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Raf

“Esa gana que Rafael Castillo Zapata encuentra (...) que contagia a sus amigos, a sus alumnos, y que es tan necesaria en estos tiempos infames que han tocado. Gana de seguir viviendo. Gana de seguir leyendo. (...) Gana de seguir a secas, porque le da la gana. Una gana profunda, epicúrea, estoica, helenística total, con la que no puede nada ni nadie”

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Conozco a Rafael desde hace muchos años. No sé cuándo lo vi por primera vez, no sé cuándo lo leí por primera vez. Lo recuerdo en el pasillo de la Escuela de Letras mientras yo estudiaba Filosofía. Lo recuerdo en las fiestas fantásticas en casa de las Jaffé, en casa de los Socorro, en casa de Melita, en mi casa. Lo recuerdo allí, siempre afable, gracioso, buen cocinero y gran bailarín. Lo recuerdo uno o dos fines de semana perfectos en Choroní. Lo recuerdo en francachelas por los lados de Los Chaguaramos con Samuel y con Jorge. Lo recuerdo una noche en Cumaná. Lo recuerdo muchas veces sentado frente a mí en la alfombra del salón de María Fernanda, el Paraíso en la tierra, ante unas copas de vino, escuchando a Jacques Brel o a Bola. Y recuerdo también mi sorpresa cuando leí por primera vez su Fenomenología del bolero (¡qué tenemos un Barthes en Caracas!) y mis carcajadas con Árbol que crece torcido (¡Dios, qué inteligente alquimia del trauma; qué forma tan fina de conjurar el resentimiento; qué tremendo poema de formación!).

Bastante tiempo después leí con él Paradiso en la Fundación del Valle de San Francisco y entré en La espiral incesante de Lezama y sus herederos y descubrí otro Rafael que lidiaba muy bien con nuestra triste historia reciente. Igual de afable, gracioso, cocinero, bailarín, en esas clases él hacía que brotara un poco de sentido en medio de la destrucción que ya por años nos rodeaba, nos iniciaba en las políticas de la amistad y nos hablaba de los vínculos que tejen los muertos comunes, nuestros muertos, en el origen de las polis. Ni falta hace decir el bálsamo que era, derrota tras derrota, chasco tras chasco, sabernos hermanados por las afinidades, los afectos y hasta las penas.

Pero hay un Rafael como en esencia que se me reveló hace muy poco. Creo que fue el año pasado, una tarde en que íbamos a no sé dónde en mi carro con Victoria, y hablábamos de nuestras primeras lecturas, y él contó –burlándose de sí mismo– que cuando era muy chiquito, cuando todavía no sabía leer, se sentaba en el jardín de su casa con un librito entre las manos, muy concentrado, como si aquello que hacía fuera lo más interesante del mundo, pero sin reconocer ni la o por lo redondo.

Aquel pre-rafelito, pensé entonces, creía que fingía que leía, pero en realidad ya estaba leyendo. Porque leer es eso: darse cuenta de que hay unos signos que nos conducen a otros universos y, sobre todo, saber que leer de verdad es siempre leer más que lo literal.

Y la epifanía de ese día fue ver que mi amigo ha sido siempre un ser movido por la gana. Esa gana que Rafael Castillo Zapata encuentra después, leyendo y comentando a Roland Barthes. No la aspiración, ni la adecuación, ni el empeño. No “un trabajo muy serio”. En él priva la gana que contagia a sus amigos, a sus alumnos, y que es tan necesaria en estos tiempos infames que han tocado. Gana de seguir viviendo. Gana de seguir leyendo. Gana de seguir queriendo. De seguir mirando y de seguir recortando, organizando y pegando fragmentos. Gana de seguir conversando, bailando y cocinando. Gana de seguir a secas, porque le da la gana. Una gana profunda, epicúrea, estoica, helenística total, con la que no puede nada ni nadie. Una gana intocable.

A ese Rafael que se me apareció ese día, lo admiro más mientras este país se pone peor. Me reconfortan sus diarios, sus poemas, sus ensayos, sus clases y sus collages. Me reconforta cada encuentro que tenemos, así sea para cumplir con lo que nos toca en casos tristes. Y me alegra que haya conservado la sabiduría de aquel chiquito tan seguro de que en la misma tarea que fingía –¿la fingía?–, en esa apetencia suya por la tarea, estaba la mejor recompensa. Ya su gesto era un goce que nada ni nadie puede arrebatarle y el mejor camino para llegar a un mundo a prueba de bajuras.

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