(Para Pimpi, Verónica; para Irlanda, Laura, Diana, Amanda, Sergio y Gabriel)
Lo malo de la verdad es que no se puede exagerar, decía nuestro querido maestro Juan Manuel Polo.
Pablo era verdadero. Culto, dueño de una conciencia bien cimentada, con una imaginación portentosa de niño solitario. Yo le tenía un enorme cariño. Como todos sus amigos. Digo enorme cariño por dar una idea, aunque sé que los sentimientos carecen de medida. No es que le tenía cariño a Pablo Antillano, es que lo sigo queriendo como si fuera hermano mío y estuviera enfrente riéndose de mis confusiones. Las cualidades, las virtudes y las obras que me han hecho querer y admirar a Pablo no han desaparecido con su fallecimiento.
El que haya muerto no significa que ya no esté con nosotros. Solo nos ha causado un gran dolor, aunque sin proponérselo. Le dio pelea vehemente a la enfermedad, se mantuvo aferrado a la vida con su acostumbrada entereza, pero era una batalla desigual. Él sabía que nos iba a causar un desaliento brutal y trató de impedirlo, pero a veces hay que perder y Pablo sabía hacerlo con varonil humildad.
Pablo Antillano sabía más que todos nosotros de comunicación, de teatro, de cine, de política y de cualquier aspecto cultural que quisiéramos abordar, pero nunca trataba de demostrar ese conocimiento. Prefería seguir aprendiendo y desarrollando sus extrañas dotes de adivinar el porvenir.
Se emocionaba cuando un tema le interesaba y trataba de que ese tema se convirtiera en algo sólido, con cuerpo interesante, con vida propia, con representación narrativa o teatral. Constantemente decía “hay que echar el cuento”.
Hay quienes se desmoñan hablando en un café o sencillamente por teléfono hasta que enrojece la oreja; nosotros hemos sido una generación que prefiere hablar caminando a lo largo de infinitas aceras o en un parque donde haya bancos y sombras frescas. De mi parte puedo decir que jamás me gustaron las reuniones de oficina. Nunca me atrajeron esas mesas saturadas con tormentas de ideas, donde la caballerosidad y la tragedia sacrosanta de la mesa redonda original no tenían nada que ver.
Podíamos hablar mejor sentados en una barra, pasando los minutos con una copa y unos aperitivos sin pretensiones.
Creo que lo que nos gustaba de las barras era la frescura, la intimidad, la certeza de ser tripulantes comprobados de un barco agitado en mares de conversaciones, afianzadas en libros, en temas de cultura, de comunicación y en los muchos recuerdos compartidos, repetidos, transformados.
La barra que siempre me ha fascinado es esa que fabrican con madera y que a veces asume sinuosidades, como si el árbol hubiese guardado para nosotros su movimiento de arquero, sus flechas de ventiscas.
Con Pablo lo acordamos perfectamente: nuestro lugar preferido era la barra del restaurante, del bar, de la taberna. Ahí donde se combinan con sus efectos históricos la comida, la bohemia y la existencia conversada.
En cierta ocasión, dimos vueltas en torno al tema de las barras. Las primeras fueron las thermopolias romanas, difundidas hace más de mil años, hechas de piedra y cargadas de platos fríos y calientes y de bebidas bastante ardientes también.
Las barras actuales surgieron al ritmo de los tiroteos del territorio que llamaron Lejano Oeste, donde Clint Eastwood nos acercó a su vasto talento. Aquellos prácticos ciudadanos armaron en los salones unas barras de madera sólida, para proteger de la violencia a las botellas y al cantinero. Después el estilo fue mejorando hasta que aparecieron las barras de mármol y madera gruesa, brillante, preciosa. Y ahora se definen con el material novedoso que dispongan los arquitectos más atrevidos.
Nos gustaban las barras –y nos siguen gustando– porque fingíamos envejecer sin echar de menos la felicidad y podíamos darnos el lujo de conversar, de vez en cuando, en un espacio obligado a ser el generoso club que no teníamos.
