Todo lo pueden contabilizar en sus cálculos, salvo la gracia, y por eso sus cálculos son inútiles.
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Soy superviviente de un derrumbamiento que tuvo lugar en los primeros años de mi vida y cuyas causas ignoro. Solo tengo la certeza de que alguien me recogió bajo una avalancha y de que fui preservado milagrosamente de ser sepultado. Cada frase que escribo me va desescombrando un poco más, haciendo que la muerte se deslice por mis hombros como la nieve, por capas.
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Algunas cosas desaparecen, otras aparecen y algunas, creo, son como si siempre hubieran estado ahí y tuvieran que estar siempre ahí, como el timbre del colegio vecino que libera a una hora fija las voces de los niños, dando a las paredes del centenario establecimiento una frescura sobrenatural.
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Escribo con una balanza minúscula, como las que utilizan los joyeros. En uno de los platillos pongo la sombra y en el otro la luz. Un gramo de luz sirve de contrapeso a varios kilos de sombra.
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Las rosas de jardín que había sobre la mesa habían sufrido la tormenta la víspera del día que fueron recogidas: sus pétalos cayeron en unas horas, como lluvia blanca, sobre un libro abierto. La visión era tan bella que no me atreví a coger el libro para leerlo en toda la semana. Estuve a punto de hacerlo durante todo ese tiempo, pero los pétalos hacían una lectura de sus frases, sin duda, mucho más sutil y pertinente que la mía.
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A veces, escucho las voces sin dejarme distraer por las palabras que transportan. Entonces, escucho las almas. Cada una tiene su propia vibración. Algunas solo emiten notas falsas: haría falta que Dios tensara de nuevo sus cuerdas, como un ciego que afina un piano.
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Mi padre, en las comidas, bebía más agua que vino. Agua del grifo. La echaba mi madre en una jarra de barro, que ponía enseguida al lado del asiento de mi padre. Esa jarra, color de arena, tenía capacidad para llenar dos vasos. Era tan pequeña que se hubiera podido jugar con ella a las cocinitas. Año y medio después de la muerte de mi padre, todavía está en la cocina aquella pequeña jarra de barro. Ahora aparece raramente sobre el hule de la mesa y la mayor parte del tiempo está en el borde de la alacena, brillando a la luz de los días que pasan. Basta que alguien en alguna parte se ausente –por un trabajo de larga duración o por una muerte, que es el más absorbente de los trabajos– para que un objeto dé testimonio suyo en su ausencia, como hacen, en un cuadro de van Gogh, un par de zapatos fatigados, relucientes, en el umbral de una granja. Siempre siento un pequeño sobresalto en el corazón cuando miro esa jarra, ayer llena de agua, hoy llena de sombra. No conozco nada más dulce que esos sobresaltos en mi corazón, que son como golpes que llaman a una puerta. No hacen que entre en él ni la angustia ni la melancolía, sino solamente una paz minúscula –como la que siento cuando un gato pone su pata sobre mi mano desnuda después de haber guardado sus garras en el interior de una almohadilla de terciopelo gris–.
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La historia de los regalos que nos hacen es como la crónica de los malentendidos que se deslizaron entre los que dan y el que recibe. Quitad el envoltorio y encontraréis una palabra. El regalo más bello que yo he recibido jamás con ocasión de un cumpleaños me lo hizo mi padre. Había encargado, sin decirme nada de antemano, un ejemplar encuadernado en cuero de las obras completas de Rimbaud, en una editorial que había encontrado anunciada en el periódico. La obra de Rimbaud tiene el lustre de esos árboles en los que cada una de las hojas parece teñida del verde del islam y exhala ese perfume a hierba recién cortada que sube hasta el cielo para embriagar a los ángeles y provocarles el pesar de no ser mortales. Por los rincones de esos escritos, yacen rosas de jardín abatidas por una tormenta de arena, abrazadas a la penúltima palabra de Cristo en la cruz: “Tengo sed”. Si queréis comprender quién es Rimbaud, salid, caminad y mirad como si fuera la primera vez esa locura que llamamos primavera y que no debe nada a ningún oscuro poder, sino que es solamente una enorme ascensión de toda la vida hacia la luz sobrenatural. Así era la maravilla que mi padre había deseado para mí: una caja de música que Dios se había dejado olvidada en alguna visita reciente a la tierra, tapizada en cuero y enriquecida con oro fino. Quizá no demos nada si no damos nuestro corazón: la maravilla más grande llegó con la voz de mi padre en el momento en que me ofrecía el paquete, una voz intimidada e insegura por las palabras que transportaba: “He pensado que este libro de Rimbaud te gustaría. ¿No se trata del poeta maldito?”. Los comentaristas se han dejado caer como langostas sobre el trigo de las frases de Rimbaud. La palabra de mi padre, ingenua y tímida, barría de un solo escobazo todo ese polvo de erudición y lo que yo recibía de sus manos era la primera primavera del mundo. El libro está ahí, en mi biblioteca. Cada vez que lo miro, oigo la voz de mi padre y la espléndida inocencia con la que, un día, me regaló una cascada de diamantes en bruto.