Papel Literario

Recuerdos, anécdotas y agradecimientos: la Bienal de Mérida en breves testimonios (1/3)

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Testimonio: Adolfo Castañón

Adolfo Castañón | ©Ednodio Quintero

El nombre de esta Bienal Mariano Picón Salas organizada en Mérida trae a mi mente vivas memorias e intensas nostalgias, gratos recuerdos y reminiscencias de esa galaxia y  ‘Venezuela íntima’ que componen en mi galería afectiva un caleidoscopio. Digo sus nombres como quien dice los de una plegaria o una oración para abrir espacio dentro de las bóvedas de la memoria y purificarla con sus cifras: Eugenio Montejo, José Manuel Briceño Guerrero —cuya silueta me inspiró la viñeta narrativa El amo de los valles—, Juan Nuño, Salvador Garmendia, Ramón Palomares, Caupolicán Ovalles, José Barroeta, Adriano González León,  Armando Rojas Guardia, Rafael Cadenas, Victoria de Stefano, José Balza, Ednodio Quintero, Antonio López Ortega, María Auxiliadora Álvarez, Rafael Castillo Zapata, Rafael Arráiz Lucca, Violeta Rojo, Katyna Henríquez, entre los que integran ese cortejo. Hace unos meses, ese narrador de inmemorial raza que es Ednodio Quintero me hizo llegar un conjunto de fotografías que tomó con su cámara durante una de esas bienales: ahí sonríen, al pie de un autobús en medio del alto páramo Alejandro Rossi y Olbeth Hansberg, conversan Juan Villoro y Rafael Humberto Durán, se pasean Hernán Lara Zavala y el suscrito Castañón… Supo Ednodio con ojo de cazador del instante significativo captar el gesto de Rossi y el ademán de Villoro, la mirada inteligente de R.H, el aire galán de Hernán, que logramos pasearnos un día de buen sol y escapar de las lluvias que suelen caer en aquella ciudad venezolana… La fotografía me trajo a la memoria la animada conversación que sostuvimos en ese para mi prodigioso día. Durante mucho tiempo, atesoré los cardos del frailejón paramero que me traje desde Venezuela como prendas probatorias de que aquello no había sido un sueño y de que alguna vez había estado en el solar nativo de Mariano Picón Salas dominado por el Pico Bolívar al que los mencionados —salvo los Rossi— logramos ascender en un vagón funicular.


Testimonio: Alejandro Padrón

Alejandro Padrón | ©Vasco Szinetar

Mariano Picón Salas, el prosista excelso de nuestra lengua, escribió un hermoso libro, Viaje al amanecer, un gran tributo a Mérida, su territorio y su ciudad natal.

Un conjunto de intelectuales creó la bienal para rendirle homenaje en su nombre a la literatura. Así como don Mariano lo hizo con su texto, la bienal emprendió un viaje hacia el amanecer para brindar espacios de encuentro y discusión sobre los temas de la literatura contemporánea. Se había logrado, con el apoyo de la Universidad de Los Andes y la empresa privada, generar ámbitos para festejar la creación y el intercambio de ideas entre los escritores, poetas, artistas y amigos. Ha sido un largo viaje no exento de obstáculos y contrariedades. La intolerancia y miopía de quienes han estrangulado financieramente a nuestras Casas de Estudio ha contribuido a la mengua de su sobrevivencia. Mérida estaba habituada a su bienal como la ciudad a su sierra nevada. Reconstruir el esplendor de esa gran fiesta de la cultura y de las letras no es solo un deber sino una necesidad para persistir en la reflexión del pensamiento crítico y libre. Nacionales y extranjeros han dado brillo a esa institución y ha sido una experiencia mutua de intercambios fructíferos y relaciones duraderas. La proyección de la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas no está en discusión, pero sí su futuro. Apostar por un viaje al amanecer y no por el vértigo del ocaso y la costumbre pareciera ser una salida sensata.


