de Letras de la UCV organizó un emotivo homenaje al primer poemario de Rafael Castillo Zapata. Cumplía 30 años y acababa de ser reeditado por la editorial Kalathos. Una década más tarde, Árbol que crece torcido (1984) luce aún radiante. Sirva esta celebración para tentar a nuevos lectores o para ensayar, entre los asiduos al bosque, relecturas. Se sabe: siempre se vuelve al primer árbol. Y al primer amor.

Dos libros, una memoria

La memoria nos amarra a lo hecho y a lo que no, pero también al olvido, reza el epígrafe de Antonio Cisneros que abre Árbol. El poemario, pues, devela de entrada su claro propósito, el de amarrarse y amarrarnos a una memoria familiar. 

Su estructura es limpia y clara, dos partes: una sobre la infancia, otra sobre la juventud y los amores primeros. Dos libros, si se quiere, que también se amarran entre sí, acuden el uno al otro, se auxilian, se abrazan, se reclaman, se desprecian, se recuerdan y se olvidan mutuamente, conteniéndose y torciéndose. Un poema final propone el firme nudo entre ambos, la revisión de lo aparentemente olvidado que, en la memoria afectiva del poeta, al auscultar un viejo álbum familiar, se activa y deviene canto y cuento: el punto en que algo, más allá del árbol, también se tuerce y rehace el camino.

Dos libros, he dicho, La guarimba encantada y Hay amores que nunca en la vida. El primero, sobre ese mundo oscuro y terrible que es la infancia, donde —con suerte— se es tan amado, y donde se sufre tanto y se es tan feliz y hay tanto miedo. El segundo, sobre esa playa o pantano que es la juventud, y donde amor, sufrimiento, felicidad y miedo se cantan como si fuesen las figuras tópicas del bolero. Inevitable apuntar, con la rockola de Hay amores, los reflejos entre Árbol que crece torcido y ese memorable ensayo de Castillo Zapata que es Fenomenología del bolero (1990). Cuando Árbol cumpla medio siglo, acaso toquemos esa puerta. Por esta vez, para este cumpleaños, quisiera detenerme únicamente en el primer libro, y volver, así, a La guarimba encantada, de la mano del “fulano de tal ése que yo era por entonces Rafelito/ el que siempre está muriéndose de risa y dale dale en zaperoco el boquineta”. Me tomo la libertad, pues, de arrancar ese fragmento del poema final del libro, para llamar llanamente Rafelito al entrañable sujeto lírico de La guarimba encantada, voz/personaje poético que todo lector que repose un rato a la sombra de este Árbol comenzará a querer de inmediato.

Madre o raíz

La madre es el conducto, la vía para el poema. Los poemas le vienen de ella, confiesa Rafelito desde el primer verso del libro. Le vienen de esa intensidad dramática de sus amores secretos o contrariados. De sus llantos en la sombra, bajo el ala de Nervo, Darío o Bécquer, de rimas copiadas a mano en cuadernos empapados. Archivo de lágrimas malgastadas, tesoro de memorias deshaciéndose: lo que cantó, como pudo, un corazón tantas veces roto, tan siempre acallado. 

La poesía de Árbol se abre, pues, en la raíz. La poesía como todo aquello que la madre fue a medias, o como lo que pudo haber sido y no fue, a falta de mundo y de escuela, reza la voz del heredero. Del hijo de quien no fue Alfonsina, Gabriela, Juana o Enriqueta, sino la admirable costurera que legó a Rafelito la carga del poema. 

La raíz no es árbol, pero no puede haber árbol sin raíz. 

La poesía como lo que no pudo ser, pero terminará siendo.

El hombre que no fue, el artista que será

La escena cotidiana de la casa familiar, de la calle de juegos y la comunidad toda —vecinos, mascotas, amigos, cine, bodega— forja una como crónica dominguera del vecindario y su atmósfera vital que se rompe, de golpe, ante la figura del primo greñudo, del vago, del rebelde, que ya no está: la recluta se lo ha llevado. 