En Sabana Grande
La madre de Pablo Antillano murió joven: tenía 21 años de edad. Bajo el influjo de Sabana Grande, Pablito nos contó que una tarde se le acercó el pintor Pascual Navarro, un artista cuya mirada se incrustaba en lo profundo. Sabíamos que Pablo, en sus intimidades más escondidas trataba de conocer y grabarse la imagen materna, de retenerla en su alma.
―Conocí a tu madre, Pablo… era una mujer bella, portadora de virtudes y maravillas― dijo Pascual.
―¿Sí? ¿cómo fue eso?― preguntó Pablo siguiéndole la corriente.
―Me enamoré instantáneamente de ella, pero nunca se lo dije. Como el Dante, como todos los hombres tímidos que han vislumbrado la belleza…
―Has debido pintarla…― murmuró Pablito.
―Ella escogió a Sergio, se casó con un gran hombre. Y me dolió mucho, chico. He podido ser tu padre. Hoy sería muy feliz si fuera tu padre…
Pablo se reía con aquella confesión de Pascual, quien cada vez que se lo encontraba le repetía “he podido ser tu padre, Pablito”.
Código de Barra, blog y revista
Código de Barra fue hecho como un lugar de amigos, de seres humanos captados en momentos de disfrutar los elementales placeres, en materia de gastronomía, bebidas espirituosas y espirituales; un sitio de crónicas, de fotografías, donde la actividad cultural y toda la actividad humana que vale la pena, pasan y dejan sus anuncios, sus noticias, sus inquietudes.
Ese lugar de charlas y conversaciones, de celebraciones y magníficas tristezas, fue una creación de Pablo Antillano, Raúl Azuaje y Gustavo Oliveros. Y contó desde su inicio con nosotros, los miles de nosotros, que respondimos siempre a la frase telefónica, al correo electrónico o from person to person, que sencillamente rezara “Pablito tiene un proyecto”.
Pablo creaba siempre publicaciones, de tal índole, que eran como el ideal en cada disciplina escogida; constituían lo que uno soñaba: cambiar para mejorar, sin tener que destruir lo que otros habían construido. Para decirlo en dos platos: Pablo era nuestro líder y se lo había ganado por su sabiduría, su nobleza, su desparpajo, su irreverencia permanente y por algo que nunca comentamos, pero que estaba ahí, su insignia, su distintivo invencible: el buen gusto. Lo que significa el buen gusto a partir de una luminosa sensibilidad humana.
Código de Barra no solo nació como blog: casi inmediatamente tuvo su versión impresa. El grupo que acompañó inicialmente a Pablo en esa divertida y sabrosa publicación fue el siguiente: Gustavo Oliveros, Raúl Azuaje, Olgamar Pérez, Coromotico Jiménez, Marinella Hernández, Raúl Fuentes, Claudio Nazoa, José Pulido, Petruvska Simne, Óscar Hernández, Víctor Rodríguez Coa, Tulio Hernández, Gustavo Méndez, Alberto Centeno, Tulio Monsalve, José Toby Alvarado, Carlos Zerpa, Sergio Antillano, Humberto Márquez y Amelia Hernández.
Todos, de alguna manera, unificados también por el concepto que Pablo Antillano tomó de Luis Buñuel y que jamás podríamos descartar y considerar superficial:
“Yo he pasado en los bares horas deliciosas. El bar es para mí un lugar de meditación y recogimiento, sin el cual la vida es inconcebible. Costumbre antigua, robustecida con los años…” (Luis Buñuel: Mi último suspiro. Barcelona: Plaza y Janés Editores, 1982, pp. 53-54).
La reunión
Pablo Antillano, Raúl Azuaje y yo nos encontramos en un restaurante de Chacao para hablar de un proyecto editorial que podría o no cristalizar, debido a la situación del país. Esa fue la última vez que nos vimos.
Su hablar coherente y desenfadado era un regalo. Recuerdo que lo miraba con ganas de decirle “somos otros, más canosos, pero con los mismos sueños”. También recordaba las tantas veces que admiré sus planteamientos y aciertos en una redacción o en una mesa de trabajo que exigiera claridad, hondura intelectual y el necesario fulgor de la belleza.
