RAFAEL CASTILLO ZAPATA, POR FEDERICO PRIETO

Por FRANKLIN HURTADO

Además de su tarea como ensayista, crítico literario, artista visual y diarista, y especialmente de su ejercicio como docente, desarrollada, desde hace más de treinta años en las aulas de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, ¿quién dudaría que Rafael Castillo Zapata es un poeta? Esto hay que aclararlo, ya que hemos sido testigos de cierta suspicacia por parte del propio autor hacia su labor poética. Esta displicencia parece basarse solo en el hecho de haber publicado unos “pocos” poemas a lo largo de su vida; cien, para ser exactos, los que ahora presenta aquí reunidos de la mano de Oscar Todtmann editores. Ya sabemos que en poesía la palabra justa es lo deseable, y Castillo Zapata, sin buscarlo, sigue con su magisterio y nos enseña que cierta sobriedad, una especie de reserva ante las potencias y deslumbramientos del lenguaje, es necesaria. Cuando una verbosidad excesiva caracteriza a tantos se vuelve urgente una desconfianza de la propia elocuencia.

En sus dos primeros libros, los más conocidos, el poeta recurrió a una palabra común, vivaz, despierta, de aliento largo; vemos un impulso por comunicar, por echar cuentos en un tono coloquial, sobre todo en Árbol que crece torcido, su poemario de infancia. Para muchos escritores, la infancia es ese primer lugar al cual acudir en busca de los “tesoros” que conformarán su obra. Como si la niñez, una época de continua compenetración con el mundo, representara, como quería Baudelaire, un ideal que se ha de recobrar a voluntad. Para el joven Castillo Zapata, en particular, en vez de ese paraíso perdido, vemos una infancia como refugio y patio de juegos; “La guarimba encantada” la llama.

En primer lugar, aparece la madre, no solo como dadora y protectora de la vida, sino también como quien da la poesía: “A mí la poesía / me viene de mi madre / que más que nada fue costurera / pero escribía poemas en secreto / y lloraba en verso sus amores contrariados”. La poesía aparece entonces como legado, pero no uno meramente intelectual, sino afectivo. Aquella posibilidad del poema que no llegó a desarrollarse en la madre pasa al hijo, quien seguirá el hilo del canto, pero sin despreciar ese sentimentalismo ni esas lágrimas.

Aunque en estos poemas no pueden negarse los tintes autobiográficos y una recurrencia a anécdotas graciosas de la niñez, por medio de la composición, la musicalidad que ofrecen esos versos largos y justos, la vida personal del poeta queda transfigurada. En esta primera estancia vemos que la poesía de Castillo Zapata está marcada por aquella emoción que quiere ser recuperada: cómo, por medio de la palabra, va desplegándose esa afectividad, cómo va creciendo, cómo se van estirando sus ramas y dando frutos, cómo va dando cobijo y sombra a varias criaturas, a pesar de la torcedura de ese tronco que es la poesía misma.

Este árbol no solo se queda en ese espacio íntimo custodiado por la madre y las otras mujeres de la casa, también nos encontramos con lo público y las figuras masculinas, el padre, unos primos, quienes sí tienen que ver con ese mundo más diferenciado y atrayente para un niño: la calle. El joven poeta se refiere a una infancia caraqueña de los años sesenta, marcada por la novedad de la televisión, la publicidad omnipresente y la ajetreada situación política:

el ruido del escape del motor / o a la pinta de las FALN borrosa me devuelven a las consignas/ pidiendo libertad para Fabricio Ojeda sobre un muro en letra roja / guerrilleros / y al Tome Hit de la bodega en un costado / (un muchacho en una esquina / fuma un Lido) / y a las carruchas despeñándose por esas calles en bajada / a los patines / y a los asaltos al abasto / y al métase temprano para adentro / a los domingos / de Cine Ávila, de cotufas y de sol.

