Apóyanos

Reflexiones sobre la «Ilíada» (1)

Autor de una considerable obra donde confluyen las ciencias políticas, la historia, la filosofía política, los estudios estratégicos, la biografía y el ensayo, Aníbal Romero, Premio Bienal Simón Bolívar 1983, inicia hoy la entrega de una serie dedicada a la “Ilíada”, texto fundacional de la literatura de Occidente

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Por ANÍBAL ROMERO

1. La belleza de Helena y las causas de la guerra

Homero nos explica que Helena –la hermosa mujer que huyó con Paris, príncipe troyano– fue la principal causa de la guerra de Troya. Así lo afirman los más destacados héroes de la obra. De un lado Aquiles, héroe aqueo, quien al interrogarse por qué tienen que combatir aqueos y troyanos, por qué han reunido nutridos ejércitos para destruirse, responde: “¿No es acaso por Helena, de hermoso cabello?”. De su lado Héctor, el admirado héroe troyano, asegura que “fue Helena el origen de la contienda”. Y la propia Helena no abriga dudas de que por su causa, unida a la pasión y “desvarío” de Paris, se desataron los males de la larga y cruel contienda (1).

Cabe destacar lo siguiente: en primer término, Homero no sostiene que la belleza de Helena y la audacia temeraria de Paris son las únicas motivaciones de un conflicto que duró diez años, fue muy costoso y culminó con la devastación de la ciudad. En varios momentos del poema Homero sugiere la presencia del honor, el interés, la venganza y la codicia como estímulos adicionales de la contienda. En una coyuntura del relato Héctor se refiere a Paris como “el causante de todo”, y el rey troyano Príamo afirma que “Helena no es culpable de nada, los culpables son los dioses”. No obstante, me parece claro que el ciclo total del poema y su significado están atados a la figura de Helena y la marca de su belleza. Las otras causas mencionadas, que también juegan un papel, son móviles adicionales que se adhieren a un núcleo primordial (2).

En segundo lugar, Homero no cesa de precisar que la belleza de Helena es singular. Ella es “divina entre las mujeres” y su belleza es “estremecedora”. Homero no expone detalles acerca de la belleza de Helena, en realidad no la describe, pero la hace palpable; advertimos al leerlo que cuando el poema habla de Helena muestra una belleza real y evidente, una belleza que se ajusta a la noción kantiana de lo bello como algo que impacta de manera inmediata y sin conceptos. No hay aquí rastros de las ulteriores disquisiciones platónicas acerca de una forma inferior de belleza, que se enfoca en lo corporal y tangible, en contraste con otra superior que presuntamente enfila hacia el alma y desde el alma busca el etéreo ámbito de unas perfectas y eternas formas (3). En modo alguno. En la Ilíada la belleza de Helena, que no es descrita pero que percibimos a través de su efecto sobre otros, es concreta y carnal, no abstracta y “pura”. Es una belleza con patente atractivo sexual (4).

Para disipar dudas sobre la importancia de este punto, en el Canto III narra Homero el episodio en que los ancianos de Troya, los experimentados consejeros del rey Príamo, ven a Helena subir a la muralla de la ciudad para contemplar el combate que se avecina. Deslumbrados y llenos de admiración, estos fogueados personajes aseveran que a nadie debe extrañar que aqueos y troyanos “lleven padeciendo durante tanto tiempo tamaños dolores” a causa de una mujer como Helena, cuyo rostro “se asemeja terriblemente a las inmortales diosas”. En este orden de ideas Caroline Alexander, autora de un excelente libro sobre el poema, enfatiza la relevancia del adjetivo “terrible” para calificar la belleza excepcional de Helena (5). Tal comentario trasciende lo estrictamente lingüístico y nos ubica en el plano que –me atrevo a especular– llevó a Rainer Maria Rilke a escribir en una de sus famosas Elegías que “la belleza no es sino el nacimiento de lo terrible…” (6). ¿Qué significan estas sobrecogedoras palabras?