Habíamos sido niños y cierto festejo lúdico nos acompañaba siempre. Habíamos sido adolescentes, jóvenes, adultos maduros. Éramos otros y los mismos a cada rato. Cuando supe de Pablo por primera vez, él estaba en una cúspide comunicacional que nos emocionaba como jóvenes: la revista Reventón.
En ese almuerzo estuve a punto de abordar el tema de los años: “¿qué te parece, Pablito? de repente y tal, nos pusimos viejos”, pero hubiera sido una traición. Él conservaba intacta la juventud en su sonrisa, que era el medio comunicacional por excelencia de su gallardo espíritu.
Hablamos de los periodistas que habían asombrado a nuestra generación en la vieja redacción de El Nacional: Cuto Lamache, Juan Manuel Polo, Miyó Vestrini, Armas Alfonzo, Óscar Guaramato, Víctor Manuel Reinoso y Arístides Bastidas. Inevitablemente coincidíamos en que nadie superaba en méritos a Bastidas. Admirable en su voluntad, en su memoria y su talento. Arístides quedó ciego, sus manos se inutilizaron por la artritis y sin embargo siguió entrevistando y escribiendo. Podía grabar una conversación entera en su memoria y dictar luego la entrevista sin equivocarse en una línea.
Pablo, Raúl y yo presentimos una despedida en aquel restaurante estrecho, donde las mesas se aporreaban y las espaldas se tocaban. Echábamos de menos las barras de La Candelaria, en especial una que parecía brillar gracias a las tantas personas que habían colocado sus brazos encima.
Después tuve que decir “hasta luego”. A una lejanía donde el rumor de los amigos llega por Internet. Y un día restalló aquel latigazo centurión que nos causó un amargo dolor desde la frente hasta los pies: Pablo está enfermo. Significaba “Pablo está enfermo en un país donde no hay medicinas y son costosas, donde han quedado pocos servicios hospitalarios, donde lo trágico ha contaminado el minutero”.
Y entonces tuvimos que andar con pies abandonados, pensando en eso. Creyendo descubrir a Pablo en el saco a cuadros con bluyín de un caminante extranjero, cabello gris alborotado, que avanza sin apuros por aquella vieja y mojada vereda.
Ahora mismo
Veo un café sin clientes. Está lloviendo. Entro porque la barra es de madera brillante, ajustada a mi gusto. Me siento ante una jarra de cerveza roja, irlandesa, como debe ser, y un platico de aceitunas. En este momento deben estar velando a Pablo Antillano. Aquí van a creer que tengo los ojos irritados porque me trasnocho, aunque en realidad me acuesto a las ocho de la noche. Bebo la cerveza en soledad, poco a poco. De vez en cuando tomo una aceituna. Trato de imaginar a Pablo sentado aquí, hablando conmigo de nuevo, por milésima vez. Coloco allá afuera, una, dos, tres calles encandiladas de La Candelaria y me quedo quieto, esperando.
Veo su barba y su sonrisa.
―En el mediterráneo se cosechan aceitunas y se hace aceite de oliva desde hace cuatro mil años― informa la voz de Pablo, que tiene como un roznido de cello. Algo juvenil y a la vez pausado, serio.
Lo dice en el instante en que he agarrado una enorme aceituna negra y la desaparezco en la semi penumbra de un restaurante de La Candelaria. El almanaque se vuelve loco, parece junio, julio, agosto en la Caracas que tratábamos de salvar de las pestes. Nos reunimos para sencillamente hablar y mantener el nivel de cariño entre nosotros.
―El mediterráneo es un universo sentimental creado por el mar, el aceite de oliva, el pan y el vino: no hay ninguna duda de eso. Le respondo, sabiendo que estamos blufeando, ensayando una joda para ver qué hacen nuestros amigos de la barra caraqueña en este momento crucial. Que viene de cruz. Igual que la madera de la barra.
La cerveza casi desaparece y el barman me mira como preguntando si con este frío me zambullo en una segunda birra rossa. Le hago señas de que sí. Espero que no crea que son lágrimas. Es que tengo conjuntivitis. Más o menos.