Por ANÍBAL ROMERO
4. El caos de los dioses
Cuando Homero se refiere a la condición humana en la Ilíada, el adjetivo que utiliza es “miserable”, y nos asegura que “nada hay más miserable que el hombre entre todos los seres que respiran y que caminan sobre la tierra”. El poeta considera que estamos destinados a sufrir (1). En contraste, nos habla de “los felices dioses que existen por siempre”, y en ocasiones los muestra divirtiéndose y disfrutando de palacios y banquetes “durante todo el día hasta la puesta del sol”, sin que nadie se quede “sin satisfacer el deseo de su correspondiente porción, ni de la hermosísima cítara que Apolo sostiene”; tampoco de las Musas que cantan “respondiéndose unas a otras con su delicada voz” (2). Resulta sin embargo difícil comprender qué es lo que hace tan permanentemente felices a los dioses homéricos, pues jolgorios, festines y desenfreno también ocurren entre los humanos. A menos que acordemos que la inmortalidad constituye una clave infalible de felicidad, aseveración bastante discutible. En realidad, los dioses de la Ilíada no lucen felices. Al contrario, en sus peripecias predominan la aflicción, los desagrados y las amarguras (3).
Lo extraordinario de los dioses homéricos es que se parecen mucho a los seres humanos. Su existencia refleja todos nuestros vicios, en particular una constante pugna por el poder. Son capaces de ternura y piedad, así como de celos, crueldad, erotismo, indiferencia, miedo, sufrimiento y soberbia. Suelen ser vengativos, a veces sanguinarios, arbitrarios y caprichosos. Los dioses se acuestan con humanos y tienen hijos con ellos, se pelean y dividen a causa de las disputas de los mortales y están constantemente pendientes de ellos, pues lo que hacen o dejan de hacer los hombres es su mayor fuente de entretenimiento. Unas veces desean complacer y otras castigar, y su conducta es errática e impredecible. Durante ciertos episodios lucen cómicos o desconcertados. En el Olimpo no impera un dios omnipotente sino una especie de monarquía limitada (4), con Zeus jugando un papel central pero circunscrito, que origina incesantes querellas. En síntesis, los dioses homéricos viven en medio de un inocultable caos metafísico y ético. No son justos, aunque exhiben un volátil interés por la justicia. Tampoco son morales ni especialmente dignos, pero esto no les inquieta. Saben más que los mortales pero no podemos asignarles sabiduría, si por ello entendemos una perspectiva ponderada sobre las realidades divinas y humanas (5).
A pesar de lo dicho, Homero procura que la línea divisoria entre dioses y mortales sea firme, y esta diferencia permite precisar la naturaleza de cada uno de los extremos que impulsan la acción del poema (6). Como explica el dios Apolo a Diomedes, audaz guerrero aqueo: “¡No pretendas equipararte a los dioses, porque nunca fue semejante la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que caminan sobre la tierra!” (7).
Lo crucial es esto: los hombres pretendemos ser dioses y tener un poder similar a ellos, pero no lo lograremos jamás. Este es un aspecto del asunto. El otro es la lucha de los mortales por disminuir el espacio de control y arbitrariedad divinos, expresando un anhelo de liberación. Dicha dinámica se observa, para citar un caso, cuando Diomedes arremete con su lanza contra diversos dioses y diosas, hiriendo a varios y manifestando una determinación que según Homero podría llevarle “a luchar incluso con el propio Zeus padre” (8). Se trata de un episodio cargado de sentido, pues si bien los mortales en la Ilíada respetan, temen y honran a los dioses, también les desafían. A dioses y humanos les une un lazo de tensiones bilaterales, complejas y oscilantes. El espectáculo de las deidades homéricas es un espejo de la comedia y tragedia humanas, y dentro de este espacio se ponen en cuestión las percepciones, creencias e interrogantes que han caracterizado el fenómeno religioso en Occidente a través de dos mil años de cristianismo.
