Mis largos años de extrema flacura me dejaron una profunda simpatía por los gordos. En mi caso se trataba de una compensación a mi perfil demasiado plano; pero tiene la gordura atribuciones más complejas y universales. No hay grupo de buenos amigos que esté completo sin la presencia de un gordo. Los recuerdo irradiando siempre algo de afable guarida.
Hoy se les persigue y algunos han llegado a traicionar su condición legendaria y su irremplazable misión haciendo dietas. Grave error, hay ideas y sentimientos que solo pueden concebirse desde cierto volumen. Esas típicas frases de “Es un tipo con densidad”, o “Es un hombre de mucho peso”, se deben a que entre nuestros ancestros la gordura y la sabiduría andaban de la mano –igual ocurre con el origen de las palabras “sabor” y “saber”–. En un mundo donde la comida lo era todo, y donde esta se obtenía con los atafagos de la caza y de la pesca, pesar un kilo de más era una hazaña. Ahora se aprecia la liviandad y todo va perdiendo peso, las latas de cerveza, los muros, los zapatos y hasta las mujeres.
Lo cierto es que alguna influencia tendrá la contextura en nuestra posición ante la vida; por algo Cristo aparece tan flaco y Buda tan gordo en sus imágenes más verosímiles.
De los arquitectos que eran gordos, el más sabio que conozco es Rafael Pereira. Su voracidad siempre concluía en útiles lecciones. Una vez fue a un congreso sobre Palladio en Vicenza. Apenas llegó dejó las maletas en un cocktail de bienvenida, donde lo esperaban otros académicos, y salió a toda velocidad para llegar a tiempo a un famoso restaurante cercano –el verdadero motivo para ir a Vicenza–. Cuando entró ya casi cerraban. Se sentó y sin más preámbulos pidió la especialidad con que soñaba desde hacía tantos meses: “Risotto di seppioline nere”. El mesonero lo miró con tristeza y le dijo, “Mi dispiacie, ma è soltanto per due”. Pereira se repuso pronto de aquel cruel y absurdo golpe. Se levantó ceremonioso, se quitó la servilleta del cuello, y dijo, señalando con las palmas abiertas su envergadura de entonces: “¡Guardatemi!”.
Semanas más tarde, en Génova, conmovido por la salsa de unos ñoquis celestiales, Pereira le dio al mesonero una encomienda: “Dígale al chef que su cocina es un templo y que solicito su autorización para entrar a orar”. El chef observó desde la puerta la expresión sincera de quien había devorado buena parte del menú, y salió de la cocina con todos sus pinches. Entonces Pereira entró, se arrodilló y rezó en voz baja oraciones que venían al caso. Esa vez lo premiaron con un aceite de oliva que jamás había conocido la luz del sol.
No importa si el lector no siente lo que yo sentí cuando él me lo contó; lo que quiero destacar aquí es precisamente lo irrepetible de sus experiencias. Pueda que estas no cumplan con exigencias académicas, pero no se puede hablar de la arquitectura de Italia sin antes digerir sus regiones. Hay que comer como Palladio en Vicenza antes de recorrer sus villas. La Via Garibaldi de Génova nada ofrece a los estómagos vacíos. El hambre es siempre mala consejera.
De todas estas gestas Pereira regresaba a dar las lecciones más apasionantes que ha conocido la Facultad de Arquitectura. Eran clases llenas de apetitos y encarnaciones. El pasado adquiría vida y presencia, la historia se convertía en alimento que incita o en herida sin costra. Una casa de Alcock, se transformaba en “La Malcontenta”, y Alberti se nos hacía más actual que Aldo Rossi.
Peter Ustinov, otro gordo maravilloso, decía que su barriga era una obra de arte, ya que los mejores chefs de Europa la habían esculpido. En mi curva indecisa han participado chefs de menos fama, mas no anónimos, pues eso de la gastronomía anónima es una cuestión de perspectiva.
Este asunto del anonimato me recuerda una lección que recibí hace varios años. Una mañana leí en el periódico que habían matado al chef del Da Guido. Mil veces comí en ese restaurante sin jamás preguntarme quién era el creador de la buena comida que mil veces alimentó cariñosas conversas entre viejos amigos. El héroe tuvo que morir asesinado por sus propios cuchillos para que conociéramos su nombre. ¡Salve! ¡Ramón de Jesús! Todavía recuerdo cada uno de tus cabritos, cada gota de pesto, cada hoja de alcachofa que vigilaste paciente desde la retaguardia de tus hornos.
¿Qué sería de Caracas sin el Bar Basque, sin Le Coq D’Or, sin el Da Guido? Basta con asomarse a ese fragmento de Los Palos Grandes que vigila férreamente Jean Paul Coupal. Allá se fragua entre café, pizzas y arroces tailandeses un nuevo ateneo de escritores que buscan guarida, de caraqueños que juegan a convivir en una acera.
En esos restaurantes trabajan hombres y mujeres que le dan más sentido a Caracas que cualquier arquitecto. ¿Dónde iríamos sin estos abrevaderos veraces? La ciudad ha comenzado a favorecer más al ojo, distante y superficial, que a la lengua, introvertida e infalible. La comida se ha ido presentando a la ciudad mediante alardes que implican, no solo perversiones gastronómicas, sino que demuestran cómo la apariencia va dominando al contenido, cómo lo visual predomina sobre el buen gusto. La ciudad va temiendo ese palpar directo y revelador de la lengua y prefiere al ojo, con sus reacciones inmediatas y pésima memoria.
En estos tiempos difíciles en que, desde los mismos predios de la arquitectura, aparecen imbéciles empecinados en destruir a Caracas, quiero celebrar la sabiduría que sostiene Pereira, quien nos enseñó el misterioso alcance de lo religioso, y la responsabilidad de orar por el alma de Ramón de Jesús, aquel héroe olvidado que con discreta y suculenta amabilidad nos enseñó a disfrutar de esta ciudad.
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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.