Por MAITE ESPINASA VILANOVA
La llegada al mundo de Ramón Espinasa Vendrell, el 6 de abril de 1952, ocurrió de manera inesperada, así como fortuito resultó que naciera en Caracas.
Su madre, Conxita Vendrell Magri contaba ya con 42 años para ese entonces y ella, junto a su marido, Francesc Espinasa Masagué y el pequeño Jordi Espinasa Vendrell habían recalado en Venezuela, luego de la Guerra Civil Española y un exilio en Francia de siete años, sorteando las vicisitudes que ocasionó una cruenta Guerra Mundial.
Ramón crece en el seno de esta familia de inmigrantes catalanes, que llegó a Venezuela con lo puesto y solo su tierra por equipaje. Aunque sus huesos reposan en el nuevo mundo, toda su vida se mantuvieron anclados a su lengua y sus costumbres.
Fue un niño sensible, atrapado en una timidez extrema. Pero, desde siempre, un alumno acucioso y dedicado. Digámoslo claro, un “nerd”. Un estudiante destacado del colegio La Salle de la Colina. Luego lo fue de la Universidad Católica Andrés Bello, donde cursó Ingeniería Industrial.
Sus raíces catalanas, de las que se sentía muy orgulloso, lo llevaron a conocer desde muy temprano al Barça y a Juan Manuel Serrat, fanatismo que mantuvo y alimentó hasta sus últimos días.
Ya un jovencito, encontró sosiego en las montañas. Adentrarse en su espesura y, con pasos firmes y precisos, ascenderlas hasta su cima, se convirtió en una pasión. Creció con El Ávila al alcance de su mano, su escuela y su casa estaban al pie del gran cerro. Pero no tardó en poner sus ojos sobre la Cordillera Andina, desde los picos merideños, atravesando luego América hacia el sur. Caminó por sus pueblos y montañas, quizás sin intuir entonces que volvería años más tarde, para mostrarle a esos países los mejores caminos para hacer de sus industrias extractivas una verdadera fuente de riqueza.
En la Católica, anidó su relación con la Compañía de Jesús, especialmente con Arturo Sosa e Ignacio Castillo, amistades que le fueron entrañables, manteniendo sus oídos siempre prestos a las consideraciones de ambos. Y, aun cuando no fue un católico practicante, procuró mantenerse fiel a las enseñanzas de Jesús.
También en esa universidad comenzaron sus veleidades con las ideas de izquierda y, nos atrevemos a decir, que aquellas ideas no abandonaron del todo su corazón, aunque luego se transformara en un creyente de la economía de mercado.
Al graduarse, aun en esa militancia, trabajó en las Cooperativas cafetaleras de Lara y en los Sindicatos de Guayana. Estaba en Puerto Ordaz cuando su hermano lo llamó de Caracas, persuadiéndolo a regresar, para que acompañara a su padre en sus últimos días. Acusó el golpe, habían estado muy unidos.
Nuevos caminos se abrieron entonces. Arturo Sosa lo impulsa a seguir formándose. Se pone en marcha y se va a La Haya donde se hace con un Master en Desarrollo Económico en el Instituto de Altos Estudios Sociales, para luego enfilarse hacia Inglaterra donde logró un doctorado en Economía Petrolera en la Universidad de Cambridge.
Un par de anécdotas de aquellos días: Ramón, pésimo bailarín, y poco amigo de saraos y tragos, engañando a las inglesas con pasos de salsa. Y con sus tres amigas venezolanas dispuestas, un verano, a convertirlo en un figurín, llevándolo de compras y haciéndole recomendaciones de estilo y elegancia. También en eso fue un buen alumno, aprendió la lección.
Durante aquellos años, Ramón nunca pierde de vista su país, tiene claro que todo lo que va recogiendo será la simiente para una Venezuela que no cejará en su empeño por construir. Esa será su apuesta.
De regreso al país, pone fin a su vida de estudiante, aunque no de estudioso —nunca abandonó los libros—. Había llegado la hora, tocaba arremangarse la camisa.
Para entonces, también consciente de sus marañas personales, decide ocuparse de ellas. Comienza así el arduo camino de reconocerse, que no abandona hasta el fin de sus días. Empeñado siempre en hacer de sí mismo la mejor persona posible.
