Por NELSON RIVERA
-Quiero preguntarle por la distinción entre civiles y militares en el primer momento de la lucha por la independencia. ¿A partir de cuándo puede reconocerse la existencia de una facción o tendencia militar y otra de carácter civil?
Los hechos que ocurren a partir del 19 de abril de 1810 y hasta el desembarco de Monteverde en marzo de 1812 son civiles. De hecho, los firmantes del Acta de la Independencia y los redactores de la primera Constitución Nacional son civiles, con Roscio a la cabeza. De tal modo que la creación de la República de Venezuela fue un hecho exclusivamente civil. Pero al comenzar la guerra el signo cambió y los militares terminaron siendo los que consolidaron la República, con Bolívar a la cabeza, después de muchas derrotas y no pocos desconocimientos de su autoridad. En el imaginario colectivo quienes nos dieron la República fueron los militares y no los civiles, aunque no sea exactamente así.
-¿Qué factores hicieron posible que un hombre como Juan Germán Roscio, hijo de un italiano y una mestiza, que había nacido en Guárico, alcanzara las enormes responsabilidades que desempeñó como pensador de la independencia y redactor de textos fundamentales, durante los primeros tiempos de la República?
Su enorme talento. Roscio es el autor del libro más importante de este período: El triunfo de la libertad sobre el despotismo (1817). La justificación bíblica de la libertad y la negación bíblica del despotismo y «El derecho divino de los Reyes». Roscio era un teólogo católico. Es insólito que los venezolanos sepamos tan poco de él, que su libro fundamental se haya publicado por primera vez en Venezuela en 1952, gracias al empeño de Pedro Grases. El tratamiento que le hemos dado a Roscio habla muy mal de nosotros, y de la fascinación militar que nos ha arropado durante ya siglos. Es hora de revertir esto y comenzar a leerlo. Además, su libro está asombrosamente bien escrito, en tono confesional agustiniano. Mis alumnos en el Seminario de Ensayo Venezolano que dicto quedan atónitos cuando lo leen.
-Juan Germán Roscio nació en 1763, José Cortés de Madariaga en 1766, Andrés Bello en 1781 y José María Vargas en 1786. A pesar de las diferencias, puede decirse que son hombres de una época. ¿Había en ellos fuentes comunes en cuanto a su formación, sus ideas y expectativas? ¿Fueron personas conscientes de que habían tomado caminos que los conducirían a la prisión o al exilio?
Todos bebieron de la fuente revolucionaria de su tiempo: el Liberalismo, bien sea el escocés, el inglés o el francés. Todos leyeron a Locke y a Rousseau. Además, varios se acercaron a las logias masónicas, y la masonería era liberal en muchos sentidos. El cura chileno Cortés de Madariaga conoció a Miranda en su logia masónica en Europa, y hace referencia a ello. Bello terminó de formarse en Londres y Vargas estudió medicina en Edimburgo, de modo que bebieron aguas liberales originales. El que se formó solo en Caracas fue Roscio, y mira lo que produjo. Eran lectores. No hay otra manera.
-¿Estos hombres advirtieron el auge del militarismo que ocuparía a Venezuela buena parte del XIX? ¿Llegó a debatirse este peligro o se asumió que era una consecuencia inevitable de la Independencia?
Tenían conciencia del problema. De hecho, la carta de Vargas donde pide que no lo elijan presidente de la República es ejemplar. Dice que él no cuenta con las glorias guerreras de donde se deriva la autoridad para gobernar. Lo eligieron contra su voluntad y los militares le dieron un golpe de Estado. Páez lo reinstauró en la Presidencia y finalmente tuvo que renunciar. Era un problema. Vargas lo tenía muy claro. Por cierto, una mente superior. Un gran venezolano. Un emblema de todo lo deseable.
-A Martín Tovar y Tovar debemos dos pinturas, La firma del Acta de la Independencia y Miranda en La Carraca, que son hitos en la iconografía venezolana. ¿Pueden considerarse contribuciones de un civil a la mitología militarista venezolana?
No, de ninguna manera, ya que el Acta es meramente civil, y Tovar y Tovar viste de militar a Miranda por sus glorias durante la Revolución Francesa. Es el único militar que hay allí. Y el Miranda en La Carraca es un hombre que ha sido entregado por sus coroneles (Bolívar, de Las Casas, Peña) a Monteverde en 1812, y ha muerto en 1816 en el arsenal de La Carraca, en Cádiz, pero la obra no es de Tovar sino de Arturo Michelena. Una pieza dramática, extraordinaria. Un símbolo de la venezolanidad. El Precursor, preso.
-¿Qué nos permite vislumbrar la Historia Constitucional de Venezuela, la obra mayor de José Gil Fortoul, de una sociedad que, de forma predominante, ha escogido la violencia y no las leyes para solucionar sus conflictos?
Es una historia extraordinaria. El eje son los cambios constitucionales en la primera mitad del siglo XIX, cuando todavía no habían sido muchos. La violencia caudillista terminaba siempre en un nuevo texto constitucional. De modo que hasta la violencia hallaba cauce jurídico. Gil Fortoul acuña los términos «Oligarquía Conservadora y Liberal» con buenas razones. El régimen electoral censitario conducía a un sistema oligárquico (los ricos en el poder), hasta que se abrió en 1860 con la elección directa de Manuel Felipe de Tovar, pero la definitiva apertura democrática ocurrió en 1947, cuando Acción Democrática estableció la universalidad del voto. La lucha venezolana por la democracia ha sido larga y llena de escollos, y durante muchas etapas sus enemigos principales han sido los militares pre-modernos. Otras veces ha habido militares civilistas y democráticos. Páez y Soublette son ejemplos evidentes.