El mismo autor ha reconocido la influencia de la poesía de carácter conversacional, una tradición que, a partir de una experiencia concreta, sin devaneos simbólicos, asume la palabra de manera explícita, como algo delimitado por las circunstancias históricas. La poesía de Ernesto Cardenal o la de José Emilio Pacheco marcarían a Castillo Zapata, quien llegaría a las reuniones de Tráfico, último grupo identificable de la vanguardia en Venezuela, ya con su manojo de poemas torcidos bajo el brazo, forjados a partir de las constantes visitas a estos escritores cómplices que le mostraron una poesía que tuviera la consistencia de lo vivido y participara del mundo común. Por otro lado, también hemos de nombrar “la poesía de la experiencia” del español Jaime Gil de Biedma, cuya edición de Las personas del verbo en la Monte Ávila de antaño cuidaría unos años después el propio Rafael.

Aparte de la oralidad como principio, vemos en este primer poemario esa necesidad de ser fiel a sus experiencias personales, de descubrirse a sí mismo, de reconocer el mundo que lo rodea, de hablar desde sus vivencias, las cuales para este niño están definidas por algo que no encaja, el dolor y la injuria de ser distinto, de estar torcido y saber que no hay manera, correazo o zapato ortopédico que enderece tal torcedura:

Me están doliendo de golpe / todos los goles juntos que no metí / ineficaz defensa siempre el último de la hazaña imposible / me están doliendo todas las cestas que perdió mi mala puntería / los balones contra el tablero escapándose del aro / dando siempre más allá y equivocándose / fuera de sitio siempre / como el rebote loco mío de no parar nunca en ninguna parte / alelado de estar viendo una pelota traicionera / sobre la mesa de ping-pong para fallar.

Este libro de poemas viene a ser el reconocimiento de esa torcedura, la imposibilidad de ser osado, agresivo, musculoso, como se esperaría de un varón; la conciencia de “esa anhelada majestad del palo de hombre que no era con qué rabia / que no fui”. En cambio, este niño se presenta enclenque, cuatroojos, debilucho, seducido por el dibujo y la lectura que no dejan de pertenecer al mundo de los sentimientos, propio de mujeres y, de vez en cuando, de algunos hombres despechados, derrotados.

En la segunda parte del libro, “Hay amores que nunca en la vida”, aparece por primera vez el bolero como una experiencia fundamental de la razón amorosa y que luego Castillo Zapata estudiaría a lo Barthes en su Fenomenología del bolero. En este caso es curioso que el bolero fuera una experiencia clave para generaciones anteriores. Fueron sus tíos, su madre, los que lloraron con Toña la Negra y quienes fungen como ejemplo para el muchacho que debe inventar su manera de amar:

si hay amores que nunca en la vida / si hay amores / y lo mismo que esos tíos míos / solteros o viudos o casados o muertos / no te olvido yo / como no pudieron olvidar ellos / a pesar de las películas de Arturo de Córdoba / y de las canciones de Toña La Negra / porque en el fondo no querían / así como yo no quiero.

El poeta se escribe y, al escribirse, se inventa, se convierte en ese “otro” que puede cantar su amor ante todos en una gran caravana, en medio de la Francisco de Miranda, ese “otro” no debe quedarse tan solo en la pasión de mirar, la pasión que se sabe contenida porque al declararse seguramente será rechazada.

El poema de cierre de Árbol que crece torcido es un repaso por medio de fotografías a la formación sentimental de ese niño que se desdobla. Vemos cómo esa rareza de la infancia va tomando un cauce hacia los lugares comunes del artista adolescente: el autodesprecio, la aflicción, las frases sentenciosas, el Demian de Hesse, hasta que con los 21 ya viene cierta calma, el aceptarse distinto y también, al fin, amado. Por fin ve que su sentimentalidad sí tiene un lugar, y ahora empiezan los otros martirios, las espinas de la experiencia amorosa:

porque ahora corazón ya tú te has ido / ya no estás más a mi lado corazón etcétera y etcétera / y qué foto ni qué foto corazón ni qué retrato / ni qué instantánea Polaroid de mis tormentos / ni qué mirada fija ni qué beso / ni qué figura mía cuando niño esperanzado de metódico en su limbo / si despechado es lo que estoy y de qué modo hasta lo cursi se me siente / que ni con el favor de Dios ni con Mandrake El Mago / ni con una tanda de boleros y boleros / yo me curo corazón del timbo al tambo / si por eso es que salgo tan horrible en estas fotos de lo último apocado.