Estudiosos de la religión en la Grecia Antigua nos insisten sobre la importancia de tomar en serio, como dioses, a las deidades de la Ilíada, y a no minimizar el impacto de la constante intervención divina en el poema (9). Para evaluar el papel e influencia de los dioses homéricos utilizaré entonces cuatro criterios: en primer lugar el rol de lo religioso en general y su vínculo con la realidad de la muerte. En segundo lugar el significado del caos metafísico en el poema y su impacto sobre el conjunto de la acción. Luego intentaré ubicar en un marco de equilibrio la tensión entre libertad y necesidad presente en la obra. Por último abordaré el tema del origen del mal y la culpa.
Mi punto de partida es el análisis de Freud acerca de las funciones de la religión, que a su modo de ver son estas: “espantar los terrores de la naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del Destino, especialmente tal y como se manifiesta en la muerte, y compensarle de los dolores y las privaciones que la vida civilizada en común le impone” (10). Lo interesante de estos planteamientos, para mis propósitos, es que se aplican a la herencia intelectual y ámbito cultural cristianos, pero solo muy parcialmente a los mortales de la Ilíada. La diferencia fundamental se deriva de la concepción pre-cristiana de la muerte y su significado en la Grecia Antigua, en especial en el mundo homérico.
Para los griegos homéricos la muerte es el fin definitivo; no hay redención ni recompensas en un más allá, ni vida eterna excepto en un incompresible teatro de sombras. Las páginas que dedica Homero a describir los dominios de Hades, sitio donde se supone viaja lo que resta de nosotros luego de morir, son una complicada exploración de una forma de la nada (11). La muerte es una inescrutable noche oscura para el hombre homérico, y según el historiador Jacobo Burckhardt, la otra cara de esta realidad fue el amor de los antiguos griegos a la vida y las cosas bellas, el apego a sus placeres y aún sus penas, que no se repetirían en una existencia distinta después del fin (12).
Si bien los mortales en la Ilíada realizan constantes ofrendas y homenajes a los dioses, el objetivo no es ganar indulgencias para disfrutarlas en otra vida o buscar algún tipo de redención moral, sino apaciguarles y solicitarles que el curso de las cosas en este mundo favorezca nuestros deseos, en lugar de conducirnos a nuevas frustraciones (13). Los dioses homéricos no se ocupan de hacer mejores a los hombres, o de cumplir un papel redentor de sus faltas y caídas; son en todo caso seres que tejen y destejen enmarañadas redes existenciales sin rumbo ni concierto, afanándose en el fragor de una constante trifulca vital. Se trata por lo tanto de una cosmovisión religiosa basada en una generalizada desorientación, carente de garantías metafísicas (14). La religión en la Ilíada no es un consuelo, sino más bien un precario instrumento de contención ante un entorno físico y espiritual amenazante.
Con lo anterior no pretendo denigrar la visión griega de la muerte, aceptada como un final sin remisión posible, o sugerir que los humanos en la Ilíada carecen de valores morales. Rechazo ciertas críticas de autores cristianos que nos aseguran que el hombre antiguo “desconocía la alegría”, o que desde la perspectiva griega era inconcebible que el hombre pudiese ver el bien y hacer el mal voluntariamente (15). La Ilíada contiene episodios que contradicen estas aseveraciones, como por ejemplo el encuentro de Héctor con su esposa e hijo recién nacido, o el de Paris y Helena, concertado por Afrodita (16). El primero transmite imborrables momentos de alegría en medio del temor; el segundo muestra a Paris haciendo el mal a sabiendas de ello. En la Ilíada hallamos numerosos casos de lealtad, sacrificio personal, devoción a los compañeros de armas, a la familia y la patria, así como de escogencia del coraje ante la tentación del miedo y la cobardía, lo que constituye un valor moral. La idea de que la muerte es “el final de todo lo dulce” me parece respetable (17). Los antiguos griegos, que consideraban la muerte deplorable, también la asumían sin recurrir a bálsamos espirituales.
