Papel Literario

Recorrido espiritual de la poesía de José Ramón Medina

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Por JUAN LISCANO

Desde la irrupción de los románticos, hacia finales del siglo XVIII, cuya obra se expande a principios del siglo XIX, la poesía se convierte en capacidad del poeta para videnciarse a sí mismo en el aquí y a veces en un más allá que no es simplemente la metáfora, sino la proyección del en-sí. En ese caso, se alcanza algo parecido a la mística, la cual no tiene por qué ser teológica sino libre abertura espiritual. La esencia de la poesía de José Ramón Medina, expresada en una fuga de escritura de altísima calidad literaria, refiere la constante visión de sí mismo en relación con el amor, la memoria de lo vivido, la presencia de la naturaleza en su inmensa diversidad, la estancia familiar, las estaciones simbólicas del ser, la toma de la conciencia de la muerte, presente desde el inicio de su ciclo vital, pues quedó huérfano cuando apenas habría cruzado la frontera de la edad de la razón.

Videnciar la propia vida no es ni la complacencia ególatra, ni el mórbido regusto confesional, ni el poner en renglones de líneas desiguales, anécdotas, asuntos de propaganda ideológica revolucionaria, resentida o hedonista. El neologismo que construyo en forma verbal fundado en el sustantivo vidente es sentir profético, percibir la proyección del en-sí en un más allá o en un aquí desprovisto de lo cotidiano, más bien conciencia de existir entre dos enigmas: el de haber nacido y el de morir.

La poesía de José Ramón Medina desde el inicio presenta los rasgos señalados. Edad de la esperanza, sus primeros poemas, los contiene en esencia de nostalgia lírica y enamorada no propiamente de una mujer, de una persona, sino de un estado de gracia amparado por la feminidad, síntesis de madre y novia idealizada ¡sí, repito, idealizada! Cosa poco frecuente en la poesía desde los tiempos de Keat. Por supuesto, me refiero a una idealización espiritual, no carnal, la cual abundó en la literatura de fin de siglo XIX y en el modernismo. Es un estar enamorado del amor.

En la etapa inicial de su obra —Edad de la esperanza (1947), Rumor sobre diciembre (1949), Elegía (1949), Vísperas de la aldea (1952) y Parva luz de la estancia familiar (1952)— persiste el estado de gracia enamorado del recuerdo, de la infancia en Macaira, del paisaje absorbido por su alma, de la lluvia y los montes cercanos, y, por sobre todo, de la madre fallecida cuando contaba ocho años.

Desde adentro

sale la voz, empieza

su camino ciego y polvoriento.

Esa voz, esa sombra, ese misterio

hundido en la memoria irrescatable,

torno a mirar por piedra y celosía,

por vitrales antiguos,

este gran rostro, este perfil violento.

La voz profunda (1954) es uno de los poemas más bellos de todos los escritos por José Ramón Medina. La delicadeza resuena de pronto, con sonido más grave. Es un poema para poner en música. Música, por supuesto clásica, cálida, de romanticismo noble. Cada verso es un arpegio. Leyendo esa composición de inagotable belleza de sentimiento y alma, ciertas resonancias interiores me suenan al genial Nocturno de Silva. El único parecido es la invocación a la muerte. Medina escribió este poema en trance de emoción y ascendió hacia las regiones inefables del espíritu.

La rememoración fidelísima de la aldea natal agraria y la presencia de la madre fallecida, transformada en protectora y aldea misma, con el niño pleno por esa doble presencia de amor, crea un ámbito en el que las palabras son flores, pájaros, destellos en el agua del río, nieblas. Uno se entrega a esa lectura arrastrado por el rumor de las palabras y entra en un ámbito misterioso, sagrado y a la vez ingenuo que recuerda la pintura del Quattrocento, de los beatos, de los trascendidos. No se entierra al amado fallecido, sino se le regresa a la fiesta de la vida, por la vía de la nostalgia melodiosa y el reconocer a la muerte más volteada hacia el poeta que escribe que hacia la difunta evocada.