-Su capítulo dedicado a Rómulo Gallegos, como los dedicados a Juan Germán Roscio y a Martín Tovar y Tovar, me han parecido capitulares en su ruta. Lo titula: “Hombre-puente y novelista emblema”. ¿Podría resumir aquí su visión de Gallegos?
Gallegos es un hombre de enorme importancia histórica. No solo encabeza la gesta democrática de sus alumnos de bachillerato, sino que gobierna apegado a la fuerza de la ley, como lo que era: un demócrata raigal. Por si fuera poco, es el autor de una novela que se erigió como la creadora del espacio simbólico venezolano: el llano. Lo que logra Gallegos allí es un prodigio arquetipal. Doña Bárbara es mucho más que la dicotomía Civilización-Barbarie, que es lo menos interesante. Es una novela sobre el amor, la violación, la maternidad irresponsable, es un thriller, y una novela de estremecedoras fuerzas eróticas. Canaima es la novela de la búsqueda interior en el espacio simbólico de la selva. Cuidado si todavía mejor que Doña Bárbara. Y no hizo novela histórica: inventó todos sus personajes, por más que se haya topado con algunos en la realidad.
-A propósito del capítulo dedicado a Carlos Raúl Villanueva: ¿Es legítimo pensar que la Ciudad Universitaria de Caracas es el mayor símbolo arquitectónico de la civilidad venezolana?
Totalmente legítimo. Villanueva es uno de los grandes orgullos venezolanos. Su obra es descomunal y, ciertamente, la Ciudad Universitaria es un acto de amor como hemos visto pocos: todo diseñado en función del hombre, atendiendo a las condiciones naturales de la luz, el viento. El Aula Magna es la Catedral de Venezuela. No hay un sitio en todo el país con mayor fuerza espiritual que este templo sublime.
-Otro de sus capítulos está dedicado a Antonio Arráiz, que fue el director fundador de El Nacional, en 1943. ¿Cuáles fueron las contribuciones de Arráiz al periódico? ¿Por qué lo deja a finales de 1948 y toma el camino del exilio?
A Arráiz lo escogió como director-fundador de El Nacional el propietario: el viejo Henrique Otero Vizcarrondo, entre otras razones, para equilibrar el periódico. El comunista era su hijo Miguel, se necesitaba un hombre que no fuese de izquierda, pero tampoco un obtuso de derecha, un fascista. Y ese era Antonio Arráiz, un hombre que trabajaba de sol a sol, que lo respetaba todo el país, y que escribía como el agua clara. Le dio equilibrio y calidad al periódico durante los 5 años que lo dirigió. Se fue al destierro voluntario en 1948, después del golpe de Estado a Gallegos, harto de las locuras militaristas venezolanas. Quería recuperar la vida neoyorquina de su juventud y le surgió una oferta muy tentadora: lo designaron jefe de las Publicaciones en español de la ONU. Se fue y murió allá en 1961, 13 años después.
-Para cerrar, quiero preguntarle por la posible influencia que el predominio militar y militarista, a lo largo de dos siglos, ha dejado en la cultura política venezolana. Luego de la catástrofe humanitaria, para la democracia y los derechos humanos que ha supuesto el régimen en el poder, ¿sigue vivo el deseo, la esperanza de que aparezca un uniformado, un hombre fuerte?
Pienso que no, que uno de los saldos positivos será que la gente ya sabe que los militares no están formados para gobernar naciones complejas, están formados para determinadas tareas específicas. Apuesto a que esto será así, pero puedo equivocarme. Los atavismos venezolanos son tan profundos, y la educación democrática ha sido eficiente a medias, que no sé si no volvamos a despertar en el futuro a los fantasmas del siglo XIX. Por lo pronto, el que piense en la Venezuela de hoy que los militares pueden resolver algún problema de gobernanza civil para el que no están educados, debe ir al diván del psicoanalista o darse una ducha de agua helada que le despierte las neuronas.
*Civiles. Rafael Arráiz Lucca. Editorial Alfa. Venezuela, 2014.
Un poema de Rafael Arráiz Lucca
Almacén
Abrigué durante años la esperanza
de hacer un poema que fuera un fresco
de todas las cosas que me afectan;
pensé admitir algunos hechos
que me hicieran extrañamente feliz;
quise hacer un texto largo
donde la enumeración estuviera sustentada
por cuatro o cinco observaciones inteligentes,
una estructura de secuencias,
como si mis ojos fueran una cámara
repasando un galpón, deteniéndose, formando
un discurso que resaltara un trasto viejo,
como el par de zapatos de tap de mi tía bailarina
y una lavadora que motivó un poema anterior.
Vi los versos como cuando veo una casa
y gozo con los cuadros y los muebles
porque ellos definen a sus dueños;
vi los versos hablando de mí
como hablan los objetos,
supuse la aparición de las cosas en el almacén
como fueron llegando a mi vida,
desde siempre o adquiridas por mi suerte.
Tantos años estuve gestando este poema
que sus cosas ya no existen:
han desaparecido en mi memoria
por el infinito beneficio del olvido.