Aunque ahora este poeta vaya a hablar casi siempre desde un despecho, por lo menos la poesía aparece para darle lugar a esa sentimentalidad torcida. La poesía de Castillo Zapata se presenta como gesto de amor, ya sea ante la madre, ante el cuerpo entrevisto del amante, ante una ciudad extranjera. Se asume como una torcedura más: la sexual, la intelectual, la afectiva.

Si Árbol que crece torcido finalizaba con una “serie de fotografías”, la primera parte de Estación de tránsito lleva el nombre de “Instantáneas y postales” y nos traslada directamente al mundo de los viajes, del  flâneur, del que pasea fuera de su comarca, por las viejas ciudades del Norte y sus museos, con cierta mezcla de embelesamiento y fastidio. Comienza con “Breve memoria de la nieve”, un texto que revisa ese lugar común de la poesía escrita en el trópico, por medio de breves ráfagas, sobre todo visuales y sonoras, en las cuales la nieve es primero anhelada, evocada en contraste con nombres de lugares mediterráneos, y luego al fin entrevista de manera casi erótica como un panettone o los muslos de un ciclista. También en “Un poeta en gira por las provincias de su país”, nos habla de cómo la mirada se acomoda al tránsito; así sea un recorrido provinciano, no hace falta irse al exterior para cambiar el aire, descolocarse, enamorarse del trayecto, mas no del paisaje, porque “son como niños los poetas / cuando viajan y se asoman / por las ventanillas a respirar / el aire verde y gris de las afueras”.

El vínculo entre el tránsito y la contemplación que busca ordenar y fijar lo fugaz en la página es el eje de este libro. Diríamos que se mantiene en la estela del tópico que iguala vida y viaje; sin embargo, Castillo Zapata sabe retocarlo con pinceladas originales. Al igual que su primer poemario, éste conserva carácter de autorretrato, al brindar en primera persona una visión fragmentaria, intermitente, poliédrica, del propio autor. Así lo vemos en “Antipostal de Venecia” o en el célebre “Whitney Museum of American Art”, donde la mirada del niño que seguía al vendedor de la quincalla continúa ahora aquí, acechando a la distancia los gestos encantadores de un mesonero.

No / no está en las salas del Whitney Museum / la mejor obra de arte del Whitney Museum / sino en los salones de su restaurante iluminado / un mesonero que va y viene / con algo de artista en la mirada / con algo de artista en el vestir / un Gatsby / una palmera rubia que se dobla y va y te mira / y son los propios ojos de James Dean los que te miran.

Es esta una poesía que no teme decir lo que desea, que asume su diferencia, lo que implica descubrirse para mostrarse tal cual es, sin máscaras, sin dobleces. El homoerotismo se remarca aún más en la segunda parte “Casi el amor”, en la cual prosigue con una palabra cristalina, que entrega y transmite lo vivido, sin dejarse seducir por sus propios juegos metafóricos; palabra que sirve como espejo en el cual el poeta se reconoce como hombre enamorado. Aunque, lamentablemente, el amor nunca es tan puro ni tan absoluto como soñaran los románticos. “Que esta misma cama / la necesitan otros / como nosotros / que se levantan y se van / se levantan y se van / y dejan todo este dolor del mundo al levantarse lo mismo / que nosotros en los cuartos alquilados / en los hoteles oscuros de tantas avenidas”. El autor no se engaña y aprecia la experiencia amorosa con todo lo que arrastra, con sus decepciones, sus amarguras y sus ligerezas. Le interesa dar con la justa medida, perfilar de la manera más adecuada eso que llaman amor y que siempre será más difícil y más contradictorio que todas nuestras ideas preconcebidas al respecto.