Esa oposición de claridad y de sombra constituye uno de los rasgos más precisos del lirismo de José Ramón Medina. No se trata del Mal y el Bien, sino de la Vida y la Muerte. En Parva luz de la estancia familiar, poemario de transición entre el mundo de la aldea madre recordada y de la nueva estancia de un amor viril asumido, un poema recuerda el paso dado:

Otra vez será. Otra vez será, decíamos

…………………………

Pero un día aludimos al tácito abandono,

al roce sin esencia de la palabra vana.

Y supimos un hondo sabor de turbio acento,

una constancia súbita de amarga lejanía.

 

Un día, sí, un día de palidez exacta,

de mortal alegría.

Pronto traslada a la amada de carne y hueso su poder de vivir, sus visiones —porque de visiones se trata— y le muestran que la madre sublimada “está en todo como un huella antigua, estirpe de la luz que la vida consigna en señales perfectas”.

Testimonio del tiempo (1953) —en verdad las fechas de publicación de sus poemas no indican que los escribió el año señalado— expresa una resquebrajadura orgánica. El diálogo con su alter ego —casi nunca escribe en primera persona, casi nunca dice “Yo, Yo”, más bien se habla a sí mismo en tercera persona por rigor, se buscaba la confesión, arrojar el yo a la cara de la sociedad arrogante— va precisando lo que ya sabe de él, una debilidad visual exterior propicia a la videncia interior. Por eso mismo, quizás, su poesía más bien confidencia, de tú a tú —en este caso de sí a sí—, contiene los elementos de la naturaleza, del paisaje y no refleja ni fotografía ni pinta, sino más bien imagina en abstracto, en esa abstracción esencialista que es su poesía, presencias naturales o imaginarias que cumplen una función anímica y de ningún modo visual. No es impresionista ni detallista. Cierra los ojos para ver desde adentro organizar su entorno. O el entorno del sentimiento esencial. No predomina lo conceptual ni el motivo sino el sentimiento diluido en la naturaleza y el ámbito de la vivencia, sea sublimada, sea intensificada hasta la violencia del grito. Su poesía es esencialmente poética, sitúa la existencia en su proyección lírica o dramática: dice de otro modo la realidad.

Es un caso bastante singular de un país como el nuestro, inclinado sea a la neoépica, sea a lo yoico imperativo, sea a lo sensual tropical, sea a lo descriptivo y narrativo, sea al combate social. Sin duda, se cuenta con poetas de interioridad vivencial y videncial, tales como Paz Castillo y Gerbasi, Montejo, Pérez Só, Pérez Perdomo y el admirable Cadenas, de autenticidad exigente, pero ninguno tiene el poder de flujo lírico de Medina, cuya escritura en más de veinte libros crea un alter ego activísimo, que nada tiene que ver con la heteronimia, y un discurso de río fecundador.

Texto sobre el tiempo debía esa escritura fluyente hacia un cauce rocoso. Se encara con su deterioro humano, físico, sin precisar cuál. Medina, por lo demás, sumerge el detalle siempre, o sea lo anecdótico, tan importante para algunos poetas realistas o de la subrealidad, de eso horriblemente mediocre que en Norteamérica llaman “pop”, en el ámbito de un intento totalizador de elementos y sentimientos. De su poesía se desprende un aura y no una situación:

Hay momentos terribles en que pesan los ojos.

Tanto, que no podemos dejarlos que se caigan

Toma este cuento de ayer su rama joven

ahora que ya empieza a desprenderse

de cortezas podridas, de costras elocuentes.

La imagen recibe la realidad y la pone en un allá arquetipal. Transferencia constante: es su estilo. En lo impersonal metafórico cobra, para él, depuración indispensable lo confidencial tan atosigante. Dicha transferencia no sólo ennoblece lo yoico, lo convierte en valor intrínseco, sino sitúa el discurso en una aparente objetividad universal.

Aprecio de un modo especial Texto sobre el tiempo. Advierto en esos poemas una reacción adjetival favorable a la intensidad de lo expresado. El adjetivo debilita, es lo contrario de la sustantividad. Tenemos un ejemplo extraordinario de sustancialidad erótica sublimada en la segunda parte de la obra, en el inicio de la misma con un poema de vigor desesperado y calidad antológica titulado Mujer antigua. Contraparte de lo que sigue en la tercera sección, autocondenación abrupta:

Vive tu vida y basta. No cuentes tus memorias…

Prado que habrás pisado florece ahora, y nada

señala que hayas sido el huésped encendido.