Había sobrepasado los treinta, aunque siempre aquella cara guapa de niño bueno, restó años a su apariencia.
En este nuevo comienzo, enamorado, decide poner fin a su la soltería. Contrae matrimonio con Cecilia Carvajal, médico psiquiatra, y poco tiempo después, traen al mundo a su tesoro más preciado: Fernanda.
Su carrera dentro de la industria petrolera venezolana se inicia en Maraven, en sus oficinas principales en Chuao. Al principio, los petroleros de vieja raigambre lo consideraron un “outsider”, como llamaban a todos los jóvenes que llegaban con nuevas ideas. Pero, otra vez el azar, a la cabeza de la empresa estaba Carlos Castillo, quien se empeñaba en la necesidad de profundizar en la economía política del petróleo, y allí apareció el Espinasa, presto a darle el soporte necesario para ello.
Esta alianza con Castillo, apoyada en la mutua admiración que se profesaron, le permite construirse su propio espacio que, para algunos, dejó huella en el destino de la industria petrolera venezolana.
Su inteligencia estuvo acompañada de otras cualidades, que permitieron a Ramón el éxito en sus propósitos: su sentido de la amistad, sus aptitudes para la formación y su capacidad para organizar y dirigir equipos.
Sus presentaciones eran legendarias, uno de aquellos jóvenes que estuvo a su alrededor, se refería a él como un “rockstar” de la economía. Impresionaba ver el hombre en que se había convertido aquel niño tímido, que se sonrojaba ante cualquier pregunta.
Su gran amistad con Luis Giusti, gestada en Maraven, sumado a las coincidencias en sus pareceres sobre la industria, los convierten en una dupla sólida, cuya fuerza logra abrir el camino que apuntala su transformación en el segundo lustro de los años noventa.
Giusti como presidente y Espinasa como economista jefe de la estatal petrolera, llevan a Pdvsa, junto a un gran equipo de profesionales, a destacarse entre las empresas más importantes del mundo.
Ramón, paso a paso, se fue convirtiendo en una referencia nacional e internacional y fue una de las caras de la llamada “Apertura Petrolera”.
Conocía tan bien sus alcances y limitaciones, que no dudó en rechazar, un par de veces, una cartera ministerial. La política en él estaba para hacerla, no para ejercerla. Se convirtió así en uno de los mejores aliados de Teodoro Petkoff en el desarrollo de la Agenda Venezuela, durante la segunda presidencia de Rafael Caldera.
Pero pasa que algunas veces la vida tiene otros planes. El equipo que conducía Pdvsa se encontró, sentado en la silla presidencial, a un personaje que tenía su propio proyecto y, entre sus objetivos estaba acabar con la industria que aquel equipo había construido. Todos conocemos los resultados.
Ramón Espinasa no tenía un trabajo en aquella sede de La Campiña, tenía puesta allí su vida. Y, de pronto, la vio hacerse añicos frente a sus ojos. Ninguno de los que llegaron a ocupar los cargos descabezados, tuvo la entereza de verlo a la cara para decirle que su trabajo allí había terminado, tuvieron si la miseria, que luego han mostrado a manos llenas, de cambiar la cerradura de la puerta de su oficina. Y así, ante aquella cerradura que no cedía, entendió que tenía que despedirse de aquel lugar.
Esa mente brillante, guardaba una ingenuidad asombrosa. No encontraba la forma de entender qué estaba pasando. La sordidez de usar la política como “arma de venganza”, escapaba de su comprensión. Inclusive, uno que otro, de los que habían sido grandes amigos, le dieron la espalda, sumándose a la “vendetta”. Creyeron que eran parte del festín, sin intuir que terminarían corriendo la misma suerte que él.
No sintió rabia, sintió mucho dolor, mucho. Se levantó y supo que tenía que transformarse para buscar nuevos espacios. Aquellos que lo apreciaban, que eran muchos, lo ayudaron en su empeño, convirtiéndose en consultor internacional, consiguiendo ocupar un nuevo espacio en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en Washington DC.
Lo ocurrido y las decisiones que tuvo que tomar fracturaron también su vida familiar. Lo intentaron, pero no lo consiguieron. Fueron días difíciles, complicados de sobrellevar.