En “Vivir”, tercera y última parte de este poemario, aparecen textos de motivos existenciales y por primera vez uno de carácter político. En “Le parti pris de choses”, el poeta desnuda su alma de coleccionador y gusta rodearse de cosas que llena de afecto y entre las que encuentra un aire familiar. Así como más adelante se detendrá en la piedra o en el cielo, estos objetos lo protegen de la desolación. En “Carpe diem”, nos muestra su desconfianza ante esta máxima: algo está mal de raíz con la vida, con el transcurso calamitoso del tiempo, aunque no se sabe bien qué, sensación que se agudiza en el poema siguiente, “Vivir”, donde queda develada esa insatisfacción que solo puede redimir el cuerpo amado.

Que nada / tiene esa consistencia de cosa / perseguida en sueños, esa seguridad / material y esa entereza, / esa certeza o forma de la dicha / imaginada tenazmente, el paraíso / perdido del sabio aplomo o la belleza, / indiferente de por sí y escasa, de la juventud / que ya no vuelve, salvo el cuerpo / entrevisto en la neblina / de los baños o el perfume que despide la piel / desnuda, por sí misma

Cierra este libro con un poema peculiarísimo en la obra de Castillo Zapata, aunque nada ajeno a las vueltas de la poesía conversacional, y que solo encontrará su correspondiente, años más adelante, cuando escriba sobre Boris Pilniak. “Contemplar el mundo agudamente no redime” es un llamado de atención, a sí mismo y al lector. Este poema irónico, de carácter abiertamente político, no se trata de un simple cruce de brazos, sino de un reconocimiento de la insuficiencia de la conciencia política o social como forma de redimir los males del mundo. El hecho de que seas más consciente no significa que te has vuelto más responsable; no te libera.

no basta / contemplar el mundo agudamente y mantenerse / informado, no basta / con formarse una opinión; el sentimiento / de culpa por debajo ronda; apagado, / en medio de tanta complacencia, / el remordimiento frente al hecho / de que nunca intervenimos sobrevive; el tedio / que ocasiona el pensar siquiera / en eso, la desganada esperanza, / están royendo, socavando / la confortable tranquilidad, la paz / del alma, en el país / más rico del mundo.

Sus siguientes libros, reunidos en 2009 bajo el nombre de Estancias, nos traerían a un poeta distinto a primera vista. Son trabajos en prosa, de tono reflexivo, fraseo mesurado y pinceladas sueltas. De inmediato se nota que algo sucedió, hubo una toma de distancia ante la propuesta traficante. Surgió una necesidad de indagar en sí mismo, distinta a los autorretratos irónicos; una concentración, más que en la experiencia, en la resonancia que esta podría tener en la palabra. Parece seguir a Gil de Biedma cuando señala que “para el poeta lo decisivo es la contemplación de una emoción, no la experiencia de ella” (1).

La parquedad es lo que prevalece; sin embargo, el tono sentimental, prácticamente amordazado, aún resuena en todos estos cuidados movimientos. Parte de piedra representa ese primer cambio de registro: “Piedra del poema: bajo tu párpado apretado, ¿qué sueño, qué memoria, qué palabra contenida que no se dirá?”. Se percibe cierta desconfianza en los poderes del lenguaje y el tono se aleja de lo oral, se vuelve casi solemne. El poema se identifica con el guijarro, algo mínimo, común y ordinario, pero que puede enseñarnos mucho. El poeta busca ponernos de su parte, aunque no le deba “nada a quien lo toma y lo arroja lejos de sí o lo conserva, como un rugoso tesoro de la mano”. Se busca la palabra breve, parca, desnuda. No resulta extraña esta inclinación estilística por una poesía más seca, si pensamos en las continuas visitas de Castillo Zapata a la poesía de Celan y la sucedánea de Luis Alberto Crespo. También hemos de tomar en cuenta sus lecturas que orbitan la poesía francesa de segunda mitad del siglo XX, cuya difusión en Venezuela tiene nombre y apellido: Alfredo Silva Estrada.