El hombre tiene un sitio mejor para su cuerpo.

Hay que dejarse caer a la afluencia poética de Medina, hay que zambullirse  en ella, nadar en la superficie o entre dos aguas, abrir los ojos en el espacio glauco verdeoscuro, deslizarse entre las algas. No es una poesía ni para discurrir, ni para recitar, ni para ser pasto de textualismos esterilizadores, sino para leer con recogimiento en la escritura, entre salmos y profecías, entre desgarramientos sin énfasis personalizante y algo que no me atrevo a llamar éxtasis sino trance. En la alteridad de su existir, José Ramón tiene la facultad de cumplir la rutina del trabajo, a cabalidad. “Desde  pequeño tuve que trabajar. Muchos y diversos oficios desempeñé en todas partes”, escribe en un prólogo autobiográfico de muchísima importancia para quien estudie su obra y su actividad, y uno llega a preguntarse cómo puede asumir tantas responsabilidades exteriores invadentes y ser capaz de escribir una obra poética tan nutrida de vida interior. Quizás tiene la facultad singularísima, como Eliot, de descansar en un alter ego eficaz. Miguel Otero, quien lo estimaba mucho, decía con picardía: “José Ramón  morirá con todos sus cargos puestos”. Y en verdad, su gestión como simple ciudadano, como abogado, como docente y académico, como periodista directivo, como fundador y editor de la Biblioteca Ayacucho, como fiscal, como contralor de la República, nunca dejó sombra dudosa ni incumplimiento burocrático. José Ramón es, en mi opinión, huérfano niño, asumió la soledad con entereza poco frecuente, buscó y cumplió oficios, se fue destacando por su responsabilidad temprana, protegido por la gran radiación de su espíritu dormido o lo confunde con la viveza y la inteligencia, con el mero sentimiento de apiadarse de sí mismo, podrá desarrollar voluntad, pero no esa facultad imponderable de compensarse y liberarse, en el ámbito de una alteridad interior transfiguradora.

Orlando  Araujo, inteligencia devorada por esa misma facultad mal empleada, escribió un notable prólogo al siguiente libro de José Ramón: Como la vida, señalando que aludirá a los “contenidos espirituales” como conciencia del tiempo. Está bien. En la generación del 60, cuyas exhaustivas rebeliones sin otro asidero que una vaga ideología no profesada en forma religiosa, sino circunstancial y política, una palabra como Espíritu despertaba sospechas de clericalismo apostólico y romano. (…)

Yo vuelvo a repasar, ciego de soledades,

las verdades serenas de tu historia.

mi trémulo paisaje de claridades. Los tibios

aconteceres donde tu vida resuelve su inocencia

basta convencerme de que jamás podrás arrebatar

esa fe profunda del hombre que se afirma

sobre la tierra de su amor, de su misterio hermoso,

de su sangre y sueño.

Como la vida se intitula el libro prologado por Araujo, y el poema citado, prólogo del propio poeta a lo que sigue, Cenizas. Otra vez la maternal muerte, la madre invisible dadora de akasha desde el sitio imprecisable donde expande su fuerza. El poema que sigue, “Razón del tiempo”, se inicia con una extraña comparación:

Es como decir que el ojo se destruye mirándose en las

profundidades del espejo.

Otra vez el problema de la visión. ¿Con quién habla?

Ha subido a la niebla sin mirarnos,

sin mirar nuestros ojos…

 

y tú ¿qué has hecho de tu historia antigua?

 

Tú estás detrás de ese movimiento

extraño de los días.

Y adviene la palabra Dios, Dios va en los días. Cinco poemas de extraordinaria plenitud religiosa: “Nada como buscar fuerza poderosa en el tiempo”. No teme pronunciar el término vedado por el materialismo, cantar la “verdad poderosa que no cansa”. Estamos ante un hecho de pronunciación y contenido metafísico no racional ni dialéctico, sensorial, ojos y mirar adentro, recepción de luz espacial, intemporal, abstracción y elevación de niveles planetarios en un ascenso “natural”, respiratorio, meditativo, mental. Circunvalación de lo vivido en una visión cíclica de eterno retorno a esa “antigüedad” de su propia infancia, de la desaparición materna perteneciente a un orden casi sobrenatural.