Cada miembro de la casa o de la calle busca el modo de evadir o esconder la tensión, de fingir que nada pasa cuando todo puede estar pasando. Y el silencio (o los ruidos que quieren ser silencio) se aplaca horas más tarde y también de golpe, en un frenazo feliz, cuando con la cabeza rapada y la sonrisa rabiosa, reaparece sano y salvo el primo perdido, cuyo pelo crecerá otra vez, con el tiempo, restaurando el “malandraje retador” que lo configura, que lo hace secretamente admirable a los tímidos ojos de Rafelito. 

La novela de formación en verso que es, también, Árbol que crece torcido, recurre, pues, en el primo vago, a un polo afectivo de la comarca, y a lo que Rafelito no es ni podrá ser. No es la única vez. Otras figuras, con nombre o sin él, con abolengo genealógico o filiación oscura, aparecen y desaparecen en el libro, recortando las barajas de la memoria de esa pérdida infancia o juventud que Árbol quema verso a verso. Las figuras masculinas, en la línea del padre o el primo, son siempre modelos de lo que no se alcanza, de lo que no se puede imitar. Espejos feroces, pues, de una torpeza y un no poder, de un andar “con todo ese miedo a cuestas por el mundo” que dejan al sujeto en lo ajeno, en el perpetuo y fracasado anhelo de ser “el palo de hombre que no era con qué rabia/ que no fui”. 

A cambio de eso, Rafelito se encuentra, empujado por la vida, a colores y papel. El fracaso de esa ansiada masculinidad “que a mis ojos de lento artífice del trazo” pasa y se escurre, una vez y otra, no le impide irse convirtiendo en “ya y que artista con futuro”. Y los días marcados por la terrible nitidez de “un trágame tierra” eterno y un perpetuo “ahora qué haré”, comienzan a desdibujarse en la novela del artista adolescente, del pintor o poeta que será.

Lo que oyen los árboles, la música de la idea

El tono conversacional de Árbol que crece torcido, también por algo emblema del grupo Tráfico, encuentra, a veces, en el repertorio de lugares, sonidos, marcas, costumbres y señales de la calle, la cotidianidad y el mundo urbano, algunos de los modos de aplacar o desviar los miedos o incertidumbres de la voz poética. Una memoria cualquiera, la de una publicidad de aceite, por ejemplo, deviene así una suerte de meteorito gongorino o dariano, según se mire. De la noche a la calle, sí, pero también de la calle a otras noches, otras soledades y cisnes verbales, si se quiere, según resalta la alusión a Branca que nos recuerda aquel credo modernista de que la música, muchas veces, es sólo de la idea. Y es así como el bronco arrejunte de la B con la R, produce un chispazo de alegría sonora, de baile breve o recurrencia musical en la fritura: “y este aceite no brinca porque es Branca señora si no brinca”.  Y hay mucho más, pues la voz del poeta acude a veces a la desnuda repetición del mismo vocablo en deliberada, obsesiva curva resonante: “apuro al puro puro que yo era”, “unas tristes metras tristes reunidas”, “el Maldoror del Conde el condenado y que maldito”, “la misma mirada misma de Isidore Ducas con paludismo”, y así sucesivamente, aunque acá nos vamos ya saliendo de La guarimba, volvamos a ella.

Lo que quiero decir es que estamos frente a una memoria con oído. Y no puede ser de otra manera: la memoria del poeta es musical. Y mientras Rafelito canta y cuenta la tensión del vecindario, sus más que válidos miedos, el oído de la voz de Árbol se ampara en la aliteración. Por más urbano y rechinante que se quiera, el poeta tendrá oído o no será. La música es tal vez otra, sí, pero música siempre, que por el oído entra el poema, hasta en el caso de un Árbol

“Hablan poco los árboles se sabe”, dice Montejo, pero cómo escuchan. 

Palizas, caricias

“Yo te pegaba encendido con una furia exacta de madre en la correa”, reza el verso pródigo y expansivo, casi un hipérbaton tentacular de gusto barroco y anzuelo modernista, que abre el tercer poema del libro, y arrastra el siglo de oro hacia ese otro ídolo dorado de la calle y su lengua, urbana casa coloquial entre el porrazo y la paliza, hogar confesional. La violencia, verbal y de fondo, vertical y jerárquica, sopesa todos sus niveles al recorrer la atribulada memoria infantil y adolescente. 