Como argumentaré en lo que sigue, estimo que el significado de la Ilíada no puede asimilarse sin asumir que la belleza de Helena es, efectivamente y como lo reitera Homero, la causa central e hilo conductor de una trama que se articula en función de una convicción, que no es otra que esta: son las pasiones, en sentido amplio, las que de manera fundamental mueven el acontecer humano y en particular las guerras. En las raíces de la guerra de Troya germina una pasión de gran fuerza erótica, una fuerza que se enlaza tanto a la vida como a la muerte, tanto a un impulso vital que se prodiga en la unión de dos individuos, como a otro que deriva hacia el conflicto y la muerte. Las fuerzas que empujan de manera ominosa a Helena y Paris a una unión desdichada, arrastran de igual modo a aqueos y troyanos a transformar la lucha en una guerra total de aniquilación, que impele y acarrea los hechos hasta su atroz desenlace. De modo que lo que se plantea a nivel personal se reproduce en un plano colectivo, y la escalada del infortunio entre Helena y Paris halla su espejo en la progresiva intensificación y encumbramiento de la violencia entre los dos bandos en pugna. La asombrosa belleza de Helena constituye un símbolo, pero es más que eso, en dos sentidos. Por una parte, la insistencia de Homero acerca de su función como causa nos revela una verdad clave para el entendimiento del poema en su conjunto. No hablamos acá de un símbolo como sinónimo de mera ficción. Por otra parte, esa verdad se patentiza en un ámbito general, estructurando el poema alrededor de un relato sobre cómo lo irracional en el alma humana, una energía vital siempre contigua a la muerte, acaba por agrietar los diques que la contienen, arrastrando los eventos hasta su fatídica conclusión.

Diversos intérpretes han cuestionado a Homero, rechazando el poder explicativo de la calamitosa aventura de Helena y el impacto de su belleza. Se preguntan cómo es posible que haya existido una desproporción, en apariencia tan inmanejable, entre acontecimientos de tal magnitud y patética ferocidad y la figura de un solo individuo, en este caso de una mujer, por más hermosa que ella fuese. De allí que se señale que la fuga de Helena y Paris fue solo el detonante de una colisión que venía incubándose, y que encontró en ese particular episodio la válvula que destapó y desbordó los antagonismos acumulados entre los contrincantes. Estos intérpretes sostienen que la guerra de Troya probablemente se originó en ambiciones estratégicas de los aqueos, en vista de la privilegiada ubicación geográfica de Troya y las ventajas comerciales, políticas y militares que tal situación concedía a su gente. También se ha señalado que dada la violación de normas de conducta que entonces prevalecían, normas referidas a la convivencia entre los pueblos y sus miembros individuales, la expedición contra Troya fue una acción punitiva por parte de una amplia coalición, realizada en defensa del orden establecido, roto por la fatalidad erótica de Helena y Paris (7).

Al respecto se imponen dos comentarios. Por una parte, y vistas las innumerables guerras acaecidas a lo largo de la historia, ¿es acaso imposible que toda una nación, o su equivalente en la Antigüedad clásica, vaya a la guerra por una persona?; ¿pudo haberse librado la Guerra de Troya a causa de la belleza y amor de una mujer? Eric Cline, que ha escrito un excelente libro sobre el conflicto, responde “no” y “sí” a estas preguntas, y comparto su veredicto (8). De otro lado hay que tener presente que la Ilíada es un poema, no una obra de historia. Homero relata hechos que se pierden en el tiempo, y su narración de los eventos se coloca en el contexto de la literatura. La Ilíada cubre los sucesos que tuvieron lugar durante unas pocas semanas del último año de una guerra librada alrededor del año 1250 antes de la Era Cristiana, y Homero compuso la Ilíada unos cinco siglos después de que ocurriese lo que narra.