Poco a poco, con su persistencia, logró rearmarse para llegar a convertirse en una referencia continental, no solo en petróleo, si no también en energía y, en general en industrias extractivas. Recorría regularmente las capitales latinoamericanas, en la procura de aportar para el crecimiento de todos esos países. Todos tuvieron la oportunidad de conocerlo, quererlo y admirarlo.
Su entusiasmo por la docencia encontró espacio en la Universidad de Georgetown y la Universidad de los Andes de Colombia. Tarea que disfrutaba intensamente.
Se hizo un lugar en DC y un refugio en su casa amarilla de Bethesda, pero su corazón no salió de Venezuela. Permanecía allí anclado, sin perder ocasión de escribir sobre el país y convirtiéndose en un “habitué” del programa matutino de César Miguel Rondón. Su voz y sus pareceres, acompañaron, por mucho tiempo, el café mañanero de muchos venezolanos.
Siempre con la esperanza de volver, conceptualizó y trabajó en la fundación del Centro de Energía y Ambiente del IESA, pero, otra vez, los conciliábulos actuaron en su contra, negándole la posibilidad de coordinarlo. Aunque muy decepcionado, no dudó en seguir vinculado al Centro y evitó que otros colaboradores, en solidaridad con él, renunciaran a seguir haciéndolo.
También en esa necesidad de sentirse presente en el país, aceptó ser miembro de la Junta Directiva del diario El Nacional. Llegó incluso a acariciar la idea de abandonar el BID para involucrarse de lleno en iniciativas que intentaron lograr un cambio democrático en el país, pero contó con la suerte de tener a esos grandes amigos que lo disuadieron.
Durante todos esos años, siempre estuvo presente, como invitado de excepción, en cualquier foro sobre Venezuela y su petróleo.
Plan País, ese concierto de jóvenes venezolanos de la diáspora dispuestos, entre otros objetivos, a construir una visión a largo plazo para el país, encontró en Ramón a un gran aliado desde sus inicios. Se mantuvo atento a la organización, que lo consideraba como uno de sus guías más entusiastas.
En el marco de ese Plan, educó a cientos de jóvenes sobre la industria petrolera. Los retó a soñar y planificar una empresa eficiente, multiplicadora y próspera.
Cuando aceptó que sus días estaban contados, además del dolor de tener que despedirse de su adorada hija, lamentaba no poder concluir su último proyecto en el BID. Había empeñado su esfuerzo por cambiar la visión que la región tiene de su industria extractiva: de una expoliación, a una creación de valor compartido y transformación social. Una meta de largo aliento.
Ni siquiera su hipocondría y sus manías superaban su discreción. Su familia toda, hacía parte de su vida privada, que mantuvo siempre a buen resguardo. Tanto que fue durante la misa de funeral, celebrada en la capilla de la comunidad jesuita de Georgetown, donde la familia conoció, en toda su magnitud, a ese Ramón público, al que fueron a rendirle tributo diversas personalidades, el 25 de marzo de 2019, cuatro días después de que cerrara sus ojos en su casa de Bethesda rodeado de su familia y de dos de sus más cercanos amigos.
Tuvo claro, desde siempre, que su verdadero aporte en la “siembra del petróleo”, era preparar a los más jóvenes para el relevo. Ocupándose en organizar equipos sólidos, en los que imprimir su huella indeleble.
Resultó conmovedor, ver aquellos jóvenes rostros desencajados en su despedida, pero alentador y reconfortante escucharlos hablar sobré él.
Se fue demasiado temprano, pero no quedaron dudas, había hecho muy bien su trabajo.
*Energía, institucionalidad y desarrollo en América Latina. El legado de Ramón J. Espinasa Vendrell. Editor: Luis A. Pacheco. Textos de Luis Alberto Moreno Mejía, Luis A. Pacheco, Maite Espinasa Vilanova, Ramón J. Espinasa Vendrell, Osmel E. Manzano M., Carlos G. Sucre, Francisco Monaldi, Luisa Palacios, Christopher De Luca, Roberto Rigobón, Ruth de Krivoy, José Ignacio Hernández G., Carlota Pérez, Álvaro García H., Juan M. Szabo y Lourdes Melgar. Editorial Alfa, 2024.
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