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Rembrandt frente a Vermeer

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MARINA VALCÁRCEL

La galería central del Rijksmuseum no debe medir más de sesenta metros, porque, al cruzar su puerta batiente de cristales emplomados, nuestra mirada se queda ya agarrada de la mano que, iluminada por un rayo de luz, nos tiende el capitán Frans Banninck Cocq. Nos hace saltar junto a él al interior de su lienzo, donde está a punto de dar la orden para que arranque a desfilar por las calles de Amsterdam La ronda de noche.

La galería de este museo neogótico tiene algo de planta basilical, con sus capillas laterales que son las salas de las que cuelga la mejor colección del mundo de pintura holandesa del Siglo de Oro. El visitante se ve forzado a zigzaguear por ellas mientras al fondo se mantiene en su ábside, como si fuera un retablo de altar, este cuadro civil, controvertido e inmenso que Rembrandt pintó en 1642.

Desde el principio de este deambular ya intuimos algo diferente a lo que vemos en otras colecciones de pintura española, italiana o francesa del siglo XVII, repletas de escenas mitológicas, religiosas o militares: ¿dónde están aquí los Rompimientos de Gloria y los Descendimientos de la Cruz, las Huidas a Egipto o las Epifanías? ¿Dónde están Dánae, Proserpina o Daphne y Apolo?

Antes de la sala de Rembrandt, los cuadros del Rijksmuseum, de formato extrañamente pequeño, nos llevan a conocer una pintura distinta. Es la consagración de la pintura de género que nos golpea por su implacable verismo. Y también por sus temas nuevos: escenas que retratan una vida burguesa, familiar y urbana en el interior de sus casas y su mundo, esencialmente femenino, íntimo y detenido en unos cuartos con mobiliario de roble, zócalos de azulejos de Delft y cocinas bañadas de luz y de calma, donde los protagonistas leen una carta, tocan un clavicordio, acunan un bebé, barren un cuarto o se abrochan un collar de perlas ante una ventana. Escenas que parecen transcurrir en un largo día de fiesta.

Vermeer, Mujer leyendo una carta, (1663-64), Rijksmuseum Amsterdam

Cifras apabullantes

Quizás no exista otro país en el que, en un periodo de tiempo tan breve, se hayan hecho tantas pinturas: se estima que entre 1600 y 1700 se pintaron en Holanda de cinco a diez millones de cuadros. Entre 1650 y 1675 están activos Rembrandt van Rijn (1606-1669) y Johannes Vermeer (1632-1675) y, al menos, media docena más de pintores de primer orden: Carel Fabritius, Gerard Dou, Gerard ter Borch, Frans Van Mieris, Jan Steen, Pieter de Hooch, Gabriël Metsu…

¿Qué es lo que hizo posible una producción artística tan prolífica? ¿Qué llevó a las Provincias Unidas a escribir un capítulo fundamental en la historia del arte? ¿Un arte por, otro lado local, que se transforma en eterno?

Desde el punto de vista técnico, el teórico Karel van Mander, reiterando a Giorgio Vasari, ya afirmaba que la pintura holandesa del Siglo de Oro derivaba de la pintura flamenca del XV, del preciosismo con que Jan van Eyck, Robert Campin o Roger van der Weyden pintaban, con la excusa aún de una escena religiosa, los interiores de sus casas, las chimeneas y las biblias de los cancilleres, los zuecos de sus santas, los damascos y las pieles de sus abrigos o las azucenas de los arcángeles.

Por otro lado, la vida de los artistas se ve salpicada por acontecimientos dramáticos, militares y políticos que sin embargo no parecen haber dejado huella alguna en su obra. El siglo XVII es el más sangriento de la Historia donde las guerras se conocen por el número de años que duran. Los Países Bajos, divididos por la lucha civil entre calvinistas y católicos, se batían contra el reino de España de la misma manera que lo hacían contra el mar. El mar cubría las llanuras una y otra vez, cuajando los paisajes de molinos, diques, canales y puentes. Fueron magistrales ingenieros navales; con su flota consiguieron dominar el comercio de gran parte del mundo. Hasta la década de 1640, los neerlandeses se expandieron desde Brasil hasta Africa y desde Indonesia y Japón hasta la costa este de América del Norte, fundando su capital Nueva Amsterdam, hoy Manhattan.