Se ha dicho, abundando sobre el punto, que la explicación que desarrolla Homero pertenece al plano de lo mítico y no al de las motivaciones y esclarecimiento real de los hechos (9). Ahora bien, aclaremos que las explicaciones míticas no son un engaño o una fantasía sino una dimensión de la verdad, de una verdad que se comunica por medio de analogías o insinuaciones literarias. Como lo señala Droz, los mitos no pretenden revelar una verdad cierta, sino poner de manifiesto un sentido que de otro modo permanecería oculto. Hacen un llamado a la imaginación por encima de la razón y procuran exponer un significado verosímil. Los mitos, en resumen, sugieren lo probable y tienen una intención pedagógica (10). Difícilmente pueden hallarse más aptos términos para expresar lo que deseo articular, con relación a la insistencia homérica sobre la figura de Helena y su rol en la Ilíada. El sentido del poema se deriva de una historia relatada en clave mítica, una historia sellada por la fatalidad erótica y sus implicaciones. El tema de la belleza como una especie de maldición es otro símbolo, la manifestación de fuerzas irracionales actuando sobre el curso de los eventos, en la línea sugerida por los versos de un poeta moderno que quiero citar: “Quien con sus ojos la belleza ha visto, / está ya entregado a la muerte” (11).

De manera que si bien la presunta fuga de Helena y Paris puede apreciarse como una excusa en un plano histórico-político, dirigida a enmarcar y dar empuje a la narración, desde el punto de vista literario ese episodio, medularmente acoplado a la belleza singular de Helena, es un pilar decisivo de la obra. Este hilo conductor también se manifiesta en el Canto XXIV de la Ilíada, donde Homero menciona el mítico “Juicio de Paris”, otro episodio básico para entender el significado del poema. Según este relato legendario Paris fue designado como juez en una especie de concurso de belleza entre tres diosas, Hera, Afrodita y Atenea, cada una de las cuales intentó influir en su decisión ofreciéndole diversas recompensas: Hera le prometió el dominio de Asia, Atenea el triunfo seguro en todas las empresas bélicas que llevase a cabo y Afrodita el amor de Helena, “divina entre las mujeres”. También se dice que Hera le prometió a Paris poder y riquezas en tanto que Atenea le ofreció sabiduría. Paris optó por la propuesta de Afrodita y suscitó dos resultados: en primer término el amor, al menos por tiempo, de la “estremecedora” Helena, y en segundo lugar que Hera y Atenea jurasen un odio inagotable hacia Troya y sus habitantes (12).

De manera que una disputa mítica enlazada a la belleza es recobrada por Homero para enfatizar el sentido de su poema, pues la belleza, aparte de suscitar pasiones y fomentar lo irracional en lo humano, concede también poder y es capaz de proteger a quien la posee. La belleza, como Paris se encarga de recordar a su hermano mayor Héctor, es un don de los dioses. Cuando Héctor le reclama sus faltas, entre ellas la cobardía, Paris le responde así: “No me eches en cara los deliciosos dones de Afrodita: no es posible desdeñar los gloriosos presentes de los dioses, pues son ellos mismos los que conceden sin que nadie pueda tomarlos por su propia voluntad” (13). La belleza de Paris es también factor primordial de su trayectoria personal en el poema, y a pesar de que sus coterráneos en Troya le detestan por los males que les ha causado, no le castigan; ni siquiera le reprochan que en una coyuntura decisiva para el curso de la guerra, ante la posibilidad de detener la contienda mediante una negociación sustentada en el retorno de Helena a Menelao, su esposo legítimo, Paris se niegue, condenando a su gente y a sus adversarios a la continuación de los combates (14).

Su suprema belleza también tiende un manto protector sobre Helena, excepto cuando se enfrenta a la pasión de Paris por ella y a la voluntad de Afrodita de doblegarla a los deseos de un hombre a quien ha aprendido a despreciar (15). Es verdad que los ancianos de Troya, luego de admirar su belleza, convienen en que a pesar de todo Helena debe partir con los suyos y salvar a Troya de un final funesto, y también es patente que Helena se siente aborrecida en general por los troyanos. Sin embargo estos últimos ni la entregan de vuelta ni la expulsan a la fuerza, ni le hacen más daño que el de algún desencuentro familiar (16). Acierta por ello Bespaloff cuando escribe que si bien la belleza de Helena pesa como una maldición, a la vez la aísla y protege de ultrajes: “De ahí su carácter sagrado, en el sentido originalmente ambiguo del término, excitante y vivificante, maléfico y terrible al mismo tiempo” (17). De igual modo atina Roger Caillois, cuando señala que en su forma primitiva lo sagrado representa una energía peligrosa, “aquello a lo que no puede uno aproximarse sin morir” (18).

