Por LORENA ROJAS PARMA
Pensar en el profesor Bravo es, también, pensar un poco en nosotros mismos. En nuestras propias experiencias filosóficas, pues su obra rigurosa y extensa ha influido sensiblemente en las generaciones filosóficas de las últimas décadas. Por supuesto que los estudios clásicos del mundo se han nutrido de sus reflexiones, pero Francisco Bravo era profesor de la Universidad Central de Venezuela, y fue profesor, también, de importantes universidades de nuestro país. Desde aquí, desde un país próspero y consciente del valor de la investigación, del estudio sereno y contemplativo, nuestras comunidades filosóficas conocieron su obra y de su propia voz sus reflexiones. Francisco Bravo, nacido en Cuenca, Ecuador, llegó a Venezuela en los años setenta, y pertenece a esa gran generación de filósofos cuyos estudios y publicaciones hicieron del país un lugar posible para filosofar, esto es, para pensar y crear. En diálogo con el mundo, sin ningún impedimento que no fuese el propio horizonte que se quería conquistar —y ampliar—, nuestra filosofía presidía congresos internacionales y se debatía en las grandes universidades del mundo. En tiempos en los que el acceso a las publicaciones internacionales no estaba al alcance de un click, ni la academia se agobiaba de la premura del producto o las mediciones, los textos de nuestros filósofos, los textos de Francisco Bravo, eran referencias ineludibles para todas las almas que se inclinaban por la reflexión filosófica.
En estos espacios tan breves es muy difícil decir todo lo que uno buenamente quisiera decir. O tratar de dar cuenta de una obra filosófica tan extensa. Por ello, pensar un texto zanjado de episodios y recuerdos que han permanecido en nosotros me parece oportuno pues se trata de lo que fue moldeando un poco nuestro estar filosófico en el mundo. El estudiante y el colega pueden mencionar otros matices, otros tonos vitales, que tal vez no resulten familiares al lector. Haré referencia a investigaciones que me han sido especialmente influyentes, y que no dejan de ser fuente de constante reflexión. Se trata, en realidad, de evocar con afecto respetuoso, y algo de buena memoria, a uno de nuestros filósofos más importantes.
En el año 2004, cuando recién comenzaba la vida del nuevo milenio, tuve la oportunidad de presentar en la Universidad Católica Andrés Bello uno de sus libros más importantes: Las ambigüedades del placer. Por entonces, un libro igualmente nuevo y un autor emocionado. Los International Plato Studies de la Academia Verlag tuvieron a bien publicar esas reflexiones que, como el mismo Bravo confiesa, tenían mucho tiempo gestándose en estudios anteriores. Se trata este de un texto especialmente denso, erudito, de letra fina, exhaustivo, que nos transmite esa sensación de haber examinado todo lo que era posible examinar, de no haber dejado cabos sueltos, de haber estudiado hasta la última letra sobre el placer en la obra platónica y todos sus críticos. Con la elegancia, sin embargo, de llamarlo “una primera aproximación al análisis platónico del placer considerado en su más amplio horizonte”. Tal vez el rigor y el orden destaquen, en especial, en este libro, pues se trata de un tema tejido de muchas complejidades, diversidades, cuestionamientos, que llevan a Bravo a un título que revela el destilado de lo que ha sido muy meditado: “Ambigüedades del placer”. Desde la física, la fisiología, la psicología, la ontología y la epistemología explora Bravo la naturaleza del placer platónico. Organiza la discusión acaso como en ningún otro estudio sobre el tema —y esto es de un infinito valor—, y permite que Platón muestre sus fuerzas más prominentes sobre sus posiciones ante el placer. La perspectiva planteada desde la epistemología del placer ha sido, para mi propia cosecha, en especial, un texto como los que el mismo Platón llamaba “fértiles”, capaces de dar vida a nuevos discursos incluso en otros caracteres.
Siempre me resultó enigmática esa posibilidad de amparar en el espíritu la complejidad de la experiencia que exige pensar el placer, y el supremo rigor intelectual que no permite que se filtre alguna opacidad en la búsqueda de su entendimiento. Lo que pueda mostrarse confuso o impreciso logra salir al cielo de la claridad gracias a la insistencia de la investigación, con el compromiso imperturbable del intelecto que va tras la dilucidación de la verdad. Cuando encontramos un apartado titulado “Las oscuridades del Fedón”, quedamos sorprendidos una vez que nos adentramos en su lectura. Cualquier expectativa de lo indescifrable, “oscuro”, en un diálogo que no deja de guardarse cierto misterio, queda totalmente disipada, porque esas oscuridades son expuestas, descubiertas, con la precisión del análisis y la firmeza de la conclusión. Si algo oscuro rondaba el texto, tras la lectura del trabajo de Bravo, alguna posible confusión no será más que por nuestra propia desatención.
Así pensamos, también, en otro importante y conocido texto de los años ochenta: Teoría platónica de la definición. Un replanteamiento de los diálogos que no pierde interés cuando debemos dar cuenta de uno de los problemas más gruesos de la filosofía socrático-platónica: la definición. Un estudio sobre la temible pregunta “¿qué es x?”, en la que se propone una “superación” de Sócrates —una “discontinuidad de una continuidad”— y una proximidad hacia Aristóteles. En esta suerte de tránsito de Sócrates a Aristóteles —que no suele ser una tarea fácil—, Bravo nos invita a revisitar a Platón, especialmente, pienso, cuando tenemos bien asentadas las propias convicciones. Cuando la definición nos increpa en nuestro cavilar. Sin concesiones literarias o poéticas, sin rodeos, con la precisión apolínea que lo caracteriza, los resultados de su investigación se sostienen con la fuerza concluyente de lo bien fundamentado.