De modo que, inspirado por una revelación memoriosa, alcanza un conocimiento akásico, no sólo inconsciente sino saber de origen y final, antes y después, mente pinacular: la propia antigüedad vivida aquí, la “heredad dormida”, a la que se vuelve en un renuevo de vuelo:

De frente a la extensión de la invisible niebla…

En 1957, José Ramón Medina se siente necesitado de una introducción a su libro En la reciente orilla, publicado por Edime en España. Ratifica lo señalado en este prólogo párrafo antes, que las fechas de su publicación no coinciden frecuentemente con la de impresión y distribución. Medina está movido a precisar que el libro aludido antes: “Debe colocarse entre Texto sobre el tiempo (1953) y Como la vida” (1954), vale decir, se trata de una misma experiencia de videnciar su destino (“parecen alejarse de la viva, pura llama de la poesía aun cuando conservan su fuego poderoso: la voz del hombre que comenta su destino”). Él mismo, pues, establece un tránsito interior en nada perceptible desde lo exterior (postgrados en Derecho Penal y Criminología en Italia y España, inicio de su profesorado en la Universidad Central de Venezuela), cuyo efecto sería desprenderse del entorno arcádico del recuerdo de Macaira, de su infancia, de su dependencia filial hacia el culto de la madre difunta desdoblada continuamente en feminidad ideal habitadora de la edad de la esperanza, los rumores de diciembre, los aires de la aldea y del bosque, venerada por la arboleda, la monarca de las elegías, la presente en la “parva luz de la estancia familiar”, por una revelación ahora de sí mismo, el recuerdo nunca rechazado sino más bien introductorio hacia la verdadera plenitud, Dios:

He aquí que tengo las manos vacías este tiempo del otoño.

He aquí que no hay ropas que cubran mi cuerpo

que es denudo,

y está mi corazón sin más latido que el seco resonar de su abandono.

 

… la tierra da sustento a mi cuerpo

y son palabras de Dios las que me ayudan.

 

Aventura metafísica sin antecedentes que yo sepa. Pasa del amor cotidiano a la madre difunta y al amor hacia Dios, el Dios de la agonía, el único Dios verdadero del cristianismo, porque detrás de toda toma de conciencia del mundo se descubre, cuando la exigencia espiritual despierta, como en el caso de gnósticos cristianos del año 1, que somos extranjeros —el existencialismo filosófico de nuestro siglo lo redescubrió—, que no se puede tener confianza en el mundo, que éste no está creado a la medida de la verdadera Vida. (…)

II      

En la reciente orilla condujo a José Ramón Medina hacia los territorios más opuestos, el regreso, bajo los altos árboles, a Macaira, verdadero renacimiento (yo repito: resurgencia) de extraordinario poder evocativo, labriego, terrenal, fluyente memoria sin alteraciones; la comarca del recuerdo se muestra apacible, diluida en el pasaje de la tierra natal; y la exploración contraria de las tierras yermas, del verano devorador. Los ojos, el ver, la mirada, padecen las variaciones feroces de la escritura, la opción de palabras, el clima de la composición. La mano de tiende hacia él y señala hacia ambas en el dilatado verano de su edad, de su vaivén entre la herida del recuerdo y la herida de sus ojos. De la mano inmaterial de ella, a la suya de varón de sangre.

Erguida está la mano enérgica, en su sitio.

No pueden contra ella los presagios marchitos

ni el viento adusto de las ruinas.

Un recio candelabro, una línea de luz, una llama clarísima

definen la intemperie, el reino de la sangre.

Testigo de verano es uno de sus libros más desolados. La adjetivación suena a osario removido, a articulación crujiente “… sobre la tierra, amanecidos gajos de violencia, levantaron sus muñones heridos”. No menos feroz resulta Sobre la tierra yerma. A cuanto más sol alude, mayor oscuridad en sus ojos. “Es el tiempo”, dirá, en Como la vida, “la sombra que no para”. Las elegías tienen una claridad apenas tamizada por los espacios interiores. En Testigo de verano: “Tanto tiempo inútil, famélico, voraz. / el oscuro denuedo sin gloria ni reposo”. En Sobre la tierra yerma: “La luz es poca para arrojar la sombra de mi lado”. Larga estación en la oscuridad física de unos ojos cansados. Memorias y elegías fue una despedida matinal, persistía la primavera del recuerdo.