En ese plano Helena es también uno de los personajes más poderosos de la Ilíada. Parece paradójico, pues en un sentido Helena nos luce frágil, sujeta a los designios arbitrarios de dioses y hombres. Pero desde otra perspectiva Helena mueve grandes eventos, aunque no lo haga deliberadamente. Una desmesurada conflagración colectiva tiene en ella un acicate fundamental. Helena es poderosa pero no tiene voluntad de poder. La fuerza irresistible de eros, visto como una fuerza vital que incluye pero no se agota en lo sexual, dinamiza la acción desde diversos ángulos, así como también esa irracional pulsión del alma que los griegos designaban con el término áte, una especie de pasión ciega con frecuencia enlazada al ansia de poder y a fuerzas destructivas, un extravío del espíritu o patología psíquica que conduce a la confusión, la infracción y la falta. Áte es lo opuesto de la acción basada en el equilibrio.

A pesar de su involuntario papel central Helena no es dominada por áte ni comete el pecado de orgullo o hubris, concepto clave en las posteriores tragedias de Sófocles, Esquilo y Eurípides. Por el contrario, Homero hace que Helena conquiste una plena dimensión humana al entender todo lo ocurrido y lamentarse por ello (19). La tragedia de Helena en la Ilíada consiste en su lucidez, que llega al final. Aquiles, por el contrario, no permite que su lucidez controle sus pasiones. Aquiles es arrastrado por áte, y sus transgresiones se enraizan en un ilimitado orgullo. Su complejo ciclo vital, que de nuevo se despliega en paralelo al drama colectivo, será el tema a tratar en la sección siguiente.

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Notas

(1) Homero, Ilíada. Madrid: Alianza Editorial, 2016, pp. 103, 222, 282-283, 620. Esta versión de Óscar Martínez García me parece excelente, y ciertamente la más amigable de las que conozco para los lectores en lengua española.

(2) Ibid., pp. 87, 132, 137, 194, 449.

(3) Roger Scruton, Beauty. NY: Oxford University Press, 2011, pp. 19, 39.

(4) Ilíada, pp. 148-149.

(5) Ibid., pp. 137, 138, 564. Véase: Caroline Alexander, La guerra que mató a Aquiles. Barcelona: Editorial Alcantilado, 2015, pp. 74-75.

(6) Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino (versión de Juan Rulfo). Madrid: Editorial Sexto Piso, 2016, p. 11.

(7) Bernardo Souvirón, Hijos de Homero. Madrid: Alianza Editorial, 2008, p. 147. Eric Vorgelin, “The World of Homer”, The Review of Politics, Vol. 15, # 4 (1953) p. 495.

(8) Eric H. Cline, La guerra de Troya. Madrid: Alianza Editorial, 2014, pp. 80, 157.

(9) Soubirón, p. 147.

(10) Genevieve Droz, Les mythes platoniciens. Paris: Points, 1992, pp. 10-13.

(11) August Von Platen, Tristan. Véase: Vicente Molina Foix, “El muchacho y la muerte”, El País, Madrid, 10 de mayo 2008.

(12) Ilíada, p. 674, Cline, pp. 28-32.

(13) Ibid., pp. 133-134.

(14) Ibid., pp. 135, 149.

(15) Ibid., pp. 146-148.

(16) Ibid., pp. 137, 704.

(17) Rachel Bespaloff, De la Ilíada. Barcelona: Editorial Minúscula, 2009, p. 30.

(18) Roger Caillois, El hombre y lo sagrado. México: FCE, 1996, pp. 13, 15.

(19) Ilíada, pp. 138, 704. Véase: Voegelin, p. 497, Soubirón, p. 78.

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