Testimonio: Agustín Fernández Mallo

Agustín Fernández Mallo | ©Vasco Szinetar

Recuerdo haber llegado a Mérida en taxi, desde Caracas, 14 horas de viaje que no defraudaron; hubo de todo, incluso de madrugada quedarnos prácticamente sin gasolina al llegar al Collado del Cóndor, y verse la taxista obligada a pilotar en punto muerto gran parte de las vertiginosas cuestas que llegan a Mérida. El accidentado viaje mereció la pena, la Bienal no me defraudó. Encontré un ambiente en el que a los conocidos canales institucionales de propaganda cultural del Estado, más bien conservadores, se oponían críticamente sectores de una cultura que podemos definir como globalista y moderna; en consonancia con mi narrativa, inmediatamente me sentí afín a estos últimos. También fue una oportunidad para conocer escritores cuya obra seguía en diferido, como Sergio Chejfec, Ednodio Quintero, Mario Bellatín o Victoria de Stefano, con quienes desde entonces conservo una amistad, así como con otros como Marc Caellas, Pepe Ribas, Katyna Henríquez o Diómedes Cordero, y conocer a jóvenes escritores cuyas ideas me interesaron como Willy Mckey o Jesús Ernesto Parra, quienes días más tarde presentarían mi novela Nocilla Dream en la fantástica librería El Buscón, de Caracas. En definitiva, un encuentro de intercambio de modos de escribir y objetivos literarios que conservo vivo y productivo en la memoria, tan sólo a veces un poco empañado por el evidente control ejercido por el Estado, que parecía querer topografiar todos y cada uno de nuestros movimientos.


Testimonio: Ana Teresa Torres

Cuando corrió la voz de que en Mérida se iba a inaugurar la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, que además proponía un premio de novela inédita, sin pensarlo mucho, como a veces hay que hacer las cosas importantes, para allá se fue el manuscrito de Doña Inés contra el olvido, que me trajo la alegría de ser la primera novela ganadora del certamen. Era 1991, hace 30 años. Más adelante, en 2005, fui invitada para una mesa-homenaje en la que participaron Luz Marina Rivas, Milagros Mata Gil y Rodrigo Blanco Calderón. Consigno esas fechas porque todavía en esos años, más allá de las dificultades que todos estos eventos enfrentan, la Bienal de Mérida se seguía celebrando y todos esperábamos que continuara. No ocurrió así, pero tuvimos la fortuna de participar en uno de los grandes momentos literarios del país, no solo por la numerosa presencia de escritores, ni por la importancia de los premios, que también, sino porque consagró un lugar de encuentro de escritura y confraternidad inolvidable. Por dar un ejemplo personal, fue allí donde Carlos Noguera y yo pudimos sentarnos a conversar alrededor de unos vasos, y ponernos de acuerdo en que no estábamos de acuerdo. De resto, lo que me queda en el recuerdo es el bullicio, el zaperoco, el gentío ¿en el hotel La Pedregosa?, en un encuentro vivo que no se congelaba en el estilo académico y que esperamos todos que vuelva algún día.


Testimonio: Antonio López Ortega

Antonio López Ortega | ©Vasco Szinetar

En un pequeño apartamento que teníamos Nela y yo en La Urbina, hacia 1993, recuerdo haber recibido una sorpresiva visita: entraba por la estrecha puerta una delegación luminosa de escritores: Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas, César Aira, Manglio Argueta, Sergio Chejfec, José María Espinasa, Hernán Lara Zavala, Edgardo Rodríguez Juliá, R.H. Moreno Durán, Armando Romero, Dick Gerdes y seguramente algunos más cuyos rostros se me escapan. A falta de suficientes sillas, terminamos sentados en el suelo, bebiendo y picando, hermanándonos entre anécdotas, juicios y risas. Todos veníamos de Mérida, de la segunda Bienal Picón Salas, buscando la conexión para volver a los países de origen, pero el entusiasmo de un reencuentro entre escritores hispanoamericanos seguía muy vivo, como si nos conociéramos desde siempre. ¿Qué significación tuvo la serie de bienales que se extendió por toda esa década hasta apagarse en los albores de este siglo? Yo diría que fue la reconstrucción de un mapa, el reconocimiento de nuestro continente verbal. Ya teníamos, por supuesto, una vigorosa herencia cultural, pero el bagaje nos servía para avizorar el futuro. Todos los narradores que se dieron a conocer posteriormente, con obras insoslayables, pasaron por la Bienal, dejaron sus ideas, expusieron sus argumentos, leyeron su ars narrativa y, sobre todo, sembraron relaciones afectivas que todavía se mantienen. El nivel del debate, el cariz de las discusiones, el vigor de los testimonios, son escenas difíciles de olvidar. Bajo el legado del gran pensador merideño, se repensó la literatura como no lo hacíamos, creo, desde la década de los 70. Entre cimas nevadas redescubrimos el tesoro que teníamos entre manos: con signos verbales llenábamos el firmamento y apostábamos, sin saberlo, a un futuro que terminó siendo nuestro.