Este también es un libro escrito después de cierto vacío, se nota, como quien viene de la “cerrazón pura” de la página en blanco. Casi podría decirse que se trata de una poesía “metódica”. Estamos, sin dudas, bajo una labor cercana a la propuesta de Francis Ponge: “Si alguna vez los objetos pierden para ustedes su gusto, observen entonces, con un partido ya tomado, las insidiosas modificaciones suscitadas en sus superficies por los sensacionales aconteceres de la luz y del viento, según la fuga de las nubes” (2). Así Castillo Zapata se acerca a Ponge como una esponja y quiere tomar también el partido de las cosas. En vez de contarnos historias, de dar vueltas alrededor de las figuras queridas, ahora toma el lado de la piedra, de la nube, de la nieve, para hacer sonar esa mutabilidad y esa permanencia propias de ellas, y que el poeta anhela. Al tomar parte por la cosa el poeta desea devenir la cosa misma: volverse una piedra tras una decepción amorosa, flotar como una nube de puro arrobamiento, borrarse en el blanco de la nieve que cubre el puerto de Providence.

Hay una necesidad de despojarse, de alcanzar cierta asepsia, de deslastrarse de lo autobiográfico, de lo anecdótico, de lo sentimental. Que el poema sobreviva magro. El de Parte de piedra es un poeta admirado por la consistencia del mundo contenido en un pequeño punto; desea una realidad meramente material, sensual, en cuyo centro sea posible, desde lo cotidiano, el asombro más intenso. Tomar partido por las cosas, por los objetos, es pues tomar partido contra los atavíos y excedentes del sujeto que cree que la palabra le pertenece, cuando, más bien, al contrario. “Habíamos llegado a un punto en donde, a partir de allí, ya nada habría. Y nos topamos entonces con la piedra, de repente. Nos casamos con ella para borrarnos”.

En medio de un paisaje estremecido, turbulento, se desea la impasibilidad, la ataraxia que la piedra enseña. En medio de la turbulencia, solo la piedra irradia cierto esplendor. Se quiere la plenitud de la piedra que desconoce el amor y por tanto nada sabe de sufrimientos. Sobre todo, se anhela la fidelidad de la piedra: “¿Con qué fuerza habías pactado?; ¿quién te legó lo exento, lo resguardado? Venías acompañada siempre de la palabra fidelidad como tu nombre”. Acercarse a la piedra para asumir una forma que aleje el sufrimiento. El desgaste que en la piedra es pleno esplendor en la carne es padecimiento. Aquí sigue ese sujeto que padece de amor y ahora quiere esconder su sufrimiento debajo de lo más pequeño.

En Mecánica celeste seguimos con el poema en prosa. Muestra Castillo Zapata una inevitable inclinación a la simetría, tal como evidencian sus collages. Así como anteriormente veía hacia abajo, y buscaba lo mínimo que la piedra esconde, ahora su mirada se va hacia arriba y busca la inmensidad del cielo con sus paisajes efímeros. Lo encontramos más interesado en reinventar la mirada propia, entregarse al impulso íntimo de las cosas que a los demás suelen resultar insignificantes. ¿Cómo decir el cielo?, “¿cómo empujar el cielo hacia la página?, ¿cómo ponerse a decir lo que él no dice cuando despliega sus cantos callados en lo alto?”.

Ante el cielo la búsqueda es la misma: el alcance de una palabra despojada de lo subjetivo, tarea modernísima que busca acortar esa distancia que Mallarmé señaló entre la flor y la ausente de todos los ramos. Decir como quien pinta o toma fotos, insistentemente, por medio del asedio de la palabra que, a partir de varias ojeadas, empieza a operar en el levantamiento de un artilugio de lenguaje que interpela el cielo desde diversos puntos, en una especie de visión profunda, hasta lograr que el poema se sostenga solo, sin necesidad de su autor. “¿Serán éstos sus paisajes perdidos que me salen al paso como para tenderme una emboscada en un recodo repentino del aire inmenso? ¿Serán estos renglones los indicios de su nombre en alto, vuelto a pronunciar, en mi propia voz, por mí?”.