Cuando viene de la madre castiga el tropiezo cotidiano del vivir, la falla del siempre torpe, del nunca perfecto, del que cae y va por el mundo con su rodilla rota o se ensucia cuando no debe, del que pierde un botón de la camisa, el minuendo, el subjuntivo, el que no logra o no quiere “aprender a multiplicar como debía la tabla bárbara del nueve”, desesperado hijo que crece torcido y desespera, pobre, a la ya desesperada madre, poeta involuntaria y costurera. 

Pero la violencia la ejerce también el hijo, violencia real o imaginaria, paliza al perro, que es luego el único apoyo —único afecto fiel—, o a la pared, o a los fantasmas que construye, solitario, este muchacho-árbol que se va torciendo en poeta a fuerza de dolor y de crecer.

Frente a la figura de la madre, sombra de autoridad correa en mano, se yerguen, no obstante, una serie de dulces, cariñosas, amables contrafiguras, siempre femeninas, del cuidado: “Las mujeres de la casa son el alma el tentempié”. 

Es la parte del Árbol, acaso, que da sombra al niño temeroso, al atribulado Rafelito. Son las mujeres que también, en llave con la madre, sostienen la casa “para que el cielo entonces no se nos venga encima”. 

El cuarto poema de La guarimba es canto, pues, de gratitud, bello homenaje a nanas, primas, tías, hermanas, abuelas y, claro, otra vez a la madre. La vida no sería, en la casa, sin estas “profilácticas temibles/pedagógicas devotas/cielo atroz”. El techo de la casa no se sostendría sin ellas. Y el Árbol, torcido o no, no crecería.

La lírica del padre

“Y me queda mi padre” reza el verso primero del último poema de La guarimba encantada. Como si se atajara al padre al borde del olvido, como si antes de cerrar capítulo, cómo va a ser, su imagen volviera reclamando el espacio afectivo que le corresponde en el poema memorial. 

Apariencia apenas, tal olvido, pues también el padre es figura vertebral, sostén si no del techo, como las mujeres de la casa, de su suelo. Culpable, además, no es poca cosa, de dar letra al poeta futuro. 

Entre que no caiga el cielo y se abra el suelo vive la infancia sus terrores informes. Pero ahí están madre y padre, sosteniendo. Al padre, “burócrata puntual de un ministerio”, lo hemos visto antes, de reojo, engrasado y haciendo de mecánico dominguero, “metido siempre de cabeza/ entre las tuercas y la lata/ bajo el capó meditabundo”, como una sombra del paisaje familiar. En la semana, sin embargo, es apenas presencia fugaz en el almuerzo, cincelado “en el ya me voy se me hace tarde de cada mediodía”. De enero a noviembre, casi un fantasma que apenas da “el real de la merienda/ la bendición de un tiro/ y la firma en la boleta cada mes.” Pero luego, en Navidad, “cuando en diciembre le da por beber”, el padre deviene fiesta de ternura y alegría empalagosa, torbellino de abrazos, sermones y confesiones, un “piropeador de Dios me libre en un cohete”, “de puro bienmesabe su mirada”. 

Y el padre, señala Rafelito, así como por no dejar o de pasada; es quien abre el mundo de la lectura para el niño: sobre un diario cualquiera, en el sofá o en la mesa, es con el padre, “entre sus piernas”, afirma la voz, que “aprendimos a leer”.

La madre da la poesía, sí, pero el padre lega al niño la isla del tesoro. Y, así, con la raíz ya fuerte, ya nutrida, el árbol comienza a crecer, comienza a torcerse. 

Es justamente en el proceso de esa torcedura que el libro nos abandona, con el corazón atapusado de ternura, en vísperas de nuevos y atroces vapuleos del corazón. Desde el borde en que se abre el imperio del amor, a la orilla de ese mar de donde emergen —borrascosas— las páginas del libro segundo, presentimos a Rafelito, cuesta abajo en su rodada, deshaciéndose. Apenas, como apunta Juan Liscano, caiga herida la plaza de su infancia, el gárgaro de entonces, la guarimba encantada, Rafelito dejará de ser, justamente, Rafelito. Pero esta es ya otra historia. Y otra vez será.

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