No pocos axiomas de la herencia cultural judeo-cristiana colisionan con el firmamento emocional de Homero. No hay sentido de la historia ni salvación escatológica de la humanidad en la Ilíada, y aquellos intérpretes de la obra que tratan de extraer lecciones morales del conjunto de la narración, argumentando que al final los troyanos reciben un merecido castigo al haberse dejado arrastrar por la fuerza irresistible de la pasión erótica de Paris y Helena (18), pierden de vista que el desenlace de la guerra es el preludio del fin de una civilización, un naufragio que arrastra a vencedores y vencidos (19).
Como toda gran creación literaria, la Ilíada despliega la experiencia humana en un contexto singular. Ahora bien, algunas de sus peculiaridades resaltan al comparar aspectos de un poema que fue escrito hace unos 28 siglos, con obras de la era moderna, como por ejemplo –y para mencionar otro logro eminente– El Rey Lear de Shakespeare. En este sobrecogedor drama, a mi manera de ver la más grande de sus tragedias junto a Macbeth, Shakespeare hace patente que existe un orden, es decir –en palabras de Heilman– un “palpable eje de significado” en el universo, y que a pesar del aparente caos de los fenómenos se sostiene un estrato sustantivo basado en la justicia, en el que los hombres podemos depositar nuestra confianza: “Frente a la injusticia el hombre puede creer en la justicia, pues Dios la hará prevalecer” (20). Convicciones como estas, vigentes en el sobresaliente drama de Shakespeare, no se advierten en la Ilíada excepto tal vez como débiles expectativas reiteradamente malogradas.
Diversos comentaristas argumentan que los dioses están detrás de todos los eventos del poema (21). A mi modo de ver las cosas, el caos metafísico reinante no nos permite determinar con la deseable claridad quién es, en cada ocurrencia y en última instancia, responsable de lo que acontece. Esta paradoja es una dimensión esencial de la obra y explica su complejidad. Los lectores del poema percibimos que si bien las acciones de los mortales reciben la influencia de fuerzas divinas y naturales, y se enmarcan en un contexto de sucesos a veces enigmáticos, no nos hallamos frente a una inexorable fatalidad (22). Los humanos de la Ilíada no son títeres. La acción autónoma de los personajes existe en la obra, rodeada por la problemática energía de los dioses. Las intervenciones de estos, nos señala Williams, operan dentro de un sistema que atribuye la capacidad de deliberar y de actuar a los mortales (23), aunque desde luego no siempre lo hacemos según razones claramente concebidas como tales. De allí la relevancia de los factores irracionales en la conducta, que son componentes necesarios del relato en la Ilíada.
Homero nos describe a seres humanos que todavía hoy, tantos siglos más tarde, nos alcanzan con sus aprietos y disyuntivas como individuos reconocibles en su fragilidad, sus pasiones y razones, sus desvaríos, miserias y ocasional grandeza. Son mortales como nosotros, sujetos al endeble equilibrio entre una voluntad condicionadamente libre, es decir, limitada, y la cambiante dependencia que nos ata a factores que escapan a nuestro control. Así como los dioses homéricos no son proveedores de un orden, tampoco deben ser vistos como únicos generadores de las circunstancias que les envuelven en un continuo y permanente acaecer, cuyas vicisitudes, al fin y al cabo, exponen la aventura humana hecha literatura. De allí que los vaivenes y altibajos de la libertad y la necesidad asciendan en la Ilíada al plano de lo trágico.
Sabemos que nuestra libertad no es irrestricta y que dentro de sus linderos somos responsables. No obstante, la gravitación del caos metafísico sobre la totalidad del poema complica el panorama en el plano moral. Para analizar con criterio crítico y ponderado el asunto, tal y como es expuesto en la Ilíada, tenemos que tomar distancia con respecto a las nociones tradicionales, características de la tradición cristiana, sobre pecado, culpa, arrepentimiento y redención. Homero no propone respuestas definitivas acerca de la moral, la vida buena, el mal y la responsabilidad de dioses y mortales. La Ilíada es un poema y no un tratado de filosofía moral. El poeta evidencia la experiencia humana en un contexto determinado, y lo hace con fuerza, lucidez y maestría artística. La controversia sobre el origen del mal está presente, pero no como problema susceptible de desaparecer, ya que Homero da por sentado que el mal es una realidad que forma parte inextirpable de lo humano, y no una especie de acertijo o rompecabezas que debe ser de alguna manera “resuelto”. El mal está entre nosotros y con nosotros en la obra homérica.