El cielo es una razón para decir de nuevo cuando ha llegado el cansancio y se desconfía del poema como mera expresión y desahogo. El poema al igual que el cielo ha de aparecer como una obra en constante modificación, que se hace por un instante para luego ser borrada: “Habría que estarse mirando todo el día, cada día, hacia lo alto para captar la sucesión enorme de esos paisajes que, por suerte, se pierden irremediablemente al fin para la página”. El cielo como espectáculo perenne, cuya tramoya desconocemos, y el hombre que se reduce a una pupila que apenas mira cómo rueda la gran industria allá arriba. Hay en esta propuesta el ansia por un puñado de poemas auténticos, que no sean mera representación, sino que tengan la consistencia de un objeto del mundo exterior; que persistan, así sea por un instante, como las nubes, que corran, que se dispersen, que se congreguen hasta volverse negras y terminar en un trueno, fulminante y enigmático. Así como las piedras acá abajo, las nubes allá arriba.

El deseo de un poema que nazca de repente, sin un motivo emocional o intelectual, sin circunstancia alguna que pueda hacerlo venirse abajo. Que como una nube flote de pura gracia. “Nubes voraces en pleno crecimiento; nubes que se prueban a sí mismas; nubes nuevas. Nubes que juegan adoptando diferentes posiciones, nubes inestables, nubes inquietas. Nubes que se atiborran de luz, nubes que se estancan”. El cielo mismo se nos presenta como artífice de una poesía pura, que el nefelibata Castillo Zapata sabe inalcanzable, bien lejos, esplendorosa. Si la poesía no llega allá arriba por lo menos acorta la distancia, nos indica dónde el cielo estaba apartado con su melodía inaudible, por medio de imágenes, casi descripciones, que se extienden, que lanzan la mirada hacia lo que se ignoraba, tanto lo visible como lo invisible.

Luego nos encontramos con Providence, que ya había sido publicado solo por Ediciones Angria en 1995. En este libro nos vemos obligados a poner los pies en una tierra incógnita. Al igual que sus compañeros de Estancias, el texto abre con una sucesión de interrogantes. Una vez más el poeta se presenta como explorador de una página en blanco, de un territorio virgen. “¿Cuándo se hará una pira con estos juncos oscuros y estas zarzas, y despejaremos tu frente a hachazos como invasores hambrientos?”. Si Mecánica celeste apuntaba hacia un arriba inalcanzable, Providence se inmiscuye en una región que es pura promesa, un lugar conjetural, en busca de una novia que vendrá. ¿Qué es esta novia? ¿Mujer o ciudad? No importa. Es tan solo un augurio: alguien que vendrá, algo que será, la esperanza de una “orilla remota” para quien lleva mucho tiempo vagando. “Ha caído la noche con sus fogatas invertidas. Sus mil ojos están contemplándote, Providence, abriéndose paso por entre la espesura de espina de tus bosques. Me guiarán mejor que lámparas sus luces. Hacia tu orilla remota”.

Providence encarna esa ausencia que nos vuelve hipersensibles a la presencia de la imagen, como revela Lezama Lima. De todos los libros de Castillo Zapata en este se hace más palpable el predominio de la imagen, evidente en esos cazadores, marineros, balleneros que parecen escapados de unas páginas de Conrad o Turguénev, como si inconscientemente el poeta recorriera, casi en sueños, ese imaginario tan caro a las ficciones que suelen cautivarnos en la adolescencia. En el terreno que se recoge en Providence avanzamos de manera oblicua. La voz que se mueve por estas sinuosidades también aparece desplazada. Lo que se moviliza a lo largo de estos poemas es el extenso corpus de lo imaginario.

El cielo desplomado te embellece, Providence. Te miro cuanto puedo bajo esa luz hasta cansarme y equivocar tu rostro en su espejismo. No sé si estás allí en verdad; si eres tú todavía; pero te amo. Como bajo una lámpara complaciente tus señas ocultas bajo el día reaparecen de pronto, por un instante, y te recobro, pura, peleándole a la noche que comienza ese retazo de esplendor inesperado.

