Por MARTÍN CAPARRÓS
Éramos tan modernos. Creíamos en esas cosas, y había quienes creían más aún. Caracas, entonces, estaba claro, creía mucho; Paolini también, pero después. Tan modernos. Hay quienes dicen que solo se puede serlo tanto cuando se empieza por no serlo. En cualquier caso, en el inicio, ni Paolini ni Caracas lo habían sido.
Caracas, lo sabemos, nació en el siglo XVI y fue antigua gran parte de su vida: chata, suave, modesta, esas montañas como cuna. Ramón Paolini nació en Carache, un pueblo de los Andes venezolanos: un tablero de casas bajas, sin más alturas que las torres de la iglesia −que su padre restauraba− y montañas también alrededor. A sus once años se fue interno a un colegio en Mérida; solo llegó a Caracas para empezar la Facultad de Arquitectura a sus diecisiete: era el 66, cuando Venezuela se anegaba de dineros y los gastaba con el placer del nuevo rico.
Allí se chocó con un mundo distinto. El que traía, el que sabía, estaba condenado: esas casas de paredes blancas, artesonados de madera, tejas y patios y zaguanes eran la imagen del pasado que su nueva ciudad trataba de enterrar. Se sintió seducido y despojado; aquellos edificios de cemento y vidrio que sus maestros enseñaban eran algo atractivo por distinto, turbador por ajeno. Al principio se refugió en sus viejas casas y cuando se recibió de arquitecto decidió dedicarse a restaurarlas. Después, durante más de cuarenta años, salvó iglesias, haciendas, teatros, palacetes, cementerios −coloniales y republicanos−; los devolvió a la vida de una ciudad que intentaba ser otra: que se estaba volviendo tan moderna, que se estaba encontrando.
Siempre me intrigó cómo decide una ciudad cuál es su período clásico, ese que pasa por auténtico, que la define, que después imitará cuando quiera parecerse a sí misma. Por qué resultó, por ejemplo, que los bares de París tenían que parecer 1920, que una calle es realmente romana si suena al siglo XVI; el período clásico de Caracas resultaron esos años sesenta y setenta en que se convirtió, entre otras cosas, en el mejor ejemplo latinoamericano de esa manera tan moderna de construir que bautizaron “brutalísimo”.
Hay algo fuerte en llamar a un estilo con un nombre que parece negar cualquier estilo. Pero, pese a las apariencias, el brutalismo no se llama así por la violencia de sus formas sino por lo esencial de sus materiales: el nombre le viene −como casi todo el resto− de Le Corbusier, que prefería el béton brut −el hormigón crudo− a otros componentes. Y que incitaba, en general, a usar los materiales en bruto, sin revoques ni tapujos ni adornos. Pero se ve, al ver Caracas, que ese bautismo fue feliz coincidencia: cualquiera piensa en fuerza bruta ante esas construcciones que se imponen al aire caribeño, que arman con el paisaje alrededor un contrapunto en verde y gris, una discusión entre la naturaleza y la cultura.
En esos años, Caracas se fue volviendo aquellas formas: pura geometría, el desdén orgulloso por cualquier ornamento que no fuera su propia intensidad. Y Ramón Paolini, que dedicaba su vida a conservar los rastros que ese impulso iba dejando atrás, empezó a fascinarse con él. No para hacerlo; para documentarlo. Su elección fue casi caprichosa, inversa: edificar las huellas del pasado, retratar las huellas del futuro.
Se puso a sacar fotos. Hacerlas, entonces, era un esfuerzo consciente de la voluntad: requería una máquina específica, requería haber comprado rollos de celuloide, requería la decisión de usarlos, requería terminarlos y sacarlos y meterlos en un frasco con unos químicos extraños para obtener algunas sombras, requería después usar otra máquina con lámpara para obtener sobre un papel las formas. Era un proceso largo, laborioso, decidido a plasmar, al fin, un documento. No una impresión fugaz sobre un cristal; un documento. Un trozo de papel para guardar; un trozo que los tiempos, cuando pasaran, mirarían −porque guardaba algo que importaba−. Paolini empezó a conservar, en esos papeles, sus mejores recuerdos del futuro.
Y siempre dijo que no es fotógrafo sino arquitecto. Se podría pensar que es un arquitecto que hace fotos −o un fotógrafo que (re)construye antigüedades−. Pero, en estas cosas, lo que importa no es ser sino hacer, y Paolini ha hecho algunas de las mejores exploraciones fotográficas de una ciudad que yo conozca. Paolini mira poco a sus personas; mira más el sitio donde viven, el lugar que las forma con sus formas.
Sus fotos ponen a la ciudad −no a Caracas, no a una ciudad− en su lugar. La ciudad es un delirio de nuestras culturas, lo más contranatura: de cómo apilar personas unas sobre otras, ponerlas a vivir de forma tal que la cabeza de unos evolucione a medio metro de los pies de otros y sus cabezas a su vez a los pies y a su vez sus cabezas, y todos juntos en un espacio transformado. Sus fotos muestran maneras que tiene la ciudad de imponerse en el espacio. No son rincones amables ni acogedores, no son refugios cálidos; son conquista, poder sin fallas, ocupación de quien no duda: masas, ángulos, cristales, proyecciones, curvas incluso del que sabe que puede permitirse −indulgencia suprema− algunas curvas.
Y que todo eso forme unos bosques impensables erizados y que entre cada árbol de cemento se armen pasos para personas y máquinas y negocios y encuentros sobre todo. Un bosque, entonces, una selva, que no solemos ver porque estamos adentro y que vemos, de pronto, casi sorprendidos, cuando unos ojos como los de Paolini lo dibujan.
La ciudad, entonces, que esta vez es Caracas y podrían ser tantas: Ramón Paolini admira, ama y detesta la ciudad −y, por eso, nos la hace ver sin más filtros, en todo su poder, tan brutal, tan frágil, tan arrolladora−. Son fotos que tienen veinte, treinta años, de calles y edificios que, ahora, se han deteriorado; quizá dentro de veinte o treinta o cien un discípulo impensado de Paolini las use para restaurar lo que serán, en ese entonces, huellas de este pasado que, de puro distraídos, perezosos, todavía llamamos el presente.
Caracas. Ramón Paolini. Edición de Archivo Fotografía Urbana y La Fábrica. España, 2019.