III

Ya el aire y el clima no son livianos y trasparentes. Garcilaso y Neruda callaron. Su lenguaje tiende a versos extensos como versículos. Introspección monologante. Diálogo solo con su alter ego. La elegía cambia todo. Impera la furia: “El amor se reconoce como una rama seca retorcida en el incendio poderoso de los días”.

A partir de los poemas de Textos sobre el tiempo se instala en su sentimiento el desgarrón de advertir un como fracaso existencial:

pedir un puesto entre todos

para, también, empezar a ofrecer nuestra mercancía

a pregonar que hemos venido a venderla al mejor postor,

y que somos turbios —como los otros—,

que somos dignos de que nos asignen un número —como los otros— entre la legión de los que saben usar máscaras

por calles y estaciones.

La rebelión contra sí mismo más que contra algo que desde afuera lo desdiga es de gran vehemencia. Un desacomodo general. La ciudad devoró la aldea. La sombra lo oscurece a él. Ya es sobre todo mirada hacia adentro. Se escudriña forzado por la circunstancia física. Con ojos del alma, intermediaria entre el espíritu y la carne, mide su desencanto, su trabajar desde niño, su ascenso de grado en grado de cargos merecidos por su saber o su honestidad. El sarcasmo brota contra sí mismo en una suerte de acto de contrición liberador. Combate consigo mismo mientras que por fuera acumula distinciones literarias, cargos honrosos. En él miran los dadores de poder un ciudadano ilustre, confiable. Vicepresidente de la Corte Suprema de Justicia, presidente del Consejo de la Judicatura, senador de la República, presidente de la Asociación de Escritores por tres períodos consecutivos. En 1974, organiza y dirige hasta hoy la Fundación Biblioteca Ayacucho. Académico, fiscal de la República, director de El Nacional, embajador en Grecia. En 1986 ocupa la dirección de la Contraloría General y se retira ocho años después, sin mancilla, respetado, cumplido, menudo, estoico, junto a su esposa no menos admirable, Inés, entre sus dos hijos, María Beatriz, afecta a las letras, y Ramón José, al Derecho. Un año antes de irse de la Contraloría publica su, hasta hoy, último libro de poemas: Certezas y presagios.

IV

Entre Certezas y presagios y el momento en que concluyo este prólogo corrió una década y la edad de Medina se deslizó de los sesenta y cinco años a los setenta y cinco. Sobre aquel libro se acumularon 12 años. ¡Qúe vano es el cómputo del tiempo! ¡Todo pasa y nada pasa, y todo vuelve y todo desaparece en el círculo, en el cinturón de la esfera, para aparecer de nuevo —resurgir digo yo— y ausentarse! El recuerdo tenaz de Myriam Elorga de Medina, fallecida cuando el poeta contaba ocho años, y persistente en el curso de su vida —de una vida entera— explica, a cabalidad, lo que entiendo por resurgencia; pez volador, misterio del invierno y de la primavera, luna nueva y luna llena, recorrido del sol por el cuadrante de los doce signos zodiacales, el día y la noche, el sol del solsticio de verano y el sol del solsticio de invierno, esa condición cíclica de todo lo que nos rodea de un modo natural, y cuyo ritmo de desaparición y regreso marcó los hitos de nuestra cultura, hoy destruida por la noción de la novedad; novedad y chatarra, chatarra y novedad. La novedad se compra en la tienda de la esquina; la resurgencia no se compra por que adviene, porque es vivencia de muerte y resurrección, a cada jora, cada día, cada año, cada instante…

El asombroso ciclo poético escrito por José Ramón Medina no se cuenta por libros sino por vida. Escribió y escribió febrilmente como para escapar de la circunvalación cósmica en la que se movía su amor por quienes lo criaron, un valor del espíritu, no de la realidad digestiva y codiciosa. Sombra de un astro fúnebre resplandeciente, el “sol negro de la melancolía”, del gran poeta secreto —como Medina—, llamado Gerard de Nerval, representante de un romanticismo interior que se aunaba a un comienzo de mística. Hugo fue el torrente exterior del romanticismo francés. Nerval, la iluminación interior que se apagó a sí misma, colgando su cuerpo, de afuera, de un farol, en una calle del viejo París.