Ante la penumbra o la borradura blanca de la nieve, emerge un paisaje meramente imaginario, casi romántico. Una novia que no existe pero que se ama ya en lo oscuro. Se abre entonces la palabra a sus bodas futuras, como si buscara volver audible lo que no ha sido dicho. El explorador, por más extrañado que se encuentre, quiere alojarse, allí donde el poeta quiere levantar un texto: en medio de una tierra hostil.

Aunque en un primer momento podría despistarnos, en Providence nos encontramos nuevamente con una reflexión meta poética. Entre arbustos muertos, hiedra congelada, lámparas y fogatas; entre las olas que besan la orilla fría del puerto, estos poemas nos ubican en un lugar más incierto, ambivalente, que solo es posible en el monólogo del extranjero. Curiosamente los borradores de este libro se encuentran recogidos en Travesías, el diario de viajes que Castillo Zapata publicó en 2012. De alguna manera estos poemas también son una forma de dar cuenta, de definir esa suerte de extranjería, o por lo menos esa extrañeza. Digamos que son los modos que encontró el poeta para componer un paisaje interior ante la experiencia avasallante del invierno. “Toda esta nieve tendida. Tal derroche de telas para cubrir a la dormida que calla. A la soñolienta. A la hecha de piedra. A la casada con el silencio bajo manojos de zarzas oscuras y de ramas. Abandonada por los pájaros. Pálida. Sin sangre. Desconocida”.

Providence nace del desvanecimiento que provoca el invierno. La nieve como el encaje, como la gasa, el vestido y velo blanco que ocultan el cuerpo frío de la novia. Seducción de la nieve que es también la seducción de la muerte. Como si el poeta dijera vamos a mirar y escuchar a través de esta bruma, porque detrás de esta opacidad lo perdido llama, el amor espera, alguna estela verde nos aguarda. La novia prometida, aunque no llegue a presentarse, traerá la providencia de la primavera, su calidez. Lo más cautivador de este libro está en esa voz que busca dejarse hablar por la poesía, entregarse a esa palabra que brota sola, sin alharacas, sin proclamas, simplemente así, como una ofrenda, “azuzando su esplendor”.

Podríamos pensar que la poesía de Castillo Zapata no sería unitaria debido a estos dos registros muy marcados, el coloquial de sus dos primeros poemarios y el tono grave de los textos recogidos en Estancias. Más allá de su inquietud, hay que recordar ese elemento que la atraviesa por completo y funciona como un molde que la cohesiona: lo afectivo, ya sea erótico o sensible, le da cuerpo a este trabajo que, aunque breve, ha calado en el panorama de la poesía venezolana de entre siglos.

Por esta razón extrañan aún más sus dos últimas incursiones. El poema largo Boris Pilniak, 1938 apareció en las páginas del suplemento Verbigracia en 1999. Un poema suelto que tal vez a un lector esperanzado le resultara un abreboca de un libro que no iba a llegar. Junto con el último de Estación de tránsito, son los únicos poemas explícitamente políticos presentados por el autor. En este caso vuelve a jugar con la máscara, a reflejarse en la vida —más bien la muerte— de otro, para intentar entender y prepararse para el peor futuro posible.

Toma a tu cargo ahora / el peso de esta pena / por la que no penaste y llévala, / llévala con ellos. Mira / en la mirada de esos otros / ojos eclipsados, la luz muerta / en las órbitas maduras por el miedo, y guíalos / hacia donde tengan paz / en su ceguera.

Boris Pilniak fue un escritor ruso de principios del siglo XX. En un principio apoyó el estado soviético que se estaba instalando, pero luego no pudo morderse la lengua y ajustó varias críticas al régimen, por medio de sus relatos, lo que le costaría la cárcel, la tortura y luego la muerte por un tiro en la nuca.

Siente / en ti la ola del mal que los aplasta / como una losa / sobre el puente de la nuca y siente / la herida del grillete, barracones / desnudos y débiles lámparas: un barril / donde sumergen cada tanto / la cabeza azorada de un hombre / para que confiese, pasadizos / donde el moho clava / pálido su diente.