En 1602 se fundó la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, VOC, que con sus 160 navíos surcando los océanos desembarcaba mercancías inverosímiles: toneladas de platos de porcelana china azul y blanca, maderas y grano del Báltico, alfombras persas, azúcar de Brasil, fruta de las Indias orientales, especias y pimienta de Java, Sumatra y Borneo. De los sultanes de Turquía llegaron los tulipanes y con ellos la tulipomanía, que devino más tarde en una fiebre que estalló en la década de 1620 por el aumento de su precio . Se conservan registros de ventas absurdas: lujosas mansiones a cambio de un sólo bulbo. Fue la primera burbuja especulativa de la Historia.

Así, Ámsterdam y su puerto se convirtieron en el mayor centro de comercio del norte de Europa. Se constituyó la bolsa de valores, considerada hoy, después de la de Amberes en 1460, la más antigua del mundo. Fundada en 1602 por la VOC y la primera en funcionar como el actual mercado bursátil, su objetivo era recabar fondos para futuros viajes de negocios.

Este comercio global creó una élite con dinero más que abundante para decorar sus casas. Prosperaron las artes decorativas, la búsqueda de los artículos de lujo y, sobre todo, la pintura que se convirtió en el nuevo símbolo de estatus. Desaparecido el patrocinio de la nobleza y la Iglesia, la burguesía será, a partir de ese momento, quien elija los temas a pintar. Querían encontrar en los cuadros su propia vida, su severidad y sus sueños: sentirse reconocidos. El arte holandés supuso el arranque del futuro mercado artístico internacional tal y como lo entendemos hoy.

Vermeer, El arte de la pintura -detalle del mapa de las Provincias Unidas-, (1666), Kunsthistorisches Museum Viena

Colosal salto de pértiga

Este guion que nos acompaña y se va escribiendo a medida que avanzamos por las salas de este museo, es el contexto en el que Vermeer y Rembrandt, cada uno en su casa de Delft o de Ámsterdam, alumbran su manera de hacer pintura. La de Vermeer parece la prolongación natural de la mentalidad de la época. La de Rembrandt es un salto de pértiga colosal por encima de ella.

En una pared cerca ya de La ronda de noche,Ç aparecen tres cuadros muy pequeños que anuncian, desde el principio, una calma sideral. Son los tres cuadros que el Rijksmuseum tiene de Vermeer. La callejuela (1658) mide poco más de medio metro y es tan real que parece no existir. Es como si en la pared del museo se hubiera abierto un agujero para ver al fondo,Ç una pequeña calle de Delft. Quizás por eso se dice que el arte de Vermeer queda en una vía muerta: detrás de sí solo la fotografía, siglos después, intentará dibujar con su objetivo el aire que rodea a las figuras.

Vermeer, La callejuela, (1658), Rijksmuseum Amsterdam

La lechera (1659) está vestida con los colores preferidos de Vermeer, amarillo y azul ultramar, y vierte concentrada un hilo de leche muy densa en un cuenco de barro. Parece que no debemos perturbarla. El bodegón con los panes en pico y sus motas de sol, el cesto y sobre todo, la pared bañada por una luz que dibuja la sombra de un clavo, los distintos blancos que marcan un desconchón o la esquina con las modulaciones ocres de una mancha de humedad, forman una realidad intensa, pequeña pero dilatada, mágica. La exactitud del tono. Un artista, al final, debe tener el don de ver las cosas corrientes de manera distinta. La creación tiene que ser algo parecido a iluminar estas cosas con una luz más fuerte, con una atención más concentrada, con un sobrevoltaje distinto. Cuando Rembrandt pinta una copa de vino, esta abandona su naturaleza de copa y entra a formar parte de una acción. La ilumina con una luz teatral, la encaja en un escenario. Vermeer, sin embargo, la aísla, quiere una luz sólo para esa copa, le concede la virtud de ser ella, única, material e independiente, en un mundo de tiempo inmóvil. Pinta el tiempo que vuela entre las cosas.