Al menos en dos ocasiones personajes centrales del poema achacan directamente a los dioses la culpa del mal que acontece. Uno de ellos es Príamo, quien en el Canto III dice a Helena: “Tú para mí en absoluto eres culpable de nada, los culpables son los dioses, que trajeron contra mí esta guerra, causa de lágrimas, con los aqueos”. El otro es Agamenón, quien asevera en el Canto XIX: “Yo no soy culpable de nada, sino Zeus…” (24). Pero estos señalamientos no son definitivos. La Ilíada no proporciona una respuesta unilateral acerca del tema del origen del mal, pues los designios de los dioses se mezclan constantemente con las intenciones y realizaciones de los mortales. No es aventurado especular que la creencia final de Homero acerca de esta incógnita no se descubre en la Ilíada, sino en la Odisea, de este modo: “¡Ay, ay! ¡Cómo les echan las culpas los mortales a los dioses! Pues dicen que de nosotros proceden las desgracias, cuando ellos mismos, por sus propias locuras, tienen desastres más allá de su destino” (25).
Esta conclusión pugna por desvelarse en el laberinto de la guerra, que analizaré en la siguiente entrega.
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Notas
(1) Homero, Ilíada (Madrid: Alianza Editorial, 2016), pp. 96, 322, 511, 608, 616, 618.
(2) Ibid., pp. 96, 186, 572, 677.
(3) Sobre esta temática recomiendo la novela de Simone de Beauvoir, Todos los hombres son mortales (Barcelona: Editorial Brugera, 1983).
(4) Véase Eric Voegelin, “The World of Homer”, The Review of Politics, Vol 15 # 4, 1953, p. 509.
(5) Ilíada, pp. 87, 93-4, 96, 99, 146-7, 151-3, 187, 146, 249, 263, 315, 324, 389-390, 415, 422-3, 449, 474, 571, 605, 609.
(6) Véase Jasper Griffin, Homer (Oxford: Oxford University Press, 1980), p. 22.
(7) Ilíada, pp.189-190.
(8) Ibid., p. 186.
(9) Véase Jasper Griffin, Homer on Life and Death (Oxford: Clarendon Press, 1983), pp. 145, 162.
(10) Sigmund Freud, “El porvenir de una ilusión”, en Psicología de las masas (Madrid: Alianza Editorial, 1977), p. 155.
(11) Ilíada, pp. 639-641.
(12) Jacob Burckhardt, The Greeks and Greek Civilization (NY: St. Martin’s Griffin, 1998), p. xxxix.
(13) Ilíada, pp. 112, 220.
(14) No comparto algunas consideraciones de Walter Otto sobre el tópico, expuestas en su estudio Los dioses de Grecia (Madrid: Ediciones Siruela, 2003), p. 23.
(15) Véase Charles Moeller, Sabiduría griega y paradoja cristiana (Madrid: Ediciones Encuentro, 1989), pp. 193, 85.
(16) Ilíada, pp. 148, 226.
(17) Griffin, Homer, pp. 31, 33.
(18) Ibid., p. 27.
(19) El tema será comentado en la sección VI, última de esta serie.
(20) Véase Robert B. Heilman, This Great Stage. Image and Structure in King Lear (Seattle: University of Washington Press, 1963), pp. 89, 91, 151, 255.
(21) C. Alexander, La guerra que mató a Aquiles (Barcelona: Alcantilado, 2015), p. 137; J. Griffin, Homer on Life and Death, p. 144.
(22) Véase el comentario de S. Salkever sobre la obra de Bernard Williams, http://bmcr.brynmawr.edu/1993/04.04.20.html
(23) Bernard Williams, Shame and Necessity (Berkeley: University of California Press, 1994), p. 33.
(24) Ilíada, pp. 137, 554.
(25) Homero, Odisea (Madrid: Alianza Editorial, 2016), p. 32.
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