El poeta se detiene en ese momento terrible previo al asesinato de Pilniak, en que, luego de la tortura por ahogamiento y la confesión forzada, le ofrecen la posibilidad de ser libre de nuevo, así sea solo para alabar los logros de la nueva nación y la gloria de Stalin. El poema es frío, de un tono seco y cortante, de frases bruscas. Lo que hace es meter el dedo en la llaga, invitar al lector, y al propio poeta, a no desviar la mirada y ver la pena de Pilniak en 1938, año de su muerte.

Castillo Zapata, esta vez, se cuestiona por la posibilidad de escribir después de la tortura: ¿es válido hablar por la víctima? Pareciera que no busca testimoniar, sino dar una prueba de vida, sobre todo en tiempos desérticos. Como bien enseñó Celan, después de que comprobamos que no se puede decir nada, la poesía es capaz de acceder a la verdad, incluso cuando ya no hay remedio y lo que se quiere es olvido. “Habla, / habla tú por él mientras el agua / sigue su curso y los espejos / reflejan su noche y su silencio / en la memoria de Boris / Pilniak, ajusticiado finalmente, vivo / en la memoria larga del papel”.

Así arribamos a El cielo interrumpido, a la última etapa de una poética sobria, equilibrada, que sabe cuándo callar y hacer su reverencia. Este libro es una vuelta al cielo como motivo. El autor ha planteado en varias entrevistas que Mecánica celeste era un proyecto más amplio y ambicioso que se vino abajo. Aparte de los textos que recogió en Estancias, también quedaron estos fragmentos sueltos que vuelven a llevar nuestra mirada hacia arriba, además nos devuelven a la interrogante sobre la posibilidad y la hechura del poema. “¿Por qué no me dejas a mi ras, ajeno a tu dominio?” o “¿Y cómo podría vivir sin mostrar que me rebasas?”.

Otra vez el encarnizamiento con la página en blanco, con lo no dicho. Es curioso que algunos fragmentos de este libro, en su primera versión, aparecieran en el número de la revista El Salmón dedicado precisamente a la vastedad, cuando El cielo interrumpido viene a mostrar la imposibilidad de decirla, aunque el deseo persista. Ante la vastedad, el poeta devuelve lo parco. “Vuelves desnudo como una piedra. Despojado de la antigua propiedad de los adornos que te di”. Ahora el cielo se encuentra desposeído, no hay más que vacío. Se quiere el silencio, basta con la mera presencia de ese desierto inalcanzable que nos custodia. Suena casi religioso. “Intento una plegaria. Azótame, vendaval alto. Oblígame a callar delante de ti”.

El poeta pasa entonces por un momento paradójico en el cual la palabra quiere hacer el vacío, despojarse de lo que se ha hecho demasiado pesado y abandonarse al desierto, que es “la dicha de someterme a lo que me deja sin voz”. Como señala Gina Saraceni, en este libro: “El cielo entonces no está en la palabra que lo nombra, sino más bien, en la falta de nombre que la poesía revela” (3). El silencio de este cielo desnudo remarca todavía más esa sensación de encontrarnos ante un mundo en suspenso, que no requiere más agregados.

Frente a su producción continua en otros géneros, como el diario y el ensayo, se genera un contraste que intriga. No alcanzamos a entender por qué el encantamiento con este desierto, por qué el poeta se siente apelado por el silencio, por qué “el yermo de la página” lo obsesiona como una premonición. Además de la aspiración de que ese cielo despojado recubra la complejidad y la contingencia del mundo de aquí abajo, queda la aceptación desesperanzada del final del poema, de que la escritura sigue, pero sin apuntar a ninguna elevación.

No estamos solos en tu blanco. Donde ya no resuena el tambor de tus relámpagos, ni se levantan ostentosos tus redobles de nubes y drapeados, encontramos la sal de lo seco donde la luz borra todos los agravios. Desaparecen las letras. No estamos solos en tu blanco.


Referencias:

1  Del prólogo a Función de la poesía y función de la crítica de T. S. Eliot.

2 De su libro de ensayos Métodos.

3 “Escombros de una mecánica” en El Salmón – Revista de Poesía. Año I No. 2.


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