Vermeer, La lechera, (1659), Rijksmuseum Amsterdam

En los años en los que Rembrandt y Vermeer trabajan, el mundo está sumido en una revolución científica. Surgió entonces una idea nueva de lo que significaba ver: creían que la naturaleza escondía un mundo que la vista no captaba y que la ciencia insistió en descubrir. Una ola de pensamiento empírico que necesitaba apoyarse en instrumentos que midieran la naturaleza, que permitieran ver partes del mundo antes invisibles. Así, en el siglo XVII, se inventaron el termómetro, el barómetro, el telescopio o el microscopio. Y los pintores, empeñados en describir la naturaleza y en pintar cuadros llenos de efectos ópticos, volvieron a confiar en las lentes y también en la cámara oscura. No sabemos si Vermeer utilizó estas técnicas en sus cuadros, fuera así o no, es seguro que conocía sus efectos y cómo la luz influye en nuestro modo de ver el mundo, la manera en la que acentúa las tonalidades de los colores hasta que parecen joyas, matiza los contornos de las figuras, señala cómo los toques de luz resaltan y brillan donde el sol incide sobre superficies reflectantes.

Vermeer pinta La lechera unos 16 años después de que Rembrandt empezara a trabajar en La ronda de noche. Ambos cuadros son una revolución pictórica y ambos representan polos opuestos. Simplificando el estudio de Svetlana Alpers sobre pintura holandesa del siglo XVII, puede decirse que Vermeer representa la sublimación de la pintura descriptiva y su deuda con la observación, mientras que Rembrandt utiliza la narración, los temas de historia como excusa para morder con su pintura de fiera, la médula de la expresión, la acción, los gestos y los recovecos del alma. Sus estudios de luz y materia son solo un medio para pintar hasta el fondo el dolor, la soledad, el fracaso, el poder, la ceguera o la vida justo a un paso de la muerte.

Rembrandt, La profetisa Ana, (1631), Rijksmuseum Ámsterdam

Diez años, diez días

En un documental sobre los últimos años de la vida de Rembrandt Simon Schama describe una escena: en 1885, un joven artista atraviesa las salas del Rijksmuseum para quedarse clavado delante de un cuadro. Ojos absortos y sudor febril ante la impresión de la obra adorada. «Entregaría diez años de mi vida a cambio de estar delante de este cuadro diez días». ¿Qué es lo que tiene el cuadro La novia judía? Pocos días después el joven Van Gogh dejó escrito que Rembrandt había pintado ese cuadro «con mano de fuego». Schama interpreta el impacto que Van Gogh recibió delante de esta obra como el que produce cualquier obra maestra: ataca directamente a las vísceras. Van Gogh fue otro pintor que llevó la pincelada hasta su extremo más físico, y sucumbe delante de este cuadro final de Rembrandt. En él el maestro anciano, arruinado y cerca de la muerte, retrata la encarnación física del amor. Todo cuanto significa ser tocado, acariciado. La novia judía es una sinfonía de cuatro manos, las cuatro manos de una pareja: mano de hombre que se apoya sobre el corazón de su mujer, mano de mujer que abraza esa mano de hombre, mano de hombre que, protectora, abraza el hombro de su mujer.

Rembrandt acomete este cuadro final con la furia de la materia. La manga que pinta aquí no tiene una explicación fácil: hace falta, como hizo Van Gogh, estar delante de ella. Esa manga, en decenas de tonalidades de oro, es una costra física, una masa de densidad pictórica que contiene dentro todo un mundo incrustado: trozos de cáscara de huevo, de cristal machacado, barro, sílice. El pintor está actuando sobre la pintura como siglos más tarde lo harán Pollock, Lucian Freud o Kiefer, pintando emociones con la materia.

Rembrandt, La novia judía, (1662), Rijksmuseum Ámsterdam

En la exposición que inaugura el Rijksmuseum estará La novia judía, también La ronda de noche con su mano tendida hacia nosotros, y toda la apabullante colección −la más importante del mundo− de lienzos y grabados de Rembrandt que guarda este museo. Sin embargo, lo que hace única esta muestra es otra cosa. Es, por encima de todo, encontrar separados por pocos metros, cuadros de genios contrapuestos. Entrar y salir de Rembrandt, llegar hasta Vermeer, deshacer nuestros pasos y… volver a empezar de nuevo. Lo dijo Simon Schama, Vermeer frente Rembrandt: cristalización frente a emoción.

Rembrandt, La ronda de noche, (1642), Rijksmuseum Ámsterdam

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