Testimonio: César Aira

César Aira | ©Ednodio Quintero

Mi primera vez en Mérida fue uno de esos momentos que pasados los años se recuerdan con cierta incredulidad: ¿realmente fue todo tan bueno, la ciudad, la Bienal, los amigos que me recibieron, la multiplicación de los poetas? ¿O lo está dorando y magnificando la memoria? Después de todo, yo era joven entonces, lo que hace que todo fuera naturalmente bueno. Además, si Freud tuvo razón y todo recuerdo es encubridor, éste puede estar ahí sólo para esconder algo inconfesable. Pero lo vuelvo a pensar y me rindo a la evidencia: objetivamente aquello fue fantástico, la más numerosa reunión de poetas que yo haya visto, y todos buenos (porque, como decía uno de los anfitriones, “aquí hasta los malos son buenos”), y como si fuera poco novelistas y cuentistas y ensayistas, y los días de sol y las noches de conversación, nada de eso puede ser invención de la memoria: tuvo que ocurrir. En cuanto a describirlo en detalle, no creo que pueda. Me viene a la mente el final de la autobiografía de juventud de Stendhal, esa última página cuando el joven que era llegó a Milán y descubrió la felicidad: la prosa se disuelve en palabras sueltas, balbuceos, exclamaciones. En efecto, ¿qué se puede decir de esas cosas? El escritor, infatuado con su sintaxis, debe aceptar la derrota.


Testimonio: Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas | ©Ednodio Quintero

Cuando en los años noventa, en 1993, después de un agitado primer viaje a México, fui invitado por Diómedes Cordero y Ednodio Quintero a la segunda Bienal Mariano Picón Salas de la Mérida venezolana, busqué información sobre la ciudad andina y aún recuerdo la impresión y el desconcierto que me causó leer furtivamente en una librería de Barcelona que en Mérida estaba el teleférico más alto y más largo del mundo. Me quedaron muy grabados aquellos datos sobre el teleférico inacabable, como también iba a quedarme grabado el hecho de llegar a la Bienal y descubrir que no tendría habitación individual, sino que compartiría un bungalow con otros dos escritores, el amigo Sergio Pitol y un desconocido entonces para mí César Aira. Allí en ese bungalow presencié cómo Pitol en la madrugada reía sin parar mientras leía Cómo me hice monja, de César Aira. A todo esto, en otros bungalows me dijeron que estaban —todo era misterioso para mí porque eran nombres consolidados de escritores que no conocía— Juan Villoro, R.H. Moreno Durán, Sergio Chejfec, Pepe Barroeta, Salvador Garmendia…  Fue un congreso importantísimo para mí porque marcó mis pasos en los siguientes años de mi vida: pasos estrechamente vinculados con las diferentes narrativas latinoamericanas: todas descubiertas de golpe en aquel viaje insólito. Recuerdo indestructible: todas las mañanas despertar en los Andes me creaba una sensación de extraña felicidad.


Testimonio: Enza García Arreaza

Enza García Arreaza | ©Ednodio Quintero

Tenía 22 años cuando asistí a mi primera Bienal de Literatura Mariano Picón Salas. A veces sueño que regreso, ahora de 34, y me salvo de mi ingenua arrogancia, de mi desesperada manera de proclamar “ay, yo también soy escritora como ustedes, señoras y señores”. Ahora solo me preocupa dormir y no morir en el intento. Recuerdo que el futuro que imaginaba en medio de la noche fresca —del hotel a la Ballena Blanca, en un carro con Alberto Barrera Tyzska, Arturo Gutiérrez Plaza y María Ángeles Octavio— no era éste que me alcanzó en la distancia y la amargura. Recuerdo hablar con Miguel Gomes sobre la poesía de Eugenio Montejo y sobre cómo Pnin, y no Lolita, era la mejor novela de Nabokov. Recuerdo no tener ropa que ponerme ni plata para comprar un pinche libro. Recuerdo el bochorno de estar viva y que Vila Matas me pasara por el lado. Recuerdo que existíamos más o menos juntos y que la ficción nos ofrecía el espejo más irrisorio, más noble, más despiadado. Y me asusta pensar que ya nunca se repetirá.