Papel Literario

Récipe para golosos. Bernhard Schlink: ni desproporción, ni secretos

por Avatar Papel Literario

Por NELSON RIVERA

En 1995 se produjo el ingreso de Bernhard Schlink (1944, Alemania) a la esfera del reconocimiento internacional. Antes había publicado cuatro o cinco novelas policiales (una de ellas, a cuatro manos con Walter Popp), hasta que El lector lo elevó a un alto peldaño. Recibió premios en Italia, Francia, Estados Unidos y varios en Alemania, así como cientos de miles de lectores en 40 lenguas.

En El lector —así la recuerdo— había una melancólica sombra a punto de caer: en el incierto vínculo entre el joven y la mujer que vivía sola; en los rituales que cumplían antes de hacer el amor; en el fatídico silencio que los distanciaba; en la irrupción del Holocausto en la historia, que redimensionaba los asuntos en debate. Con aquellas dudas, dilemas e inaprensibles emociones, Schlink —jurista, profesor universitario y juez— tejió la breve narración, que tenía la virtud de no cerrar todas las interrogantes esenciales.

No he leído las cinco novelas (El regreso, El fin de semana, Mentiras de verano, Mujer bajando una escalera y Olga), ni la colección de cuentos (Amores en fuga), libros traducidos al español, que fueron publicados desde entonces. Pero he vuelto a Schilk con Los colores del adiós, colección de nueve relatos, publicada este año.

Comparten un sello: el autor dispone sus casos —estuve a punto de escribir sus tipologías— como quien arregla una mesa para un gran banquete: el mantel impoluto, los vasos brillantes, las servilletas dobladas con esmero, platos y cubiertos relucientes, todo en distribución milimétrica. Cuando la ocasión lo exige, incluye un centro de mesa con flores naturales. Quien se asome podrá verificarlo: no falta nada. Relatos almidonados, planchados con paciente profesionalismo.

Estos paquetes de todo-en-su-lugar, en el que interactúan dos, tres o cuatro personajes, donde el perfil de los hechos está —como si las realidades fuesen normas estilísticas— delineado con un cúter afiladísimo, ese tono en el que Schlink ejerce sus dones de hombre hospitalario e imperturbable —un justo, un jurista, un juez—, marca el transcurrir de las historias. Prudencia, morosa elegancia que impide que las energías se precipiten, ciertos asomos a las motivaciones de los personajes —las que conocen o las que se descubren durante las respectivas narraciones—, son algunas de las señas de Los colores del adiós.

Sorpresivamente —no sé si se trata de un recurso estilístico frecuente en la obra de Schlink—, en las nueves piezas el autor inserta ramilletes de auto preguntas, como si las necesitara para ubicar al personaje o al lector o a sí mismo. Preguntas que son como carteles que indican hacia dónde debe enfocar su atención quien lee. Me pareció que, en vez de acciones, son la previsible energía que empuja el avance del relato. Tienen algo de retórica, muestras que podrían incluirse en una cartilla. Un ejemplo. En “Picnic con Anna” —Anna ya ha sido asesinada—, escribe el narrador: “¿O acaso yo pensé que se lo tenía merecido? El asesinato no, pero ¿los golpes? ¿Y por qué no pude llamar al médico de urgencias? ¿Qué me lo impedía? ¿El miedo a que pudieran rastrear la llamada al médico y a que descubrieran que me había limitado a mirar? ¿Qué me había limitado a mirar no porque todo fuera demasiado rápido y no entendiera lo que estaba pasando ni supiera lo grave que era, sino porque creía que lo merecía? ¿Tenía miedo a que se me notara en la cara?”. Schlink toma el camino más fácil: no imagina acciones que pongan en evidencia los significados de la parálisis del narrador. No trabaja la acción. Se conforma con transcribir los pensamientos del narrador. Preguntas que patinan sobre la superficie.

A diferencia de lo que ocurre en El lector, donde el centro, el secreto narrativo nunca sale a flote, aquí lo oculto está apenas semioculto. Son secretos obvios. Las problemáticas —la infidelidad de la madre, la joven lesbiana que traspasa ciertos límites para embarazarse, el pasado común de dos científicos con la feroz Stasi en el fondo, la muerte que le revela a un hombre cuán desconocido era su propio hermano— no alcanzan la intensidad de lo disruptivo. No aparecen como desproporción. Están envueltas en una moderación, en un lenguaje moralmente correcto (Francis Scott Fitzgerald decía que para escribir era condición alguna imprudencia). Lo perdido, lo olvidado y reaparecido, lo pospuesto, lo que pudo haber sido y retorna en forma de castigo, lo que aleja o aproxima al pasado, menos que tragedias inherentes al hecho de vivir, adquieren aquí las proporciones, la tonalidad de lo que es posible manejar de forma apropiada. Y pongo algún énfasis en la palabra tonalidad, porque tuve la sensación de que Schlink derrota a sus narradores: todos hablan de modo semejante. No son reconocibles las diferencias entre uno y otro. Todos parecen conducirnos a la monotonía del mundo, a la obviedad, irrelevancia de los tiempos.


*Los colores del adiós. Bernhard Schlink. Traducción: Juan de Sola. Editorial Anagrama. España, 2022.