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Recordando a Antonio

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Por FRANCISCO COELLO

Escribir una reseña sobre Antonio Cova no sólo es un reto, sino que se me hace extraño. Lo digo porque en este momento quisiera recordarlo (estoy seguro de que él también) en compañía de colegas que fuimos sus discípulos, en el patio de una casa, compartiendo el saco de anécdotas que cada uno de nosotros atesora. Sus dotes para expresarse, los consejos, los chistes, las recomendaciones bibliográficas, sus clases y las carcajadas estruendosas con las que solía rematar sus cuentos.

En vista de que eso no será posible por ahora, aunque espero que ocurra, quisiera dejar testimonio del profesor que  fue  para mí.

Comprender a alguien siempre va de la mano de conocer su contexto, para el caso que nos ocupa es imprescindible recordar la Escuela de Ciencias Sociales que me encontré en 1978. Más allá de la época, la Venezuela que éramos, lo importante es referirse al hecho de que Antonio se destacó en una Escuela plagada de docentes excepcionales.  Por ello, su desempeño cobra especial valor cuando lo asociamos con una lista difícil de repetir.

De memoria, y sin que el orden signifique ninguna preferencia, puedo mencionar a José Ignacio Rey, Mikel de Viana, Clemy Machado, Ignacio Arrieta, Rafael Baquedano, Hildebrando Barrios, Mercedes Pulido, Alberto Grusson, Thamara Hannot, Jesús María Aguirre, Maritza Izaguirre, Marcelino Bisbal, Luis Ugalde, Arturo Sosa. No se diga más.

Fue en una Escuela que contaba con este cuerpo docente, donde tuve la oportunidad de beneficiarme de un profesor que impartía clases con una pasión inspiradora, que podía enriquecer la teoría social con la abrumadora cultura que poseía. Y, al mismo tiempo, combinar el teatro, el cine, la historia o las anécdotas cotidianas. Antonio Cova no sólo brindaba excelentes clases, adicionalmente te movía para saber más, leer los libros que recomendaba o ahondar en temas que iban más allá del “programa de la materia”. Todo ello con el talento para condimentar lo anterior con un inagotable sentido del humor.

Cuando  ingresé a la Escuela de Ciencias Sociales en calidad de profesor, tuve el privilegio de contar con sus consejos, análisis y recomendaciones. Conversaciones sobre política, sociología, arte y su pasión por el país. En ocasiones, en esos intercambios se sumaba nada menos que Mercedes Pulido. Y entonces aquello se convertía en un festín de conocimientos, recuerdos memorables y hasta de chismes suculentos. Provocaba pasar por la Escuela para tener la oportunidad de encuentros como esos.

Durante ese tiempo, aproveché al máximo esos momentos y logré dirigirme a él como Antonio. No fue fácil dejar atrás al profesor Cova, pero su personalidad ayudó a nombrarlo por su primer nombre y lograr un mayor acercamiento intelectual y afectivo. Uno que se traducía en una suerte de complicidad amable en torno a las grandes pasiones: las ciencias sociales y la cultura. Antonio tuvo la gentileza y generosidad de obsequiarme libros que guardo con especial valoración. No se trataba de cualquier texto porque, como un buen día me dijo en la ocasión de entregarme uno de ellos, «hay libros que se leen para dar clases, otros se leen para ser profesor”.

Antonio, junto con aquel memorable equipo profesoral, nos marcó en muchos sentidos que difícilmente pueden resumirse aquí. Como muestra, quiero recordar algo de su última clase de la carrera. Con ese motivo, sus alumnos le pedimos unas palabras de cierre, que mi memoria reconstruye así: “Aférrense a la lucidez que les proporciona la Sociología, no se embrutezcan con la rutina de la sobrevivencia (lean, vayan al cine y al teatro) y sobre todo nunca pierdan la capacidad de reírse de ustedes mismos”.

Debo decir que cada vez que me he alejado de ese consejo no me ha ido nada bien, por eso vuelvo una y otra vez a esa última clase y a todo lo que la antecedió.

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