Recuerdo una ocasión en la que pregunté al profesor Bravo por qué omitía de su análisis del Banquete platónico, del saber sobre el amor, la intervención final del diálogo. Esa conocida aparición muy apasionada y caótica de Alcibíades, de embriaguez celosa y atrevida, que, en muchos sentidos, expresaba la opacidad del amante. Y recuerdo también su respuesta, por supuesto, que apuntaba a cómo lo opaco y lo desordenado no respetaban el rigor y la búsqueda del saber de la filosofía. El hallazgo de la verdad guardaba su altura espiritual frente a los devenires de un alma recelosa y poco comprometida con Sócrates y, así, con la filosofía. Esos torbellinos dionisíacos no tenían nada qué decirnos del brillo de “la belleza en sí”. Es seguro que su respuesta era acertada. Pues quienes nos inclinamos hacia otro modo de hacer las cosas, a pensar esas opacidades amorosas, buscando más el sentido que la claridad, hallamos un impulso desde ese fundamento de análisis y precisión hacia una nueva mirada, hacia otros caminos posibles para comprender. Para ser nómada hay que conocer los parajes estables.
Y lo que quiero destacar con esta breve anécdota, muy especialmente, es la apertura espiritual del profesor Bravo para recibir otros aires, para escuchar otras voces, para atender lo que se planteaba de otra manera, aunque su lectura y su análisis hayan sido distintos. Ha sido la grata experiencia de quien escribe. Esa disposición interior que permite tomar distancia de uno mismo tal vez sea uno de los más preciados bienes del alma filosófica. El rigor y la serenidad intelectual de Bravo, su temperamento académico, me recuerdan sus disertaciones sobre Parménides en la Universidad de Los Andes, en Mérida. Pues en medio de la fiereza racional del filósofo eleático, se notaba cómo Bravo se conmovía ante el poema, con esa conmoción elegante del asombro que no cesa con el paso de los años, y que es propia de los profundos talantes filosóficos.
Los tiempos que corren nos permiten encontrar en la Web buena parte de la obra del profesor Bravo. Solo he mencionado las que me han resultado particularmente próximas, y, con ello, una época en la que sus estudios se concentraron en los griegos. Sus reconocidas investigaciones sobre Aristóteles, por su parte, de lectura obligada, por decir lo menos, expresan el espíritu de búsqueda que no se agota en la “especialización”, o en la solidez de lo hallado y que ya no quiere alterarse. Pensar a Aristóteles por sí mismo, pensarlo junto a los modernos y los contemporáneos, ha puesto en tensión ciertos argumentos y ha mostrado otras perspectivas para la investigación. De sus tiempos de Teilhard de Chardin o su denso trabajo como traductor de obras fundamentales, recibimos los testimonios bibliográficos y su importante influencia en estudios recientes.
Por ahora, tal vez solo podamos referirnos a ciertos estadios de la vida, siempre valiosos y reveladores, pues su condición cambiante nos invita a pensar desde la experiencia. En especial cuando nosotros también hemos recorrido algún tramo de ese acontecer. Esto me permite recordar, también, con agrado y algo de nostalgia, por qué no decirlo, los coloquios nacionales e internacionales a los que nos convocaba con frecuencia el profesor Bravo, en los que compartimos importantes diálogos que luego se tradujeron en publicaciones; donde forjamos vínculos importantes con la Sociedad Platónica Internacional, en los que voces maduras de la filosofía y también voces más jóvenes encontraban su espacio. Asimismo, es preciso mencionar su entusiasmo por mantener los trabajos y sus discusiones en el seno del Centro de Estudios Clásicos, cuyo lugar más frecuente de reunión solía ser la Escuela de Filosofía de la UCV.
Los trabajos filosóficos de Francisco Bravo llevan consigo esa inmortalidad predilecta de la que hablaba Diotima de Mantinea, la sacerdotisa platónica del Banquete, cuando se refería a la inmortalidad que otorgan los hijos que se “procrean según el alma”. Se trata de lo escrito, lo pensado, lo procreado en la belleza, lo que trasciende nuestro paso por el mundo y lo que se irá incorporando, cada vez, a nuevos pensadores y otros horizontes. A inicios de este año recibimos la penosa noticia de su fallecimiento, aquí en Caracas. Y con una guerra que inició al poco tiempo, nuestro mundo tomó un tono de honda tristeza. Sin embargo, nada nos impide imaginar, con Sócrates, que en los predios desconocidos de la muerte el alma pueda seguir filosofando, dialogando, buscando, en un Hades que resguarda las almas de filósofos y poetas.
Quisiera terminar este breve texto con un episodio que atesoro y que recuerdo con cierta frecuencia. En una ocasión, hace ya unos cuantos años, compartiendo un café, el profesor Bravo me dijo que si no hubiese sido filósofo habría sido jardinero. Pues era un oficio que igualmente le habría permitido pensar. Sonreí con admiración a su comentario. Seguramente lo compartió con otras personas, en otros momentos, pero para mí, desde entonces, la nobleza del jardinero, su labor callada y embellecedora, guarda profundos secretos filosóficos. En el hacer del silencio y la belleza, el alma dialoga consigo misma.
Nos queda ser muy agradecidos por las investigaciones de Francisco Bravo, por los horizontes que nos deja abiertos, para que sigamos pensando nuestro mundo que, al menos desde la sensibilidad de algunos, está siempre en diálogo con los clásicos.
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