¡Volverán esos dioses, que tú siempre lloras!

El tiempo traerá de nuevo el orden de los antiguos días;

La tierra se estremeció con un soplo profético…

Para mí, Certezas y presagios es uno de sus libros más concisos; lúcido, desgarrador y sereno. Asume en su plenitud la Muerte-Madre, a la Madre-Muerta, sin alterarse. A través del presagio habla con la certeza, como decir polvo eres y polvo soy:

Lo que nos queda es poco.

Una sombra, los usos

de un brillo recóndito

la vieja ciudad

detenida en un grabado

del cual no recordamos los contornos.

Tú estás detrás de un muro,

sola,

encendiendo la luz de adentro,

alumbrando con tu presencia,

dejando, apenas, que el agua

moje tu barro de insólito universo.

No vayas más allá.

Quédate, solo, esperando

la voz que vendrá a despertarte

para el júbilo final de la vida.

La poesía casi nunca adquiere ese poder dialogante mantenido durante una visa consigo mismo y con un ser muerto, y en cuyo desarrollo van imprimiéndose, como en un rollo de papiro, las impresiones de la vida; paisaje, aves, labrantío, montes, verdores, casas, gente, viajes, ciudades, esposa e hijos, desgastes, rebeliones, visiones, llamadas de Dios, tierras yermas, reflexiones, despedidas, reposos, luces y sombras, certezas y presagios. La poesía escrita por José Ramón Medina —la otra, como la respiración y los latidos del corazón está por dentro— describe un vasto ciclo planetario de nacimiento, muerte, resurgencias rítmicas como el pulso. Esa poesía recorre, caminando como un hombre, las distancias que median entre el recuerdo insistente y el olvido difícil, entre la danza de los fantasmas y la luz diurna sobre el mar, sobre el llano, cuando hay un horizonte abierto.

Gran lección de metafísica actuante, práctica, ahí mismo, y más allá, detrás, delante, arriba, abajo, esfera de pensamiento y sentimiento, de logos y óptica lumínica, de existencia y tiempo. Hay un riesgo con la poesía de Medina. El lector o el crítico se topa con un muro lizo, si no se da cuenta que éste abre una puerta oculta, si se le toca mágica y espiritualmente con el entendimiento. Entonces se entorna la puerta secreta, se cruza el umbral rompiendo telarañas y quebrando juncos, apartando lianas, y se descubre el culto por todas las Myriam, las madres de vida y muerte, renuevo de las Grandes Madres de la Antigüedad, como la misma Virgen María con Jesús crucificado sobre sus piernas. Se trata de representaciones sagradas.

La visión de José Ramón, desde este presente inocuo se proyecta, en “certezas y presagios”, en el espacio/tiempo de una vida de humano ennoblecida por el cumplimiento cívico, el trabajo y la creación de una obra poética fecunda y secreta, cuya temática resulta única, cuya lectura en redondo nos transporta al ciclo del Eterno Retorno, en el ámbito de la espiritualidad memoriosa. Muy inteligentemente, Antonio Arráiz hijo, artista plástico de breve trayectoria pues falleció prematuramente, ilustró Certezas y presagios con dibujos de símbolos perdurables creados por el hombre en su afán originario de comunicarse con el cosmos y la naturaleza: el círculo, el cuadrado, la cruz, rellenos de sí mismos, como grafías resurgentes.

Cuando miro atrás

persisten el oleaje y la resaca. El mar, severo,

golpea las ruinas silenciosas.

 

Despojos de los días

descansan en el fondo de un árido espejismo.

El pueblo amurallado

detiene el éxodo incipiente.

 

Como al principio

labra en página breve su falta de elocuencia.

 

El  desterrado sabe, al fin

que sólo la palabra

presta albedrío

al sueño y la aventura.


*Fragmento del prólogo de la antología Alquimia de los espejos. Poesía selecta 1947-1984. Monte Ávila Editores, Caracas, 1997.